La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

3. Primavera (Página 6 de 8)

Retroceder la vista

Por rotura, por mi mala cabeza, por no poner las cosas en su sitio y dar vueltas con ellas en donde no deben estar, he tenido que retroceder la vista unos años.

Reconozco esta época, al dedillo, pero me siento raro. No me parezco al que sale en las fotos que engulleron los álbumes del polvo. Todos estaban más jóvenes, excepto yo mismo que ni me veo, todo estaba más joven. Incluso los problemas eran más sencillos o, tal vez suceda que, después de resuelta, la vida parezca menos grave y sus granos de arena hayan dejado de ser aquellas montañas del horizonte.

Aun reconociendo, me cuesta volver. Las tardes aquellas de carretera, el otro duermevela, la misma desolación, pero más chiquitita, sin expandirse. Otra esperanza, supongo; esa no la distingo de la nueva, al menos, en lo que son los entresijos de la emoción contenida. Otra espera, sí, pero es que ahora sé que todas las esperas son la misma.

En aquel tiempo, no hubiera nunca esperado ser este yo que soy ahora. Creo que me he sorprendido a mí mismo. Nadie, ni siquiera yo, hubiera pensado que me iban a ocurrir los cambios que ahora me parecen tan lógicos, tan naturales, tan correlativos.

Espero arreglar pronto el desaguisado porque, si bien no me siento extraño en este lapso antiguo, estoy deseando volver a mi tiempo, a los dilemas que tenía entre manos, a la cotidianidad de mi otra vida que empieza.

Además y, sobre todo, espero volver pronto al presente porque con mis gafas de retroceder la vista no consigo verte por ninguna parte. Y, la verdad, tengo muchas ganas de mirarme en tus ojos de ahora, una vez más.

Los objetos nos acompañan en el viaje y marcan los hitos de una travesía que es conveniente revisar para saber de dónde se viene y hacia dónde se va. Nos acompañan, es inevitable, pero tampoco puedo evitar la sensación de rabia que me produce saber que esos viejos objetos recuerdo, posiblemente, me sobrevivan cuando ya no quede ninguna memoria que les derrame viejas, agridulces, lágrimas imposibles.

A golpe de olvido vamos construyendo el pasado y retroceder la vista es irse mintiendo, cambiar a sepia el color de la vida pasada. Pero como dice la canción, todo tiempo pasado es peor y no hay peor tiempo perdido que el perdido en añorar.

Valor del pasado

Hay algo de inexacto en los recuerdos:
una línea difusa que es de sombra,
de error favorecido.
Y si la vida
en algo está cifrada,
es en esos recuerdos
precisamente desvaídos,
quizás remodelados por el tiempo
con un arte que implica ficción, pues verdadera
no puede ser la vida recordada.

Y sin embargo
a ese engaño debemos lo que al fin
será la vida cierta, y a ese engaño
debemos ya lo mismo que a la vida.

(Felipe Benítez Reyes, Sombras particulares, 1992)

Mirador

Lo decías, quizás no de mí, pero lo decías. Pedías la existencia de un agujerito, un mirador por el que saber lo que va rondando en las cabezas, en algunas cabezas.

Nunca te subestimo, pero aun así siempre me sorprendes. Cada vez que escribo y aparto la vista de la pantalla para revisar notas o ajustar las rimas, noto como una sombra que se mueve por entre los renglones.

Entonces, aunque todo está aparentemente en su sitio, las letras bailan, las palabras se bifurcan en suaves significados, los pensamientos se entrelazan con metáforas que aparecen de improviso.

Los párrafos, dichosos párrafos obtusos, se estremecen ocultando esa sonrisa interior de quien ve venir alguna travesura. Y el texto, así, en general, se ondula gelatinoso alrededor de la idea primitiva que, efectivamente, demuestra no servir más que de ancla.

Y eso que procuro no hablar de nadie sino de todos, que intento describirme a través de las pequeñas cosas indescriptibles que suceden en cualquier parte de la ciudad. Esas pequeñas cosas que no siempre significan lo que parecen, ni siempre parecen significar algo.

