Y, sin embargo, a pesar de su longitud y de su anchura, todas las ausencias son breves. Todas encuentran asiento de ventanilla por donde asomarse, todas siguen ocupando tiempo y espacio en el corazón.
En todas tenemos emisario dispuesto a traer noticias y en todas hay sitio donde apostarse para disfrutar de las luces y los olores que descubrimos guardados en una esquina.
De lo enjuto de las ausencias, de lo reseco que uno se queda, el trago peor, aunque lo parece, no es la despedida. Sino la rabia, el golpe, el temblor y la ira de saber que, mañana mismo, sin haber despertado de la pesadilla, tendremos a mano la certeza de que hay muchas otras ausencias a la vista.
Pero
¿sabes?
Todas las ausencias son breves, todas se convierten en instantes que se traga el vértigo de la vida. Por eso ahora —y siempre— lo más importante, lo que no admite espera, es que me levante, que te levantes conmigo, y que sigamos, entre ausencias, defendiendo la alegría.
Porque aquellos que nos dejan, no nos dejan, sólo se nos adelantan en llegar a la meta. Y se quedan permanentes, invisibles, dentro de lo que somos y de lo que hemos sido, mientras juegan con nosotros al escondite de los recuerdos por entre las habitaciones de la memoria.
Nos queda una deuda pendiente que saldar con ellos, un compromiso ineludible que contrajimos al quererlos: que aunque puede ocurrir que la vida no sea mejor que esto, estamos obligados a empeñarnos en que lo sea.
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Es muy madura para su edad, por eso me ha sorprendido verla llorar tan desconsoladamente. No podía hablar, tan solo asentía lánguidamente a todo lo que le decía cuando, cogida en mi regazo, le preguntaba que qué era lo que le dolía.
Hasta que, quizás un recuerdo perdido, quizás una lágrima más alta que otra, despegó los labios para decir entre sollozos: «quiero irme con mi mamá».
Cualquier otro día sólo hubieran sido gajes del oficio, marañas de niebla que se espantan con una llamada. Pero hoy —¡qué extraño es este noviembre frío y descarnado!— su tristeza me ha dejado helado y para entrar en calor he necesitado rebuscar en la memoria el juego de luces de una chimenea.
DEFENDER LA ALEGRÍA
Él siempre le hace caso, por lo menos lo intenta. Lo que le dice siempre tiene sentido, él siempre se lo encuentra, y lo procura.
Cuando le dijo: «No te instales en la tristeza, oblígate a pasarlo bien. Con lo que puedas, con lo que quieras, y con lo que te dejen», él extendió la agenda, dejó caer al suelo el peso que llevaba y empezó a rellenarla con películas, charlas, alcohol, música y magia.
Y sí, es verdad que así el tiempo pasa más deprisa, que uno se olvida de lo estrecho que deja el corazón un suspiro contenido, de la anchura que sucede a una risa fosforescente o al ritmo de una canción. Pero, más tarde, cuando las luces de la sala se encienden, cuando se oye el motor del coche arrancando, cuando el hielo deja de sonar en la copa, todo vuelve a ser como era, inexorablemente.
Él siempre le hace caso, lo intenta con mucho interés. Aunque no siempre le funciona, pero lo intenta a golpe de agenda y de memoria, a golpe de no darse cuenta de los quienes ni de los dondes, como si así se pudiera modificar la historia.
Lo último que le dijo lo lleva grabado en la retina: «Busca la alegría. Defiéndela, mi vida». Y lo intenta, lo intenta todo lo que sabe.
«Pero, mi vida», le dice en sueños justo antes de acostarse, «es que es muy difícil defenderla sin ti».