La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

1. Hospital (Página 4 de 7)

Asterisco

—He estado mirando, pero me han dicho que todavía nada, que estaba en la lista, pero que no entraba en la siguiente llamada. Me han dicho que, en esta semana seguro que no, que quizás en la siguiente…

—Pues dijeron que iría todo más rápido, ¿no? ¡Qué decepción tanta espera!…

—¿Y qué le vamos a hacer? Eso sí, me han buscado en la lista y le han puesto a mi nombre un asterisco con un rotulador rojo, a ver si consiguen meterme en los que van a llamar la otra semana.

¡Dichoso universo! De los deseos de la lluvia de estrellas en lágrimas de santos, hay que pasarse a la fe de los asteriscos. ¡Benditos sean los rotuladores rojos!

¡Y pensar que hay quien no cree en la magia del abracadabra o de los bebedizos ecológicos!

Pero en cuanto abran las tiendas, voy a comprar un rotulador rojo y a llenar mi nombre de asteriscos por todos lados.

Me llamarán loco. ¡Qué ignorantes! Pobres, quienes no saben del poder de los asteriscos.

Aburrimiento

Este monstruo de paso lento de un agosto sin perspectiva se detiene un momento para mirarme por encima del hombro de una tarde interminable y anodina.

Me quedo quieto esperando que pase de largo y doble la esquina del sol que arrebata la calle, que decida poner fin al encierro en sudor con que me castiga. Pero me hace sentirme culpable, como muerto de hambre de vida, porque me abre los ojos a una noche en la que siempre es tarde todavía y donde todos los veranos amenazan con ser el mismo de cada día.

Recordaré tal vez, pasado el tiempo, este momento en el que la nada me aprieta, con otra luz más brillante y con otra suerte, si alguien me espera a la vuelta de la esquina de este monstruo de paso lento de un agosto sin otra perspectiva que la de aguardar al monstruo de septiembre.

Denuncia por robo

¡Dichosa criatura!

La veía deambular a deshoras por la casa, a oscuras, confundiéndose con las sombras y dejando un leve rastro de impaciencia en el ambiente.

Se tumbaba en el sofá y se tapaba con la profundidad de la noche. Pero al rato de cerrar los ojos, los abría inmensamente, como dos lunas llenas heridas en el centro por un sueño redondo. Y entonces, la veía levantarse de nuevo como un martirio, con la angustia de un jersey de lana en mitad de agosto.

Iba a la cocina, pululaba como polilla en busca de la luz del frigorífico y se quedaba atrapada en ella mientras rebuscaba cualquier cosa, agua o un pensamiento fresco, que echarse a la boca. Volvía sobre sus pasos con el gesto inconsolable de quien no recuerda aquel lugar seguro en donde puso la felicidad que le sobraba.

Siempre se había llevado divinamente con la luna a fuerza de no verla más que en fotos. Y ahora, pobre, hay que ver como le retumba su claridad pálida entrando por la ventana. No puede soportarlo y huye descalza en una carrera en pos del helado. Y ve cómo se le escapa otra noche que no se acaba, doliéndole en las sienes pensar que también se le escapará la de mañana.

Y yo subía y me alejaba para no ser testigo, estremecido en otra carne, resuelto a encontrarle el remedio que nunca encontré para mí. Me apartaba la furia ajena con los dedos del teclado y me quedaba perplejo y enfadado.

Muy enfadado, con la rabieta de un niño grande y malcriado, enfadadísimo, indignado con la dichosa criatura. Ponte en mi lugar y verás que no es para menos: ¡me estaba quitando mi insomnio para quedarse con él!

No es justo. Si no recupera su sueño pronto, tendré que denunciar un robo y dejar que le caiga encima todo el peso de la ley.

Tocata sin fuga

Allí estaba, siempre se le aparecía inmóvil. Pálida y quieta, como el fantasma de un cadáver que regresa al punto de partida para dejar constancia de haber existido.

Cuando se sentaba en el sofá, ella se sentaba a su lado, pero siempre inexpresiva, con la mirada perdida, lánguida. Si se ponía de pie y huía al patio, ella se dejaba ver por detrás del humo del cigarro que les separaba.

Entonces él emprendía una loca carrera, un juego desesperado para intentar despistarla. Se refugiaba en el dormitorio, cerraba las ventanas y atrancaba la puerta para no dejarle resquicio por el que entrar. Pero ella, quizás envuelta en alguna luz dormida que explotaba en la oscuridad, se reflejaba en el espejo y desde el espejo se dejaba mirar.

Él estaba agobiado por su presencia, así que decidió salir de allí a toda costa. Cogió el teléfono y marcó todos los números que le vinieron a la memoria, excepto quizás, el definitivo. Se aferro a los lugares y a las horas y se arregló para salir.