Si existiera ese mirador que dices, si es que no lo has encontrado ya y me lo ocultas para que ande tranquilo, si miraras por él en este instante, que es un instante como cualquier otro, me verías solitario, pero no solo. Me verías contento, pero no del todo. Me verías pequeño, como soy, pero estirándome hacia arriba.

Si miraras por él, si es que no has mirado esta tarde —qué curiosidad tengo de saber cómo demonios lo consigues, tan cerca, tan lejos—, si miraras hasta el fondo de mi abismo con la atención que siempre pones en aquello que me ronda la cabeza, no te subestimes nunca, te verías en él.

Desde el otro mirador, desde ese por el que se sabe lo que siente mi corazón ambiguo y deshilachado, desde ese por el que me muestro camuflado entre líneas discontinuas y sonámbulas, quizás verías el mar.

Siempre me sorprendes, aunque nunca te subestimo. Fíjate que ahora, si existiera ese agujero por el que puedes mirarme, no me extrañaría nada que lo hubieses excavado tú, solamente con dos dedos.

Frío como el infierno

Roma, 1995Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
lo mismo
que un oso en una jaula;
marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.
Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
pienso en Pasolini;
coges una naranja con mi mano.
Y esto es Roma.
La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.
Y tú no estás.
Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
leo a Ungaretti,
pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
de repente
alargas una mano,
buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida…
Mientras,
yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

(Benjamín Prado, Todos nosotros, 1998)

Me preguntaste

Me preguntaste que si en eso era en lo que se notaba la edad y que nos vamos haciendo viejos, y estuve de acuerdo.

Que el cuerpo responda lentamente a la tensión de las pieles, que empiecen a aparecer los excesos hechos arruga o estría, que todo duela más mansamente, que venga la acidez de lo perdido. Que tengamos más pasado que futuro y que el tiempo de recordar nos pellizque los planes. O que nos llamen de usted por la calle.

Parece como si todo hubiera ya sucedido, como si aquello que puede marcarnos ya estuviera cicatrizando. Aquel beso, aquella curva, aquel miedo. Aquella chica, aquellos exámenes, aquel pudor, aquel deseo.

Hace tanto tiempo de eso que nos hace reconocernos vivos, que damos por deshecha la chispa, por extinguido el hervor, por amansada la fiera. Como si ya no tuviéramos edad para seguir vivos y coleando.

Recuerdo que cuando viví aquel tiempo, no tenía conciencia de que me estaba cambiando la vida. No parecía que pasara nada especial y, sin embargo, lo recuerdo (y en eso se nota la edad, parece) como un terremoto visceral que removió todos los sueños.

Pero ahora sí sé que vivo en el momento exacto. Sé que lo que me ocurre ahora, que esta brisa en la que estoy inmerso, en no mucho tiempo la recordaré como un vendaval. Y sabré si sólo me alborotó el pelo —¡qué amarga metáfora!— o me arrancó todas las hojas del calendario de cuajo y puso otras en su lugar.

Me preguntaste que si en eso era en lo que se notaba la edad. Pero, después de haberlo pensado un poco, ahora ya no estoy de acuerdo. En lo que se nota el paso del tiempo, no es en los cuerpos, sino en este ir perdiendo la inconsciencia, que era el mejor de todos los regalos que nos dio la vida.

Mejor regalo que los sueños, mejor regalo que la esperanza, mejor incluso, que el regalo del amor.

Recuerda

Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.

(Jaime Gil de Biedma, Volver, 2000)

Raudal

Esa era la palabra. Gran cantidad de cosas que llegan o suceden rápidamente. Una tontería, un crucigrama, un rato muerto entre descarga y ejercicios. Pero esa era la palabra. Un raudal que me sobreviene sin forzamiento, sin fricción, casi sin esperarlo.

Por la palabra, miré el barco tantas veces vacío que ahora andaba lleno. La juventud trae consigo ese regalo impagable de la invasión, cuando ya no queda sitio donde sentarse, cuando no hay rincón donde esconder cuatro renglones esperanzados que estoy escribiendo a hurtadillas.

