Me gustan mucho los sueños, de cualquier manera preparados. Me gustan los sueños al horno de una noche de insomnio, los cocidos en su jugo con un toque de sudor del deseo o, incluso crudos, tal y como me salen de la cabeza después de una tarde de risa y sol.
Pero reconozco que, sobre todo, me gustan fritos en aceite de vueltas al coco, rebozados en témpura de nubes del corazón y, después, someramente puestos sobre algún verso para que les empape la grasa sobrante y tomen la consistencia de la realidad.
Sin embargo, si bien siempre sostuve que esa era la mejor manera de cocinar un sueño, hace mucho tiempo que no tengo tiempo, y no tengo más remedio que tomármelos de un día para otro, fríos como croquetas de venganza contra los trocitos de porvenir que no quieren ir viniendo.
Pero sigo siendo devoto de este arte antiguo de creer que los sueños se mastican y, siempre que puedo, siempre que las cosas tristes me dejan un ratito, me meto en la cocina y me pongo a preparar la receta del sueño siguiente, ese que, un día cualquiera, por sorpresa y por azar, me parecerá adivinar en la huella que un dedo me deje al pasear lentamente por mi espalda.
Signos en el polvo
Como el dedo que pasa
sobre la superficie polvorienta
del mueble abandonado y deja un surco
brillante que acentúa la tristeza
de lo que ya está al margen de la vida,
de lo que sigue vivo y ya no puede
participar de nuevo, ni aun con esa
pasiva y tan sencilla
manera de estar limpio allí, dispuesto
a servir para algo; como el dedo
que traza un vago signo, ajeno a todo
significado, sólo
llevado por la inercia del impulso
gratuito y que deja
constancia así en el polvo de un inútil
acto de voluntad, así, con esa
dejadez, inconsciencia casi, siento
que alguien me pasa por la vida, alguien
que, mientras piensa en otra cosa, traza
conmigo un surco, se entretiene
en dibujar un signo incomprensible
que el tiempo borrará calladamente,
que recuperará de nuevo el polvo
aún antes de que pueda interpretarse
su cifrado sentido, si es que tuvo
sentido, si es que tuvo
razón de ser tan pasajera huella.(Rafael Guillén, Límites, 1970)