La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

3. Primavera (Página 4 de 8)

Intención literaria

La intención literaria es un asunto verdaderamente adictivo. Uno se pone delante del papel como un diosecillo de la minúscula y crea un universo completo en menos de siete días.

Se pueden transgredir todas la leyes, las de la física, sí, pero sobre todo las leyes del tiempo. Uno hace con sus personajes en pocos minutos todo aquello que se imagina y que al caprichoso azar le costaría años de carambolas.

Puedes vivir otras vidas, enmascarar la tuya o adecentarla, decorar el mundo tenebroso de las malas noticias o reírte de las cosas que te duelen.

Y el procedimiento es sencillo, muy simple: se cogen un par de verdades de tamaño mediano y unas cuantas mentiras hermosas. Se trocean y se pasan por la sartén, en la que previamente se habrán sofrito unas metáforas cortaditas en juliana hasta que se queden transparentes. Se salpimenta con unos cuantos pronombres, unas gotitas de elipsis y, a gusto de cada autor, un puñado de rimas en asonante. Se sirve sobre un plato llano, separando bien los párrafos… y listo.

Por la intención literaria hay gente que cree que escribo, que ésta es mi vida, que tú existes en alguna parte del mundo ese que llaman real.

Incluso, fíjate lo que te digo, que es para llevarse las manos a la cabeza y hacer muchas cruces consecutivas; fíjate lo que te digo: que hay quienes al leerme… ¡se creen que existo! Increíble, ¿no?

¿Ver para creer? No, claro que no, es creer para ver. Hace ya tiempo que tú y yo sabemos que sólo se ve aquello que se cree.

Por la intención literaria, yo sé que no existo más allá de aquí, y sólo si tú me buscas.

Fragmento

—La muerte es lo contrario de la vida —dijo él—. Sientes todo eso porque estás viva. Es lo que querías, Eva, ¿no es cierto? —se escuchó decir a su pesar, mientras se sentaba a su lado—. Querías el conocimiento. Esto es el conocimiento: el Bien y el Mal, el placer y el dolor, Elokim y la Serpiente, cada imagen tiene su reflejo contrario.
Por ella sé que estoy vivo, pensó.

(Gioconda Belli, El infinito en la palma de la mano, 2008)

Ecualizadores

Todos estamos en muchas listas. Por gestos, por palabras, por acciones, porque alguien se dispone a querernos un poquito, subimos poco a poco.

Cuando alguien nos desquiere, nos desama, nos desecha de menos o, simplemente, flaqueamos en sus sueños o en sus expectativas, bajamos muy deprisa.

Llega el vértigo. El esfuerzo de subir, el vacío en el estómago de perder altura, se alían para estremecernos. Sería mucho más tranquilo permanecer a la misma altura, exactamente a la misma altura en la que nosotros tenemos a los demás en nuestra lista. Sería confortable, no me cabe duda, pero qué monotonía de música tras los cristales.

Así todas las lista en fila, tenemos el ecualizador de nuestra vida. Mi música estuvo mucho tiempo sonando como «pop» hasta que se fue convirtiendo en «clásica». Breves momentos de «jazz», instantes de «club» y una vertiginosa caída hacia el «tecno».

Sé que ahora mi música te suena a veces a «espacio abierto», a «rock suave», a «en vivo». Pero si me aprietas fuerte, si me besas muchas veces, tal vez mi vida empiece a encontrar la forma de sonarte como «auriculares», como a mí hace ya tiempo que me suena la tuya.

Muy cerquita del oído, pero lejos del corazón.

Viaje interior

Estar más solo en el trayecto, llegar con prisa,

hacer acopio de colores y de piedras,

vivir en las líneas de un mapa,

seguir los pasos de los otros.

Habitarse uno mismo en paredes extrañas.

Viajar en ruinas hacia otras ruinas

encontrando sinsabores en la intemperie,

comprobar que todo se corrompe

y que nada perdura sino las palabras.

Porque son los mismos ojos los que miran el mundo,

los mismos pies cansados, las mismas pisadas,

por debajo de la piel de la geografía

el mundo que visito nunca cambia.

Tengo problemas para salir de mí mismo.

Allá donde esté

siempre hay un aquí y una nostalgia.

Cuando viajo en sueños nunca te pido

despertar en habitaciones separadas.

(Oviedo, julio 2011)

Habitaciones separadas

Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.

Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.

Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.

Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.

Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.

De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.

No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.

Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.

Tiempo de habitaciones separadas.

(Luís García Montero, Habitaciones separadas, 1994)

Paparazzi de cielos

Rosa pastel o rojo duro, el atardecer siempre es el último gesto hermoso del día, como si hiciera un supremo esfuerzo por no llevarse la luz y dejar para el final los mejores rayos.

