Aquella mañana él estaba despierto mientras soñaba, como siempre. Ella atravesó la puerta del sueño como si después de una tormenta se abriera el cielo. Un cielo de manga larga con algo escrito en las nubes, que se le dejaba caer suavemente por el cuerpo como derramado sobre la falda.

Venía envuelta para regalo, siempre sorpresa. Siempre enfundada y sin recodos. De vez en cuando algún balcón al que asomarse, una pequeña ventana a través de la que mirar. Pero aquella mañana, primavera ya cerrada con el calor que se avecina, el cielo traía rendijas en la persiana que dejaban puertas abiertas a la imaginación.

Él fantaseó con la misma escena en la que ella entraba y luego se iba. Pero, esta vez, al irse, de espaldas, justo antes del último paso, la retuvo deslizando una mano por debajo del límite azul de la camisa. Y allí escribía versos con dedos de vientre suave, jugando a pintar palabras sin ver, garabateando en la piel emociones contenidas en el tiempo.

En ese mismo sueño despierto, se percató enseguida de que ella se quedaba inmóvil, cerraba los ojos y paraba su respiración. Pasado un rato, porque en los sueños no cabe ningún reloj, mientras la acariciaba y dejaba el mentón reposando en su hombro, él llamó a su sonrisa con la voz suave de una gracia que decía, «cariño, ¿cuánto tiempo puedes contener la respiración?».

A veces ocurre que los personajes buscan autor y deciden sus propios pasos por el cuento, y, en aquel mismo sueño, ella respondió, girando un poco el cuello hasta encontrarse con sus ojos: «Hace miles de sueños que la contengo».