Al mirar esos recovecos de vida que tengo llenos de tanto en tanto, sé que me he sentido feliz. El sonido de la costumbre cotidiana, el aposento de saber que se juega en campo propio, la calma de tener apetito comunitario.

Las pequeñas cosas que vamos dejando en medio. Los velillos descolocados, el fregadero lleno de risas, los cables abandonados a su catenaria y los cacharros de lucecitas adornando el espacio, como otra clase de árbol de navidad. Las pequeñas cosas que se esturrean, la sorpresa de los gestos cuando no somos conscientes de que nos miran, las señales afectivas que indican que en el ambiente sobrevuela algo más que espacio compartido.

Al fin y al cabo, sólo somos detectives de la alegría, espectadores del entusiasmo que se contagia de aquellos indicios que se encuentran en la cisterna infrautilizada, en el desorden de los muebles cansados de estar en su sitio, en la explosión de anuncios que salta del aparato que sobrelleva la carga de ser el ruido de fondo.

Y por la noche ya en la cama, esa era la palabra, duermevela. Imágenes vertiginosas que no se sabe a donde van, palabras sueltas hilvanadas en el oído, fantasías brillantes sin sentido, hábitos regenerados en la memoria. Un raudal de remolinos sin orden ni convenio, un raudal de sensaciones impregnadas de presente, un raudal de fotogramas alineándose sobre el paisaje de la fugacidad.

Aún me quedan por aquí esparcidas unas briznas de tumulto, una pila cargada de detalles para rumiar y un rato pausado mientras borro las huellas, friego los platos y vuelvo a colocar mi vida en standby. Pero eso no me quitará ni lo bailado, ni las ganas de volver a bailar.

La misma vida, tú, esa es la palabra, siempre como un raudal. O un duermevela.

Proema

A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el
vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte;
el paseo con los ojos cerrados al borde del despeñadero
y la verbena en los jardines submarinos;
la risa que incendia los preceptos y los santos
mandamientos;
el descenso de las palabras paracaídas sobre los
arenales de la página;
la desesperación que se embarca en un barco de
papel y atraviesa,
durante cuarenta noches y cuarenta días, el mar de
la angustia nocturna y el pedregal de la angustia diurna;
la idolatría al yo y la execración al yo y la
disipación del yo;
la degollación de los epítetos, el entierro de los espejos;
la recolección de los pronombres acabados de cortar en el jardín
de Epicuro y en el de Netzahualcoyotl;
el solo de flauta en la terraza de la memoria y el
baile de llamas en la cueva del pensamiento;
las migraciones de miríadas de verbos, alas
y garras, semillas y manos;
los substantivos óseos y llenos de raíces, plantados
en las ondulaciones del lenguaje;
el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído
y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor.

Sílabas, semillas.

(Octavio Paz, Árbol adentro, 1987)

Lujo

Arriba. A la hora exacta, todo en orden. Volvemos a lo de siempre.

Cada costumbre vuelve a repetirse con puntualidad, los mismos actos cotidianos de un día laborable —al estilo Kundera—, que se nos aparece insoportable sobre el horizonte de otro día que es como todos los otros días.

Y entonces uno sueña o recuerda, entre suspiros de desazón, una excursión a París bien acompañado, una mañana de haraganería y solaz o el sudor amable que se destila al arreglar el jardín propio mientras le está reventando la primavera por los bordes.

Pero vivimos tiempos en que los lunes parecen un lujo que no está al alcance de todos. Volver a compartir espacio con unos cuantos bien avenidos en el trabajo, incluso con los otros que no se nos avienen tan bien, relatar las vacaciones embellecidas y aumentadas, hacer cuentas de la lechera para el próximo paréntesis.

