La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

5. Mudanza (Página 2 de 6)

Leerte siempre es abril (I)

Me acabo de enterar que a Alicia Choin le han ofrecido publicar sus poemas. No me sorprende en absoluto, lo raro es que no se lo haya planteado mucho antes. Y ella dice que no lo tiene claro, que no sabe qué hacer.

Pues esto es lo que sabe hacer…

A ciencia cierta

No me avergüenza decir que mido el tiempo en besos.
Tus labios son el reloj que avanza al ritmo que marca la lengua.
Amanece con tu mirada y cae la noche cuando te vas.
Son las leyes de mi ciencia. Tan cierta
como que el universo ya no es infinito y se limita a tú y yo.
Y no hay más atmósfera que la que envuelve nuestro deseo.

¿Sabes? A veces pierdo la noción. Y no sé, ni me importa,
si afuera es primavera, verano, otoño o invierno.
Solo llueve de tu boca y florecen girasoles en mi pecho.
No hay más pájaros que las manos que revolotean mi piel,
ni otro deshielo que no sea el del susurro de tu voz.
Me parece escuchar a los demás debajo del agua,
como si nuestro mundo fuera ajeno.

Y, cuando te entregas, te espero con la ilusión
de la adolescente que espera su primera carta,
cuando todavía se escribían cartas,
y acudo con la llave de los besos a abrir
lo que me deja el azar vestido de mensajero.

Y así pasan mis días. Intentando saltarme
la página en blanco de las horas con un compás,
como aquel con el que hacíamos círculos aburridos
en el papel de una clase que sabía a vacío.
Merece la pena. Luego te veré al dorso,
y haré garabatos en tu espalda,
aunque sea con letra pequeña y tan solo un instante
para no dejar huella.

Da igual que fuera haga frío o calor, que nieve o truene.
Ya te digo que mi tiempo cae en forma de besos.
Será por eso que siempre es abril cuando estoy contigo.

(Alicia Choin)

Leerte siempre es abril (y II)

Todo el mundo se lo dice de diferentes modos, cada cual a su manera: no pierdas la ocasión, danos el gusto y publica. Estamos esperando ver tus poemas en un libro. Yo también te lo digo, también a mi manera…

LEERTE SIEMPRE ES ABRIL

A Alicia Choin, con toda mi envidia.

Me pregunto cómo fluye la sangre

debajo de tu piel cuando te leo,

de dónde burbujean los versos

que se te escapan de las manos,

cómo es que consigues huir

hacia la gran pregunta del deseo

para responderla entornada,

cerrarnos los ojos y abrirnos el sueño.

Me pregunto cómo miras tan desde dentro

que consigues salir tan afuera,

cómo mueves los dedos cuando incendias

los renglones con humedad en llamas,

qué parte del otro lado de las palabras

dejas aterida en el silencio.

Me pregunto cómo tiembla el papel

por debajo de tus versos

cuando lo estiras hacia esas mariposas

—que no saben aletear en el desierto—

pero que a ti te vuelan más allá.

Me pregunto por qué te escondes

si leerte siempre es abril, perder

la noción y los pájaros, descifrar una rosa

en la frialdad del desierto

y amar en círculos.

Me pregunto por qué nos ignoras,

por qué no te derramas en un libro

para que podamos creer en el espejismo,

sentir el tumulto de que nos miras,

medir el tiempo en tus versos

y página a página, palpar la envidia

de todos esos humedales en los que andas

desnudándote a la vida.

Tengo un ángel de la guarda

Siempre acierta. Olvida o recuerda, llama o no llama, baja o no baja, pero siempre acierta.

Entonces salgo a su encuentro y revolotea a mi paso, eso sí, sin levantar los pies del suelo. Me pregunta y me responde, me hace preguntarme y se responde, me cuenta y le cuento.

Me ha sacado de mis pensamientos hacia la tarde, me ha devuelto la risa a su temperatura exacta y me ha señalado con inocencia las señales de lo evidente, lo que todo el mundo cree ver menos yo. Y yo le he dicho que no. Nos contamos la verdad o no nos contamos.

Hemos explicado baches de la carretera y accidentes de cerveza o de vino. Y yo he recordado mientras estaba con él, mientras estaba en él, a todos los que alguna vez me han cambiado la vida. La lista, que no es una lista sino una red, es bastante ancha, no creas, como la de cualquier otro ser humano.

Tengo un ángel de la guarda y hoy ha sido su santo. ¡Felicidades!

La verdadera historia imaginaria de Pitufo Gruñón

Pitufo Gruñón —que nunca estuvo muy contento con que le llamasen así, como su propio nombre indica— siempre quiso ser cocinero. Pero nunca se le dio bien congeniar nada, menos aún los sabores en la comida, y no tuvo más remedio que cambiar de vocación acuciado por una úlcera lacerante que agravó su mal carácter.

Decidió intentar un cierto flirteo con la filosofía. No le iba mal del todo porque discutir era lo suyo, hasta que se topó con Kant. Primero lo abordó con una edición traducida al idioma pitufo que, como todo el mundo puede imaginar, era incomestible hasta para las cabras. Nunca sabremos qué habría pasado si hubiese continuado hasta Hegel o le hubiera dado por leer a Nietzsche…

Bastante desmotivado, tuvo la suerte de encontrar en Pitufina un apoyo para sus pesares. Ella fue la que le aconsejó dedicarse a algo de provecho y se hizo constructor de setas de protección oficial. Y le quedaron unas setas muy monas con ático y en primera línea de playa. Pero cuando los compradores, al verla, le señalaban algún defecto de fabricación, él se enfadaba y los tiraba por la ventana. Y claro, entre juicios e inversiones, no vendió ni una escoba y el Bankpitufen se acabó quedando con su negocio.