Azul turquesa o gris niebla, hay que andar con los ojos abiertos, acechar la claridad, la instantánea, las medusas de vapor de agua o los cirros que se deshilachan como una tela de araña gigantesca. Ese es el lienzo de nubes sobre el que la noche se abalanza hasta fundirlo todo en negro.

«Para ser un paparazzi de cielos», eso le ha dicho ella, «eres muy lento».

Hay otros cielos. Quizás ellos ya conocen alguno de esos otros, quizás, incluso, hayan rozado un par de infiernos. Y todo lo que aún les queda que fotografiar en sus pupilas: cada día hay un cielo nuevo.

Lo que ellos no saben, aunque pueden suponerlo, es que los miércoles tienen las tardes hechas con dos cielos a la vez.

En realidad, siempre son tres, vengan o no vengan. Pero nunca se quedan. Hay que dejar paso a la noche y al insomnio cotidiano.

Es copia fiel del original

Entreabrió los ojos como quien despierta de un sueño, con la cabeza vencida hacia el peso de la imaginación.

Me rozó el cuello con las manos para atraerme una vez más hacia su boca. Destensó la sonrisa tibia de su rostro y contrajo la respiración.

Con sólo medio paso pegó su aroma a mi cuerpo. Giró su cabeza, como siempre hace, hasta el ángulo justo que despierta el temblor del deseo en mi mentón.

Dejó que latiese su corazón tres veces consecutivas mientras, muy lentamente, posó el caramelo de sus labios en el espacio abierto que le ofrecían los míos. Cerró los ojos, como abandonándose, como cayendo suavemente hacia otro mundo de luces apagadas.

Y en ese instante de tanta oscuridad como resplandor, cuando el silencio exterior se traduce en un tumulto de sangres que laten y lenguas que se enredan, en ese instante, acaricié todos sus méritos.

Noté los mismos efectos, la misma piel cristalina, el mismo sabor. Era el mismo aire el que compartía, el mismo deseo, la misma saliva, el mismo pellizco de felicidad. Efectivamente, aquel trozo de amor condensado, aquel maravilloso beso artesano, era copia fiel del original.

Lo cual certifico para que conste a los efectos oportunos.

Canción de aniversario

…incómodos de no sentir el peso de los años».
J. Gil de Biedma

Son
extrañamente hermosos todavía,
estos labios de hace ahora tres años
y me parece inédito
el gesto de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.

Hoy sabemos que entonces,
cuando tus veinte años y mi primer abrazo,
empezamos por ser
sobre todo indecisos: la tímida torpeza
de la primera noche
y la dificultad
con que dejar las manos
en el hábito infiel de nuestros vicios.

Ahora
extrañamente hermoso estar aquí,
demasiado a menudo y decididos,
incómodo
de no sentir el peso de los años
aprendiendo contigo la premeditación
y escribiendo en tu piel mi alevosía.

Porque suele haber bancos donde se espera siempre,
aceras que prefieres por costumbre
o líneas de autobús al mediodía.

Y sin embargo tú
reapareces inédita en tu gesto
para decirme hoy
que le conteste al tiempo y sus preguntas
el práctico saber que tienes de mi cuerpo.

(Luís García Montero, Poemas de Tristia, 1982)

La unicidad de las flores

Mi bióloga de cabecera siempre me dice que la cruda realidad es que sólo hay dos clases de flores; tres, como mucho. Por más que me lo explica, yo nunca lo entiendo.

Ella dice que solo hay dos clases de flores: las que se engañan y las que no. Y, si acaso, un tercer grupo de indecisas, que a veces se engañan y a veces no.

También dice que sólo hay dos clases de flores: las que pinchan y las que no. Las que huelen y las que no, las comestibles y las venenosas, las de desierto y las otras, las de alféizar y las de interior.

Que sólo hay dos clases de flores: las que cuentan lo que sienten y las que no.

Nunca lo entiendo. Será que mi lupa no tiene tantos aumentos, que no acostumbro a regalar flores o que soy novato en asuntos de jardín. No entiendo, entonces, para qué tantos viveros, tantas floristerías, tantas macetas en los patios… si sólo hay dos clases de flores: las que uno quisiera encontrarse y las que se encuentra.

A mi modo de ver, que no es el de la cruda realidad, sino un poquito pasada por la sartén, todas las flores, miradas desde lo suficientemente cerca, son únicas.

Que es como decir que todas las flores somos incertificables: copias inexactas y sin original. Aunque nos parezcamos mucho, especialmente, en la derrota.