Es verdad que también vuelve la ley de los semáforos encabritados, el tumulto de un autobús atestado de gente somnolienta y la prisa por todo lo que tengo hoy que hacer y lo cansado que estoy. También vuelven los jefes, generalmente, a servir de obstáculo habitual, y vuelve el de los chistes tan malos como verdes. Y vuelve la grúa municipal con ese apetito voraz que solo se desahoga con nuestro coche, y no con el de enfrente, que ese sí que estaba molestando, ¡coño!

Pero yo agradezco los lunes. Un poco por el lujo que contienen, un poco por esos quienes los habitan y los hacen habitables, un poco por mí y por la levedad de mi vida. Agradezco los lunes por todo eso.

Pero gustarme, lo que se dice gustarme, sólo hay una cosa del lunes que me gusta. Y es un lujo, aunque sólo me dure un instante.

Lunes

Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito….Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.

Tú y yo en este lugar, en esta zona
de luz apenas, entre la oficina
y la noche que viene, no sabemos.
O quizá, simplemente, estamos fatigados.

(Jaime Gil de Biedma)

Aunque sea un instante

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.
Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
—invocando un pasado que jamás existió para
creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse

(Jaime Gil de Biedma)

Por cierto, ahora llueve

He probado a perderte

y no me ha gustado nada

el sabor que me dejó en los labios el silencio

aquel de mi sombra cuando huía

de tus propios pasos.

Sin un recuento de miradas,

sin poder abrazar tus palabras contra mi pecho,

la luz ya no es la misma, se ha hecho

mucho más tenue,

como una algarabía que se oye lejana

por entre esta tarde gris y urbana

que avanza desnuda hacia la noche.

Para que todo cambie,

hace falta cantar un agua que lave

la tez marchita de los desiertos

en los que anduve perdido de tanto perderte,

que desencoja los hombros y los hombres,

que ría burbujas y despliegue

ese olor difuso que mantiene vivas y viscosas

las cosas sin nombre

cuando van resbalando por tus manos

hacia quién sabe dónde,

estrujando el tiempo que nada cambia,

en el que, por cierto, ahora llueve

y a ti ya sabes que siempre

te trajo la lluvia.

Collage

Ligeras cruzan las edades, hay quien las cuenta en días,
y a través de su lluvia y su ceniza
cada vez más difícil resulta el resistirse
al perezoso vivir animal de la costumbre.
No sé por qué los versos que ahora escribo
parecen versos clásicos, y total para decir
que si después de tanto tiempo aún hoy
aprieto tu recuerdo entiendo que
estoy condenado
a naufragar todos los días
con la vejez que da el saber
que aunque me he equivocado en todo
esto es algo que especialmente he hecho
en lo que más quería.

(Santiago Montobbio, Ética confirmada, 1990)

Et labora

Guardar memoria de lo que para otra persona
nunca fue recuerdo, creer haber hundido un rostro
y al volver de una mañana darse cuenta
de que sigue inundando nuestro adentro;
aventurarse ingenuo en las piruetas
por fingir que puede desterrarse
la espantosa verdad de los sonidos
u otra vez descubrir, en el envés del tiempo,
que todo lo que pude ser tan sólo era
ser contigo:
estos son
los trabajos del amor, aquel extraño mar
que vivir nos fue haciendo lejanísimo.

(Santiago Montobbio, Ética confirmada, 1990)

Acierto

Si en aquella noche de agosto no hubiese disparado tantas teclas al aire, no sé si ahora yo sería más feliz, más rico, más prudente. No sé si ahora sería menos nocturno, menos reflexivo, menos tonto.

Ni yo lo sé, ni puede saberse. Ella me ha dicho que no comprende cómo es que el tipo ese que pasaba por la acera, fue su pareja durante nueve años. Que no entiende cómo pudo abandonarse a aquella pasión tumultuosa que le llevó hacia el hombre de su vida.

Es imposible rebobinar la historia. Porque aquellos dos amantes, eran otros. Otro él y otra ella, vivían en otro mundo, en otro doblez de la vida, en otra cotidianidad. Si hubiesen decidido seguir adelante… ¿serían mejores, más famosos, más cautos? Ni yo lo sé, ni ellos los saben. Ni puede saberse.

