La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

1. Hospital (Página 6 de 7)

Está nevando en domingo

Porque el cielo se deshace en copos que caen bailando sobre la tierra como se deshacen los sueños que un día rellenaron las nubes, nos abrigamos de historias y braseros que nos alienten hacia la rosa, nos refugiamos dentro de las botas que nunca nos ayudaron a levantar el vuelo.

Porque nieva en domingo y el lunes tiembla de incertidumbre en el calendario y las manos sacan de los bolsillos pañuelos arrugados como quien recuerda antiguas fiebres desperdiciadas.

Porque el frío nos parte la memoria, olvidamos las alergias, el sudor de las otras manos que tuvimos entre las nuestras, las canciones aquellas que nos desnudaban en otra carne más remota.

Porque quizás los coches patinen si cambian la trayectoria, porque puede que haya que abrazar las cadenas que nos sujetan al pasado, porque miedo multiplicado por frío es mucho más miedo que vergüenza, quiero recordarte que no habrá invierno que pueda detener la primavera.

Despertar

Ese hombre que camina
con las manos sujetas a la espalda,
nos saluda al pasar, comprueba su reloj,
acude a su quehacer sin preguntarse
si va en su dirección y en su sentido.
No sabe que a su espalda se libra una batalla,
que su mano derecha
aferra sin piedad a la otra mano,
la retiene a su antojo por la fuerza,
prisionera, infeliz, sin voluntad.
Si un buen día la mano sometida
se niega a cooperar y en un descuido
reduce a su adversaria, se hace fuerte,
toma la iniciativa, arrebatando
el rumbo de los pasos, ya se atreve
a estrenar una vida renovada?
¿qué será de ese hombre inofensivo
cuando empiece a arrojarse a la aventura,
a derrochar las suelas y el impulso,
abandonándose al azar
del encuentro feliz, recolectando
a su paso semillas y canciones?

(Eduardo García, La vida nueva, 2008)

Plan

Tendremos que vernos de otro modo, mirarnos en el agua de otro espejo, bailar la música de dentro antes que la de afuera, dejar de esperar en los andenes.

Tendremos que escucharnos más lentamente, respirar más hondo, salir a la calle que pasa por la puerta y dejar que nos lluevan y nos deslumbren otros cielos.

Tendremos que ir pidiendo al camarero que nos prepare otra ración de locura sinuosa para tomárnosla fría, como venganza contra este tiempo de tormentas y aguaceros.

Tendremos, en fin, que dejar de dibujar interiores y seguir poniendo ladrillos en hilera a las paredes de nuestra casa. Y abrir las ventanas para que resuene el eco del canto con que nuestros pájaros bendecirán alguna primavera.

Para no renunciar al entusiasmo

Soñar despiertos siempre
para que los insectos de la herrumbre nos permitan tejer sin telarañas
para ser el hervor la levadura
y no el cemento gris que repta por los muros
pan crujiente en el horno del sol del mediodía fruta madura vértigo
y nunca más sedientos de imposible
reconocernos en el barro de un parabrisas sucio
soñar despiertos siempre
olvidar el autobús cautivo de su ruta el maquinal semáforo los maniquíes ciegos
abandonar el dique seco de los formularios la astucia del burócrata destilando en la tinta su cianuro
dar la espalda sin miedo a cuanto esperan de nosotros aquellos que veneran dos tristes palmos de suelo bajo sus pies
porque es vasta la tierra y a nadie pertenece su clamor
como nadie puede calcular la trayectoria de una grieta en un témpano de hielo
pero ahí está
desafiando la maquinaria de los astros
fiel a su andadura irregular a la belleza
de lo que niega toda simetría soñar
como rasga el torrente la maleza felino por instinto
despreciando
la fría servidumbre de los surtidores el agua encadenada a geometría
soñar despiertos siempre
para no obedecer la ley del amo las consignas
de los ventrílocuos feroces acudir
al futuro que llama a nuestra puerta pidiendo realidad
porque podemos esculpir la vida verdadera
escuchar la llamada de los sueños para rendir la piedra a nuestro afán
abrir surco en las calles sembrándolas de estrellas y de pájaros
de alamedas de cisnes regueros de palomas corrientes submarinas
una extensión de labios que sonríen de juncos que se mecen de amazonas
soñar despiertos siempre
para no renunciar al entusiasmo
y que el hombre no olvide su vocación de nube el súbito
resplandor incendiando su mirada
alfarero del mundo comadrona
que asiste al parto de sus propios sueños.

(Eduardo García, La vida nueva, 2008)

Cierra paréntesis

Cierra paréntesis. Acaba el tiempo de ausencia.