Sólo hay dos clases de flores: las únicas.

Sé que llego tarde

Perdóname si llego tarde, pero es que todo me llega tarde.

Siempre que acudo, por más prisa que me doy en alcanzarte, cuando te tengo a tiro de beso, tú ya eras tú, ya estabas allí hace tiempo. Y te sigo viendo, pero más adelante.

Es la gran estafa de los adverbios. No puedo salir de aquí, estoy atrapado; allá donde vaya, siempre me llevo. Y tú, sin embargo, por despacio que te muevas, por milimétrico que sea el espacio que nos separa, siempre vives en un allí.

No puedes estarte quieta, lo sé, tu cabeza siempre a la cabeza, atravesando los domingos hacia el lunes, aprovechando el tiempo que no tienes. Y yo despacio, tan quieto, tan callado, tan viernes.

Sé que llego tarde, que siempre me retraso; pero llego y llegar es vencer. Convencerte de que me esperes, no puedo, no sé. Pero llego y al llegar contemplo el sitio en el que estuviste y lo quiero y te quiero y quiero perseguirte otra vez.

Para eso me sirve la utopía, el horizonte, tú. Para llegar tarde, bueno, pero sabiendo a tiempo hacia dónde ir.

Creo que sí, que llego tarde. Lo sé porque yo acabo de empezar un domingo y a ti te veo, ya, allí, en el centro del catorce de un martes, mirando atrás, esperándome.

Te llegaré tarde, ya lo sé y tú lo sabes. Pero te quiero temprano, pronto, ahora, en este acto.

Anillo

Ha perdido su anillo y anda como loco buscándolo. Ha revisado los muebles del cuarto de baño, la mesa de su escritorio, los cajones, todo…

Ha perdido su anillo y aunque no llora como el lagarto, en su cara puede verse el desconsuelo. Ha vaciado y vuelto a llenar todos los bolsillos, ha hecho un examen de todo lo que hizo y se ha dedicado a repetirlo, por si en la memoria de los gestos pudiera encontrar algún rastro que le indique su paradero.

Me ha llevado a desandar mirando en los brillos del suelo todos los pasos que dio mirando al cielo. Se ha encogido en el asiento del coche y se ha hecho un ovillo mientras se apretaba el dedo que ahora le parece desnudo.

No me resulta nada agradable verlo navegar sin rumbo en busca de su anillo, no puedo evitar que me arrastre a una desolación compasiva, porque la tristeza se contagia igual que se contagia la alegría.

Ha perdido su primer anillo a los quince años, no hay consuelo posible para el él que es ahora. Todavía no sabe nada y quizá sea mejor que aún no lo sepa.

Yo tampoco sé nada, ni quiero saberlo. Y sin embargo, al verlo así, al verme como yo era, al recordar el paso de los años, presiento que, tarde o temprano, perdemos todos los anillos que alguna vez hemos tenido en la mano.

Recubrimos algunas cosas, casi sin querer, como sedimento que deja el torrente de la vida, con una fina capa de amor depositado; de ese mismo amor simbólico que nos devuelven las cosas cuando las apretamos en las noches oscuras y dejamos de sentirnos solos.

Todos los días me pierdo en este anillo, alegremente; pero el día que este anillo me pierda a mí, yo también lloraré como lagarto mientras un cielo grande y sin gente monta en su globo a los pájaros.

Los obstinados

«El aire es inmortal. La piedra inerte…»
F. G. Lorca

Al fondo de rincones escondidos
crecen flores ocultas entre hierba.

Hay raíces clavadas a la piedra
que aguardan impertérritas la lluvia.

Al sur del los veranos agostados
se oye la seca espera de los pozos.

Tanta belleza vive, tanto amor…

Bajo la nieve sueñan los caminos
con los días azules del deshielo.

(Irene Sánchez Carrón, Escenas principales de un actor secundario, 2000)

Odio ponerme romántico

Aborrezco volverme sensiblero, trasnochado, y acabar tomando el nombre de la Luna en vano. Me desapruebo cuando embadurno las cosas sencillas con metáforas estrambóticas y cuando sólo me salen palabras empalagosas de los labios.

Detesto descubrirme con la lágrima floja a punto de caramelo, suspirando por cosas que no tienen remedio. Reniego de mí mismo cuando, con la voz afectada y el gesto estreñido, me acerco despacio para susurrarte al oído todas esas palabras antiguas y huecas en las que nunca he creído.

Odio ponerme romántico, entrecortar las frases, trascender a destiempo y terminar hablando siempre de estrellas. Y relamer versos caídos de tu piel mientras observo en tus ojos que me miran del revés, como si de verdad me entendieras.

