Fijémonos, amor, en aquellos que vuelven juntos a la misma casa para cerrar la noche y olvidarla lisa, extendida apenas sobre una sábana de flores. Vuelven hablando de nada en particular, comiéndose la distancia con pasos cortos, desgastando la acera en fragmentos de una historia que no pasará de existir un instante en el aire.
Envidio sus ojos cuando se miran atravesando los mapas del presente y pasa el deseo como una canción olvidada por el espacio que dejan en silencio en el centro de la conversación.
Se limitan a ir rebañando migajas de la luz de las farolas que va escurriendo por las paredes mudas de calle, el sobresalto de los ruidos que salen de los portales, el pudor de las sombras que desnudan las tulipas de las lámparas en los dobleces de la ropa que van dejando colocada a los pies de la cama.
Entonces ocurre que, armados hasta los dientes de costumbre, se dan un beso fugaz y luego la espalda, carraspean, musitan cicatrices al oído de la almohada, encogen el corazón en el pecho, asesinan un sueño y dejan que el cansancio habite bajo las sábanas.
Vuelven juntos a la misma casa tan ordenados como sus nombres de solteros escritos a mano en la ventanita del buzón, del número nueve, segundo izquierda, portal dos, de una calle con nombre de santo o de poeta.
Fijémonos bien, amor, en aquellos que todas las noches vuelven juntos a nuestra misma casa, fijémonos en ellos, por si algún día los reconociéramos distantes mirando un escaparate, dormitando soledad de mesa camilla a media tarde o trasnochando lágrimas sobre un poema.
Deja una respuesta