Cuando no hay más que palabras, el silencio es una espina que se clava muy adentro.

La vida parece seguir.

Allá, afuera de mí, los relojes no se detienen, el cielo cambia de color y, a ratos, hace sol, o llueve.

Otras voces intentan interrumpir este silencio, otros silencios se esfuerzan en arrancarme éste. Silencios de música o de agua hirviendo, silencios de cristal meciendo el hielo, silencios de una casa llena de gente o de una tienda al rojo vivo.

La vida parece seguir, y yo me resisto hasta que el calendario se apiada de mí y me acerca a la palabra. La vida parecerá seguir, como la frase a medias que interrumpe un suspiro.

Cierra paréntesis. Punto y seguido. Nos sigue quedando un hoy que vivir para llegar a mañana.

Las cosas han cambiado

Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.
Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.
Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.
En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrenas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.
Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.
De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.
Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.
Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
ni deseos más puros,
ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996)

La vida sigue

La vida sigue. Alegre o triste, sola o con leche, con dolor de cabeza o con el regusto que queda de un beso en los labios, la vida sigue.

Cuanto más sencillo es cerrar los ojos en unos brazos, más duro se hace despegarse de ellos. Queda el recuerdo de un calor equivalente al propio, la sensación de dos cuerpos apretándose uno contra otro, el aroma de una piel que se prestó al tacto de nuestras manos.

Se va perdiendo en el paso de las horas la humedad de los labios contiguos, el recorrido de aquella otra lengua de pertenencia indistinguible, la dureza de los vértices que se conmovieron cuando comenzaba el incendio.

Con la dulzura de las sensaciones que permanecen, con el amargor de las que uno no puede retener por más tiempo en la química, con la ausencia salvaje o controlada, la vida sigue.

De una semana hasta la siguiente, la vida sigue. Los días se rellenan con tareas que poco restañan lo perdido, con momentos que apenas permiten recobrar la locura, con las caras de siempre y con las mismas palabras consabidas.

La vida sigue, como sin gana, como en una permanente espera. Quizás un roce, una conversación, el color de una prenda o ese aroma que envuelve al mundo cuando te acercas, rompe la espera y te rellena el depósito para seguir con el viaje.

Juntos o separados, de colores o grises, risueños o tristes, la vida sigue. La verdad, a veces, es terrible.

Tan terrible que, esas veces, de alguna manera, uno desea que sea una verdad que expire y pueda cambiarse por una mentira. Y que la vida no siga y nos espere.

De autobuses y móviles

Nada se sabe de la suerte. Yo volvía, después de aparcar el coche allende los descampados, yo volvía de pésimo humor.

El día empezó temprano y se fue torciendo con cada tornillo, se me fue clavando con cada puntilla, se me fue alejando en cada kilómetro.

Yo volvía —nadie sabe nada de la suerte—, yo volvía cuando al meter la mano en el bolsillo, eché en falta el móvil. «¡Me lo he dejado en el coche! ¡mierda!», pensé al percatarme de que me tocaba repetir la caminata.

El día se fue haciendo más oscuro conforme avanzaba la noche y yo volvía sin saber nada de la suerte. Volvía de mal talante, enfadado y cansado, sudoroso e incómodo.

Ella, en cambio, simplemente estaba. En la parada del autobús, hablando por teléfono. Cuando el autobús abrió la puerta subió indolentemente sin dejar el teléfono.

Entonces, cuando menos sabía yo de la suerte, un chico joven apartó su coche, salió a la carrera y, poniéndose delante del autobús para que no pudiera irse, empezó a llamar a la chica entre sollozos.

—Pero que haces Mari… ¿por qué te vas?… Ya la tenemos otra vez… ¡Bájate, por favor!… No me dejes… No puedo vivir sin ti…

Ella no dejaba el teléfono, miraba para otra parte y el conductor del autobús hizo uso de su claxon para aumentar la tensión de la escena.

El chico, después de dos angustiosos minutos de rogativas y pitidos, se dio por vencido y se apartó muy lentamente. El autobús partió con un chirrido y el coche no tardó mucho en desaparecer.

El móvil estaba en el coche —no sé nada de la suerte—, pero yo volvía. Volvía de nuevo pensando que nadie sabe nada de la suerte, que no sabemos en que autobús nos tocará montarnos o quedarnos en tierra.

Yo volvía de un día malo, después del cansancio y de anular una cita festiva, cargado desde la lejanía con herramientas y mala memoria.

Volvía pensando —no se sabe nada de la suerte— en el número que tendrá mi autobús y en el frío que azotará la parada. Y volvía pensando si estaré dentro, hablando por teléfono, o fuera, derramando lágrimas.