Porque, entonces, tengo la fea costumbre de hablarte de amor como un hecho consabido. Como si yo supiera lo que no sé, como si alguna vez lo hubiera vivido y pudiera jurar que siempre será cierto todo lo que ahora te digo.

Pero si es que yo no entiendo de eso, yo no sé clavar pupilas azules con mis ojos marrones. Ni puedo ver si titilan las luces del cielo, o si riela la luna sobre olas de plata, si no llevo puestas las gafas. Ni nunca coincidió mi gusto con el de Bécquer; que siempre me pareció que le faltaba ron y le sobraba melaza.

Y, sin embargo, ya ves, esta noche me gustaría saber hacer de todo eso. Entender de cosas sutiles, inventar palabras tiernas que me den sed y dejar que tus labios de miel me la quiten y me la vuelvan a dar otra vez.

Porque esta noche me empuja un no sé qué, una inquietud, un alboroto de mariposas, un agobio de sombras que secuestra los colores y no deja pasar la luz. Un qué sé yo que me inclina, doblando las manecillas, a recordar balcones y a extrañar golondrinas.

Me disgusta mucho ponerme romántico, no puedo soportarlo, lo odio profundamente. Pero, ya ves, algunas noches, de tanto en tanto, no consigo sustraerme a tu encanto, ni a tu ternura, ni a ese brillo enigmático que tiene esta noche la Luna.

Cómo no ser romántico

Cómo no ser romántico y siglo XIX,
no me da pena,
cómo no ser Musset
viéndola esta tarde
tendida casi exangüe,
hablando desde lejos,
lejos de allá del fondo de ella misma,
de cosas leves, suaves, tristes.

Los shorts bien shorts
permiten ver sus detenidos muslos
casi poderosos,
pero su enferma blusa pulmonar
convaleciente
tanto como su cuello—fino—modigliani,
tanto como su piel—margarita—trigo—claro,
Margarita de nuevo (así preciso),
en la chaise longue ocasional tendida
ocasional junto al teléfono,
me devuelven un busto transparente
(nada, no más un poco de cansancio).

Es sábado en la calle, pero en vano.
Ay, cómo amarla de manera
que no se me quebrara
de tan espuma tan soneto y madrigal,
me voy no quiero verla,
de tan Musset y siglo XIX
cómo no ser romántico.

(Nicolás Guillén, La rueda dentada, 1972)

Caravaggio

«No tendrás el alma tan atormentada cuando pasan tantos días sin que escribas», me dice la voz que a ratos se hace conciencia y a ratos sucede por fuera.

Sus palabras me hacen reflexionar, como las que me inquieren sobre tendencias diagnósticas específicas y me disculpan, tras sopesar durante un segundo mi desconocimiento, añadiendo que «es que siempre estás pensando en la poesía».

Cada ciudad tiene sus propios atascos; cada recorrido, sus encrucijadas. Cada semáforo tiene un corazón latiendo en ámbar y parece que cada persona que escribe vierte su tormento con color de noche o de tinta.

«Tú, que en eso has tenido la cabeza más fría», me dicen aquellos dedos de burbujas que nunca me imaginan ardiendo. ¿Me habrás echado de menos?, le pregunto a los fríos del norte. «No iré a no ser que me digas que tienes muchas ganas de verme» y escucho un hilo que se tensa sin romperse, mientras que otro se rompe sin tensarse cuando me advierte que «no nos veremos el sábado, sino el miércoles».

Todo se palpa en el aire, a mi alrededor, mientras atiendo secanos y humedades, tiemblo miedos y risas, barajo dudas mezcladas con certezas y preparo el equipaje hacia los grandes salones de lo estático.

Sigo mi recorrido desde el principio de la oscuridad hasta los bordes del claroscuro. Y porque tengo un ángel en el pensamiento, se me clavan las teclas en los dedos como a San Mateo se le ensucian los pies.

En la espera está mi tormento, no en las letras ni en los silencios. En la espera inventamos todos los tormentos, del mismo modo que en la espera se haya, también, toda nuestra felicidad alumbrando desde dentro.

Para la espera me dejo todos los claroscuros a medio pintar. Entretanto, escribo.

106

No nos mata un momento,
sino la falta de un momento.
No nos mata una sombra,
sino la ausencia aleatoria de una sombra,
perdida probablemente en un declive
de esta insensata eternidad despareja.
No nos mata la falta de la vida,
sino el azar de un claroscuro
que se proyecta sobre una pantalla invisible.
No nos mata morir:
nos mata haber nacido.

(Roberto Juarroz, Séptima poesía vertical, 1982)

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