Ella apareció en el vaho de la ducha, en la baranda de la escalera, debajo de la sombrilla del patio. Sólo al cerrar la verja por fuera, con el coche arrancado, dejó de notar su presencia y se sintió aliviado.

Entre charla y tocata, entre copa y risa, no la vio, pudo respirar tranquilo y se relajó un poco. Cuando, de madrugada, disfrazado de alcohol, a esas horas en las que parece pronto cualquier otra cosa que no sea regresar, volvió al coche y éste, a su vez, ocupó su puesto en el garaje.

Tapándose los ojos con esa neblina de la ginebra que se trajo puesta del bar y que no pudo quitarse con la ropa, se acostó en la cama desierta e intentó conciliar el sueño.

Pero notó de nuevo su presencia. Su soledad estaba ahí, esperando en la cómoda, pálida, inmóvil, secreta. Fantasmagórica y loca, se tumbó en la cama con él, aprovechando el parpadeo de desconsuelo que dio con el corazón y con los ojos.

Al lado de su soledad, no pudo evitar el insomnio. Su fuga fracasaba otra vez.

El camino del río

Bajó la cuesta dejando que la ley de la gravedad le moviera los pies y le pesara en la cabeza. Se fue con lo de siempre, con lo puesto, el móvil, las llaves y las gafas de no ver de lejos.

Llegó, sudando ya, hasta el río. La corriente del agua no pudo acallar el reloj palpitante que tenía injertado en el corazón. Como si de un viejo mantra se tratara, empezó a hablar en voz alta al notar que sus suelas pisaban tierra y no asfalto.

Vio los mismos árboles y, aunque el agua que oía correr entre sus palabras era distinta, el trayecto duró los mismos pasos que siempre. Cruzó el río por el mismo sitio, entornó los ojos en la boca del túnel de árboles y se sentó un momento en la misma piedra en la que siempre se sentaba.

La gente que se cruzaba era distinta, o quizá igual que la de otros días; no lo recuerda bien porque iba pendiente de su conversación incompleta y de no tropezar con sus propios molinos. Paró a beber agua en la misma fuente, para aliviar la misma sequedad que dejan en la boca las palabras amargas. Pero sí, el agua era otra aunque el efecto fuese el mismo.

Se perdió en sus pensamientos mientras sus pies continuaban la marcha. Su cabeza hizo viajes en el tiempo como si anduviese metido en los entresijos de un Cuento de Navidad. Hasta que, el ruido de coches le trajo desde el infinito y más allá, hasta el puente.

Y entonces lo supo. Dejó las palabras guardadas para cocerlas después en su tinta y se quedó en mitad de la metáfora, solo, respirando con la boca abierta, con los ojos un poco humedecidos por el convencimiento de que, quien recorre siempre el mismo camino, siempre llega al mismo sitio.

Para cambiar el punto de llegada, hay que variar el trayecto, elegir otro itinerario y recorrerlo. Y ni siquiera así se puede estar seguro de no acabar en el mismo puente que cruza el mismo río que siempre está hecho de diferente agua.

Nada será igual

Nunca será todo igual. Ella se lo dice siempre, aunque, bien es cierto que, algunas veces, lo que dice es que nunca será nada igual.

Él, que suele perderse en mitad de una frase, atrancado en una palabra, algunas veces se queda pensando si las dos frases significan lo mismo o no. Pero al cabo de un rato, se sacude fuerte los pensamientos como hábito higiénico y deja de pensar en los matices.

Ella suele decírselo para irse adaptando al final, como terapia de susurros contra los chismes. Para protegerse de la caída y escapar, ilesa imposible, pero al menos con la suficiente fuerza para volverse a levantar.

En otros labios, la misma frase le ha sonado idéntica, con un rumor de pérdida irrecuperable y unas gotas de nostalgia dulce en angostura. Después han hablado de lo que se habla en estos casos, en estos casos en los que la distancia no ayuda a encontrar el hilo y el tiempo se viene encima de golpe como un mazo de jurisprudencia en rama.

Porque en estos casos, cuando alguien te dice que todo ha cambiado, que nada será lo mismo, que no vuelve el pasado por muy claramente que se recuerde, solo puede entonarse un silencio o hablar de música. Son las únicas dos maneras de no despertar a nadie de su sueño o de su pesadilla, de no flexionar inútilmente los corazones que te llegan con agujetas, de no retorcer palabras de amor hasta escurrírselo completamente.

Él sabe que los cambios son, a la vez, el centro del tiempo y los bordes de cada sueño. Precisamente por eso, porque sabe que nada será nunca igual —¿significará lo mismo dicho de este modo?—, porque todo cambia después de cada palabra y ese cambio sólo dura hasta la siguiente, porque nunca será todo igual, se desenreda en discursos que nadie escucha para espantarse la desidia.