Volvía yo en mis pensamientos, nada se sabe de la suerte, cuando el móvil sonó en mi bolsillo. Pero no, no había a la vista ningún autobús…

Días inversos

Por los pies de la mañana me muevo hacia el derribo. Horas que no conocía me conducen por un camino distinto y desangelado.

Las rodillas se le inflaman al día, los muslos desaparecen entre las sillas escribiendo un anecdotario y el sexo de las palabras se divierte con juegos de mesa.

El estómago del mediodía me digiere lentamente, me pesa, se resiste a la ingravidez, se anuda en el silencio y se llena de nada.

El pecho de la tarde atraviesa el sopor, se entrecruza con las manos, como en actitud de espera impasible o de desesperación calculada.

Por el cuello de botella anochecen las ganas, el tumulto de los coches que aparcan en doble fila gana el trago y me aprieta la corbata de la ducha fría y sus alfileres.

La boca de la noche se abre y se cierra sobre las ventanas cansadas, el aire que entra es respiración pero asfixia, bares que gritan con bombonas de miedo le taponan la nariz al horizonte.

Los ojos de la cama se cierran a un sueño despierto, liviano, inquieto de palabras. La frente de la almohada suda por entre las sábanas el agotamiento de los tiempos.

Ahora los días me vienen boca abajo y, cuando al final me duermo rozando las orejas de los sueños y el cabello de un naufragio, sé que mañana volverá a amanecerme por los pies.

Los días inversos no tienen labios, ni lengua, ni manos, ni nada que ganar o que perder.

Porque los ojos

Porque los ojos los ensucia el tiempo
apenas reconoces la luz
de la mañana. Pero a tu puerta
insiste
la terca claridad.

Como perro
que sabe

que lo que fuera amor
no entiende olvido.

(Ada Salas, El lugar de la Derrota, 2003)

Y para qué esta herida

Y para qué esta herida

esta abertura umbilical
por donde entra y sale
la claridad del mundo

si no me quedan nombres
ya

de tanta transparencia.

(Ada Salas, El lugar de la Derrota, 2003)

El infinito se tuerce a la derecha

Allí estaba yo, sentado frente al infinito. Desgraciadamente no había ningún otro cliente y no pude echarle un vistazo al interviú.

Puede ver como infinitas veces, infinitos barberos me recortaban el pelo con infinitas tijeras. Todo era infinito, menos mi pelo, que va escaseando conforme la frente avanza.

Pero, al fijarme en la sensación infinita de los dos grandes espejos enfrentados, no pudo menos que sorprenderme la curva que realizaban las imágenes reflejadas. «El infinito se tuerce a la derecha», pensé.

Porque todo cambia y es difícil seguir recto, siempre recto. Todas las cosas se acaban torciendo. El infinito también.

Pero uno no se da cuenta sino al final, cuando volver a la trayectoria original es, si no imposible, completamente inútil.

Entretanto, parecemos seguir como siempre, caminando hacia el infinito de los espejos. Y más allá.

Digo esto pensando en que hay trayectorias que parece que nunca se encuentran pero, alguna vez, dejarán de ser paralelas. Por si acaso, recuerda que el infinito se tuerce a la derecha, al menos, cuando me corto el pelo.

Tengo un termómetro en los labios

La primera vez, se le pusieron los ojos vidriosos, se le entornaron los párpados como en un agosto de persianas a la hora de la paz. Tenía algún dolor fruncido en el ceño y un hilo de voz débil y lejano. Me acerqué lentamente y le puse en la frente mis labios, para probar el sabor de la fiebre.

Adoro ese gesto que hace. Ese embeberse en sus propias sienes, ese último paso con los ojos cerrados mientras me pierde el horizonte entre su pelo. La sensación tibia, como melancólica, de la piel convertida en pétalo; y la incertidumbre de si tal vez arderán flores en mi boca. Tenía fiebre, lo supe, porque tengo un termómetro en los labios.

También el último encuentro tuvo el vidrio de los ojos y la media asta de los párpados. Otro dolor dibujado en la voz y su ceño débil y lejano. También me acerqué lentamente para probar, esta vez, la calentura de sus labios.

Adoro ese gesto que hace, respirar suavemente y entreabrir el alma, bajar la mirada y enroscarla en mí. Salir de su escondrijo de piel y volcarse quince grados a estribor antes de arriar los párpados como bandera. Adoro, entonces, la incertidumbre de si tal vez andará húmeda la mariposa con que ella bate sus alas en mi boca.