Hay quien dice «me equivoqué» como quien recita la penitencia de un antiguo pecado. Pero no puede saberse porque un sólo efecto siempre tiene muchas causas, y no todas conocibles. Si quitamos la pieza de dominó que hay en mitad de la fila… ¿caerá la última? No puede saberse; a veces, la tierra tiembla sin que nadie sepa cuando ni por qué.

No se puede saber cuando hay error ni cuando hay acierto. Solo nos queda la impresión, una impresión fugaz y subjetiva de creer que vamos bien por donde vamos.

Una impresión basada en sensaciones propias, que pueden ser muy sutiles y casi siempre inexplicables. Como inexplicable es lo que noto cuando me abrazas: esa sensación de estar completo, como si no me sobrara nada, como si no pudiera haber nada que me falte.

Fíjate que, en ese preciso instante que sólo dura unos segundos —es difícil de creer, ya lo sé—, ni siquiera me falta tiempo. ¿Cómo no voy a estar contento entonces?

Y sin embargo, puede que me equivoque. Pero nunca lo sabremos.

Una historia

Ella le conoció
mientras tocaba al piano
una pieza olvidada.
Se miraron de lejos
y empezaron a hablar
sobre el vaivén del tiempo.

Ambos iban en busca
de alguna libertad:
ella ansiaba hace mucho
complementarse en él
y él deseaba con ella
fundirse solo en uno.

Rieron como locos
y así fue como amaron:
con la misma locura
con que se han olvidado.

(Javier Bozalongo, Líquida Nostalgia, 2001)

Si no viene

Cada noche guardo la media luz dentro de las velas y enciendo la nostalgia, apenas sin esfuerzo, porque arde muy bien en el silencio de una casa vacía.

Cierro las persianas como amuleto contra el vendaval que surge de la memoria, para que la brisa de los recuerdos no acelere los labios del conjuro hacia palabras sin retorno. Para que el remolino del olvido no nos despeine el corazón a sangre fría.

Pongo música porque sé que le gusta, para envolver en papel de regalo de tres en tres los minutos y amordazar con las líneas del pentagrama al reloj de la mesilla.

Entonces dibujo un nombre en todas los idiomas que conozco, calco versos con esos ojos míos, pequeños y juntos, que tanto miran y, sin embargo, ven muy poco. Tan poco que se me cierran mis ojos recién nacidos en la espera de lo frágil que tarda en llegar.

Respiro despacio para no espantar los augurios, afilo con mucho cuidado los bordes del pensamiento y dejo caer, lánguidos como tallos cortados de una flor de trapo, mis dedos sobre los muslos que tengo a mano.

¿Y si no viene? Si no viene Ella, si tiene otros encargos más urgentes, si está cansada de tanto abril, si no sabe guarecerse entre los pliegues de mis sábanas como cuando se queda a dormir entre mis renglones, no importa, no pasa nada.

A veces ocurre y son largas las temporadas en que no viene. Mañana, todos los mañanas, la esperaré otra vez como espero la utopía, como espero el horizonte, como te espero porvenir.

Entretanto, voy a ir destejiendo las horas hasta hacerlas polvo de prosa que me tape las noches en que no viene. Y por si acaso, para que no pierda el camino, me dedico a dejarle señales escritas en este, a veces solitario y terrible, mapa de papel.

Una noche vendrá. Y esa noche será La Noche. Y esa memoria será la de otra vida.

Iii gacela del amor desesperado

La noche no quiere venir
para que tú no vengas
ni yo pueda ir.

Pero yo iré
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.

El día no quiere venir
para que tú no vengas
ni yo pueda ir.

Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.

Ni la noche ni el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.

(Federico García Lorca, Diván del Tamarit, 1931—34)

Último fotograma

La tarde está tendida en el sofá. Como en un letargo de persianas que se entornan pálidamente, el tiempo de la realidad se queda mirándome con expresión dura.