Porque nunca será nada igual, hay que seguir soñando; porque nunca será todo igual, hay que dejar de mirar al fondo del precipicio. Porque el pasado nunca regresa, hay que ir pensando en qué toca cocinar para la cena.

«Nada será igual», le dice siempre ella —dejando aparte el turbio asunto del todo o nada—. «Nada será igual», le dice, mientras él piensa que por qué no, que nada será igual, es cierto, pero que también puede ser mejor.

Duerma o no, él siempre sueña. Por cierto que, esta noche, hay crema de verduras para la cena.

La edad de oro

Lo que el tiempo se lleve
que sea tanto
como aquello que el tiempo nos dio,
regalo inmerecido,
dejando la memoria en la inocencia
de la vida cumplida, porque nada
hiere más y más hondo que el recuerdo:
mientras dure una noche en la memoria
esa noche es la Noche
y esa intensa memoria la Memoria[…]

(Felipe Benítez Reyes, El equipaje abierto, 1996)

Pesquisa

No se sabe por qué. Le gustaba tejer, encontraba una cierta ironía en aquel entresijo de hilos, buscaba paz en la armonía de los colores que iban pareciendo formas primero y conceptos después. Le ocupaba las manos y el tiempo, pero le dejaba libre la cabeza. Así que, por eso no fue.

Pero no se sabe por qué. Tal vez perdiera la fe, pero no la cabeza. Se dedicaba a destejer el tiempo a toda prisa mientras la noche se le encendía en los sueños, para que al día siguiente el mandala comenzara de nuevo. Imaginaba entonces tormentas —o quizás es que las oía a lo lejos— que le traían regresos. No, definitivamente, por eso no fue.

No se sabe por qué, no era por el asiento, ni por la comida, ni por los asuntos livianos de los que están hechos los días. Quizás, tal vez, era la memoria de las noches solitarias lo que más le dolía, el enfado permanente con la ausencia. Pero el ruido de fondo, que no le tapaba los latidos imparables de la distancia, al menos, le impedía llorar soledades y le hacía reír como antídoto contra la monotonía. No creo que fuera por nada de eso.

No se sabe por qué. Pero el caso es que, una noche, Penélope no se levantó a destejer y, a la mañana siguiente, al ver el salón repleto de extraños y el extraño efecto de una vida siempre a medio tejer, decidió darla por concluida y empezar otra vez en otra parte.

Y no se sabe por qué, siglos más tarde, Penélope dejó de esperar lo que le traían los trenes y comenzó a pensar a qué dóndes y a qué cuándos podían llevarla.

No se sabe bien por qué. Por eso he seguido sus pasos y lo estoy investigando todo desde el andén.

Presencia del otoño

Debí decir te amo.
Pero estaba el otoño haciendo señas,
clavándome sus puertas en el alma.
Amada, tú, recíbelo.
Vete por él, transporta tu dulzura
por su dulzura madre.
Vete por él, por él, otoño duro,
otoño suave en quien reclino mi aire.
Vete por él, amada.
No soy yo el que te ama este minuto.
Es él en mí, su invento.
Un lento asesinato de ternura.

(Juan Gelman, El juego en el que andamos, 1956—58)

Espejo

Hay una noche,
un tiempo hueco, sin testigos,
una noche de uñas y silencio,
páramo sin orillas,
isla de yelo entre los días;
una noche sin nadie
sino su soledad multiplicada.
Se regresa de unos labios
nocturnos, fluviales,
lentas orillas de coral y savia,
de un deseo, erguido
como la flor bajo la lluvia, insomne
collar de fuego al cuello de la noche,
o se regresa de uno mismo a uno mismo,
y entre espejos impávidos un rostro
me repite a mi rostro, un rostro
que enmascara a mi rostro.
Frente a los juegos fatuos del espejo
mi ser es pira y es ceniza,
respira y es ceniza,
y ardo y me quemo y resplandezco y miento
un yo que empuña, muerto,
una daga de humo que le finge
la evidencia de sangre de la herida,
y un yo, mi yo penúltimo,
que sólo pide olvido, sombra, nada,
final mentira que lo enciende y quema.
De una máscara a otra
hay siempre un yo penúltimo que pide.
Y me hundo en mí mismo y no me toco.

(Octavio Paz, Calamidades y milagros, 1937—48)

Noches irrompibles

Estoy buscando noches irrompibles, pero livianas al peso, para que puedan transportarse sin demasiado esfuerzo.

Todas las que encuentro se alteran enseguida: a las más cursis las pone melancólicas la luna y, las más perversas, se me ponen borrosas enseguida en cuanto se toman dos ginebras.

Quisiera una noche resistente a la memoria, que repela inmediatamente esos recuerdos agridulces que me agitan el insomnio. También tiene que ser invulnerable a las ausencias, espantadora de los fantasmas que arrastro.