Pero esta vez, noté en su corazón la temperatura a la que el cielo se escapa de entre los dedos. Y es que tengo un termómetro en los labios.

La poesía es un arma cargada de mercurio

A Amparitxu, a Gabriel.

Yo sé que es vida esto que se mueve
entre estas venas rotas y cansadas.
No hay célula que tienda a resistirse.
No quiero ser inmune a nadie, a nada.

Yo sé, porque me duele cuando escribo,
que Amparitxu se acuerda de Celaya.
La poesía es un arma cargada de mercurio,
a casi todo el mundo se le escapa.
Y no sé por qué insisto en estos tiempos,
se nos van los poetas en silencio,
y luego el homenaje—navajada.

Hago trenzas de versos, me despeino.
Cuando se hace un milagro hay que dar caña.
Yo sé que es vida esto que se mueve
entre estas venas rotas y cansadas.
La poesía es un arma cargada de mercurio,
—hay una minoría que la atrapa—.
Los demás que se apañen con la nómina,
con el vídeo, la coca, o la esperanza.

(Belén Reyes)

Inventar el silencio

En el universo no existe el silencio.

Los telescopios electromagnéticos, que siempre están auscultando el infinito, lo saben perfectamente. Aún escuchan ecos del lejanísimo Big Bang, explosiones de supernovas en galaxias inimaginables y el roce de las órbitas de los astros contra sus lunas. El silencio es, entonces, un «ruido de fondo».

Para distinguir aquello que realmente importa, en los observatorios se utilizan programas informáticos que eliminan ese «ruido de fondo» en los datos observados, de modo que los mensajes incomprensibles del tiempo y del espacio se perciben con mayor nitidez.

Pero este ruido de fondo varía, no es el mismo siempre. Retirarlo en tiempo real ocuparía una capacidad de procesamiento que haría imposible analizar las ondas recibidas que verdaderamente importan. Así que lo que hacen es que «se lo inventan». Efectivamente, analizan varias secuencias a lo largo de periodos y, con procedimientos estadísticos, encuentran patrones electromagnéticos a los que denominan «silencio».

Cada 1000 días los telescopios se apagan durante unos instantes, para barrer las memorias electromagnéticas de sus sensores. Y al encenderlos de nuevo, se procede a «remuestrear el silencio», a encontrar los patrones irrelevantes. Y ese ruido, el nuevo silencio, distinto al anterior, es el anticipo de lo que no va a importarle a los telescopios en los siguientes dos años y pico.

Nuestro ruido de fondo varía siempre. De tanto en tanto hay que remuestrearlo y encontrar aquello que ya no va importarnos. Se trata de inventarnos un nuevo silencio, y romperlo para hablar.

En el universo no existe el silencio. Entre nosotros, tampoco.

Nana para conciliar el insomnio

Vuelvo del frío

y la casa es un buzón apaisado

que se cierra a mis espaldas,

que me traga del mismo modo indiferente

con que engulle cartas de amor

o facturas del supermercado.

La geografía de la cocina se irrita a mi paso,

las ollas y su memoria nunca me coinciden

en el mismo mueble; los imanes

han cambiado la fila de productos que faltan

por una hilera de las nadas que tengo.

Me asomo a los números con memoria

que me interrogan con voces sin nombre

y parpadeos de ausencia prevista.

La agonía interior de las macetas

se obceca lentamente

en su verde suicidio de oscuridad y desierto.

La ropa sucia confabula

abarrotada en el cesto, murmurando quejas,

oliendo a la nostalgia

de un cuerpo al que aferrarse.

Cuando las ventanas producen la noche

achicando sus ojos de vaho y paisaje

y el espejo me lanza a la cara

su barba salvaje de tres días,

sé que ha llegado al andén

ese intruso que llevo puesto en el cuerpo

y que siempre se deja mi cabeza en otra parte.

Desde las escaleras que se empecinan

en llevarme al mismo sitio desolado,

encuentro en las puertas un leve temblor

de estación abandonada, como el eco

de una oficina vacía que se muere de pasos;

la cama se abre como un aparcamiento de pieles

que se arrugan en las sábanas

mientras afuera sucede con estruendo

la nana del camión de la basura.

Una noche te dije…

—Una noche te dije: —Quien no tiene secretos
nunca tendrá piedad.
Llovía, pero abriste una ventana.
La tormenta era azul dentro del bosque.
La mancha roja de las rosas
se extendía
por el corazón de los jardines.
y el mundo era un mundo de otra época:
como la vez que estábamos en una casa abandonada
viendo un incendio antiguo.

(Benjamín Prado, Asuntos personales, 1991)

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