Sólo me deja ir sintiendo esta soledad que me envuelve entre dos sombras y a la que me voy acostumbrando poco a poco, como se acostumbran los ojos del actor a que se apaguen los focos del escenario, a este hábito de llevarse a casa un último fotograma de otra tarde también tendida, cuando las persianas se entornaron dulces y el tiempo te tapo los ojos.

La tarde muere tendida en el sofá mientras la noche se prepara para caer, rendida y solitaria, filtrándose por entre antiguos fotogramas de esa película sobre la que tantas veces hemos hablado desde estas bambalinas de la vida, que ahora me parece mentira que nunca la hayamos visto juntos y abrazados.

La perspectiva miente

Esta tarde me aburro
como un guardagujas
en una vía muerta, y el verano parece
el inútil sofoco de una dama anticuada.
Por buscarle a este tiempo alguna luz
he pensado en los días de otro agosto
que en la memoria brillan como un faro:
ese agosto en que un niño fue feliz.
O lo imagina al menos este hombre
que es ahora aquel niño,
porque ha comprendido que esa luz
no le llega de entonces, y que es el recuerdo
quien la pone en escena cuando los años pasan.
Mi memoria se esfuerza
por volver a aquel tiempo y serle fiel,
y esa misma película, que hace sólo un segundo
rebosaba de brillo y de color,
ahora pasa en mi mente con la escasa
y temblorosa luz con la que fue rodada:

En un pueblo pequeño, bajo el cielo
inexplicable y alto de los viejos veranos,
unos niños se aburren: ese mundo,
con horarios de vuelta y prohibiciones,
les parece pequeño. Para matar las horas
se esconden de sus padres, fuman, dicen
que fumar a escondidas ya les cansa,
que están hartos del pueblo, de sus padres,
de esperar que la vida, la verdadera vida,
comience.

Sí, en aquellas escenas
todo fue en blanco y negro, y es ahora el recuerdo
—experto en adornar viejas películas—
el que al darles color y darles brillo
me devuelve tan bellas sus imágenes.
La experiencia me enseña que estas tardes de tedio,
cuando olvide sus sombras
atrapado en las sombras de otras tardes
todavía más negras, quedarán registradas
como un tiempo de luz en mi recuerdo,
y sabrán consolarme en las horas oscuras.
Debe haber cierta luz en las tardes de ahora,
la experiencia lo enseña.
Lo que no nos enseña la maldita experiencia
es en dónde se esconde, de qué modo gozarla en el presente,
ni por qué cruel torpeza cualquier tiempo que luego
brillará como un sol en la memoria
tenemos que vivirlo a la luz de una vela.

(Vicente Gallego, La plata de los días, 1966)

Stand by

Tengo los días repletos de vísceras, las noches encaramadas a los sueños y al desvelo. Y el desvelo —¡qué contarte que no te haya contado ya!— embebido en el deseo.

Las horas suceden inocuas, amables, pero sin sustancia. Los minutos alternan su duración entre instantes que corren que se las pelan y largas tardes de espera asomado al humo del cráter del volcán.

De entre las voces que me llegan, sólo una me saca del letargo. Ninguna de las manos que me tocan es tuya. Todos los ojos que me miran parpadean sin verme.

Luego está el asunto de las letras que no vienen, la tensión que no baja, los meses que nunca se me acaban antes que el sueldo, el supermercado que me llama desde la puerta del frigorífico cada vez con más frecuencia.

Para colmo, las gafas de verlo todo distinto son de sol y su efecto se enfría con las noches. De fumar en pijama a deshoras bajo el porche, tengo la tos agarrada a las frases de amor que nadie me dice. Y tiene narices lo descuidados que tengo el patio y las uñas de los pies.

Consumo en espera, stand by que se dice, como un aparato olvidado en el salón de otra vida en la que no se vive. Con la lucecita roja y la pantalla oscura, pero encendido, esperando el dedo que pulse el botón con el que el corazón empieza a ejecutar los sonidos de la duda que viste de mayo el final de cada abril.

Yo me estoy consumiendo en espera, ando en stand by. Y fíjate que lo que yo quisiera es que tú estuvieras stand by me.

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