Busco una noche de esperanza inquebrantable, que no le ataque el ácido de viejas palabras y que no se corrompa con sexo de plástico ni con basuras televisadas. Indestructible, pero sin que para ello tengamos que hacernos inoxidables.

Si se puede pintar de colores —no es que no me guste el negro, pero en mi vida ya hay mucho gris—, que no haya que darle capas de algún anticorrosivo. Mejor un pequeño barniz para que brille ella sola y no necesite mareas ni lunas.

En cualquier caso, busco una noche irrompible, al menos una. Y si la encuentro y ya tiene habitante o dueño, pues estoy dispuesto a llegar a cualquier acuerdo de realquiler.

Busco una noche invulnerable, porque todas las noches normales, todas las otras noches, el insomnio me las raya y el amanecer me las rompe.

Solitario invencible

Resbalando
Como canasta de amarguras
Con mucho silencio y mucha luz
Dormido de hielos
Te vas y vuelves a ti mismo
Te ríes de tu propio sueño
Pero suspiras poemas temblorosos
Y te convences de alguna esperanza
La ausencia el hambre de callar
De no emitir más tantas hipótesis
De cerrar las heridas habladoras
Te da una ansia especial
Como de nieve y fuego
Quieres volver los ojos a la vida
Tragarte el universo entero
Esos campos de estrellas
Se te van de la mano después de la catástrofe
Cuando el perfume de los claveles
Gira en torno de su eje

(Vicente Huidobro)

Huida

Podría parecer que huyo, que el horizonte se me aleja por todos lados sin acercarse por ninguno. Que, una vez perdido un rumbo, da igual cualquier fuga siempre que no me traiga de regreso. Que me escabullo de humo y me deshilvano para no dejarme tocar.

Puede que huya, que mire atrás con agotamiento, que me espanten las sombras que antes me refrescaban del sol. Que empuñe los renglones para protegerme del precipicio, que me agarre a las rimas como si bailase el último vals.

Estoy huyendo, cada vez más deprisa, a saltos que me disparo al aire, descartando los sitios a los que ir y rompiendo los sitios en los que quedarme. Huyo de lo posible para, en lo posible, dejar todo atrás y poder huir hacia adelante en medio de la tormenta. Huyo como si desapareciera desde dentro.

Huyo de mí mismo a todo correr, me borro la boca, me quito las manos, me parto en poemas pequeñitos que tirar a la ceniza. Huyo de cada historia empezada antes de que le llegue el fin y haya que zafarse de un corazón rebosante.

Huyo de mí y, al volver atrás la cabeza, veo que me he perdido de vista y que nadie me sigue. Y entonces, despavorido, huyo aún más de mí, saltando de dos en dos los escalones que me llevan hasta el miedo de llegar a alguna parte y dejar de querer huir.

Huyo tan a fondo, tan deprisa, me ausento tan profundamente, me escapo con tanta fuerza que, al final, siempre sigo aquí, en el otro camino.

En el camino

Han pasado diez años y es un día de invierno.
Tú caminas por las avellanedas.
y vas junto a esos sauces amarillos que avanzan
por los ríos con luna.
No será como ahora, no tendrás veinte años;
la nieve irá acercándose a tu casa
y el aire verde moverá en tus ojos
sus bosques de cristal y de silencio.
Recuérdalo, hubo un río.
Los árboles vivían
en el imán del agua.
Por la noche, escuchábamos gotear en las sombras
la canción de los búhos.
Y, luego, la corriente se llevó nuestras caras.
No sabemos a dónde. No sabemos por qué.
Aún estamos aquí.
Pero, de pronto,
han pasado diez años
y tú y yo somos dos desconocidos.

(Benjamín Prado, Un caso sencillo, 1986)

Vestida para salir

Al abrir el armario a la imaginación, el mundo se llena con el silencio de los sueños que le salen de dentro. En cada prenda hay un recuerdo, una esperanza, una sensación distinta.

Los colores comienzan a combinarse solos, como si fuesen versos que riman, se entremezclan y se matizan los unos a los otros. «Suena bien», se dice mientras se seca el pelo y se pinta las uñas.

Entonces, cuando todo está elegido, con los pliegues revisados y peinados los versos, perfumada con olor a tinta, ya está dispuesta a ponerse delante del espejo de otros ojos y del eco de otras bocas.

No puede evitar los nervios de la cita, pero es que yo tampoco. Ya está vestida para salir y así es como más me gusta. No sabe cuánto deseo tenerla pronto en mis manos, para abrirla en una noche loca por la luna, leerla despacito y desnudarla poco a poco.

Vestida para salir, este lector impaciente te aguarda. ¿No ves que necesito un sueño para rayar el agua?

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