Pero, ya se sabe, la suerte cambia de lado cuando menos te lo esperas y, ahora, Gruñón está encantado con su nuevo trabajo en un pitufigrama de televisión. Ha creado estilo, se siente como en su salsa dando voces y poniendo verde a todo el mundo, con un éxito espectacular.

Arrasa en las audiencias, puede decir lo que quiera sin que le demanden y nadie le pide nunca que demuestre nada de lo que se inventa. Sí, por fin ha encontrado su rincón en el mundo, contando chismes de Papá Pitufo, sacando del armario a Fortachón y llevando la cuenta de los novios de Pitufina y de lo que le dura cada uno. Es un gran pituriodista del corazón.

¡Qué vueltas da la vida! Cincuenta años después —nadie podía haberlo imaginado—, es él quien persigue a Gárgamel con un micrófono en la mano. ¡Vivir para pitufiver!

Pero, eso sí, desde que se extinguieron los corderos en la pitufiselva del corazón y sólo quedan lobos, no seré yo quien critique su negocio de compra-venta de escándalos. Porque el treinta por ciento de la audiencia no puede estar equivocada. Ni mil millones de moscas, tampoco.

Punto de partida

Es cierto que pasamos, que después quedan las huellas, que se mira atrás cuando no se ve nada claro lo que hay delante. Que nada se aleja más que el pasado, que nada duele, sin embargo, tanto como aquello que no se hizo.

Reflexiono mientras paseo por esta orilla, busco los puntos de inflexión que me trajeron a esta curva, repaso las encrucijadas que me atraparon y recuerdo con cierta nostalgia su esplendor y su miedo.

Me voy echando a las espaldas mi propia inconsistencia, el arcón de los defectos y la sal de alguna lágrima que se me pudrió dentro sin llegar a ver la luz. Me miro y me sorprendo —¿quién es este que voy a ser?—, me noto cambiar pero sigo en el centro, me noto vivir y morir a la vez.

Adoro esta incertidumbre que me mantiene despierto, disfruto mirando este desierto que me espera cálido y amenazante, este trayecto que no tiene más caminos trazados que los que dejan mis pisadas erráticas, torpes, sonámbulas, pero hechas a la imagen y semejanza de mis pies.

He dejado de caminar recto y, sin embargo, sé que no estoy más perdido de lo que antes estuve. He perdido la prisa porque ya nadie me espera, porque yo sí que espero todo. Mantengo el miedo a llegar, no consigo sacudírmelo, pero he perdido el miedo atroz que me daba llegar solo.

De momento, sólo pretendo ocupar el espacio. Con eso me conformo hasta la siguiente cuenta atrás, hasta la próxima huida, hasta las equivocaciones que me acechan, hasta ese punto de partida que aún está por venir o por deshacerse en arena.

Autobiografía

Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

(Luis Rosales, Rimas, 1951)

B de boda

Una boda del siglo, como todas las bodas del siglo. Una boda que pasará a la historia, a esa historia de los ricos que tanto aborrezco. La historia que escriben los vencedores, la que resume el dolor en un par de edictos, la que ignora el sudor y el hambre al mirar las vidrieras preciosas de un gran edificio para la ostentación.

La historia de la guerra, de esa guerra interminable que siempre pierden los mismos. La voracidad de las cámaras mide la huella que dejará esta boda en los anales de lo insustancial. Se derramará tinta vegetal por todos los poros de los periódicos solícitos ante la muchedumbre, manchará las portadas de las revistas que no tienen otra cosa de qué hablar; evaporará minutos en los telediarios y oscurecerá un poco la crisis, la feria de las vanidades políticas y hasta las bombas santas que siempre que matan nos pillan comiendo.

A contrahistoria, quiero contar un cuento minúsculo, de esos que se olvidan enseguida. Un cuento de una niña que solo tiene un nombre y que apenas sabe escribirlo. Una niña que anda por los pájaros y, al mismo tiempo, mete los tobillos en el barro con esa naturalidad que da saber de lo que se habla.

Pues esa niña, cuando hoy se ha enfrentado a la alta dignidad de las pizarras y a su seriedad escolar de métodos y programaciones, le ha enseñado a su maestro lo que no se quiere ver, lo que ella ve sencillamente, sin más vacilación ni búsqueda del éxito.

Y efectivamente, no quedará en los libros de historia ni en las enciclopedias burguesas venidas a menos, que el maestro ha aprendido por fin y de una vez, que la B es la letra que tiene tetas.

Si ella hubiera visto la boda, habría dicho lo que ve, lo que los demás ignoramos que vemos. Ni boda del siglo, ni señora marquesa, ni Vitorio ni Luccino. Habría dicho lo que ve: que las abuelas ricas se casan, más que nada, por joder.

La búsqueda real

Érase una vez una princesa, guapa y dulce, pero triste, muy muy angustiada con un problema y con muchas incertidumbres.

Un día, la princesa decide ir por el reino contando su problema a ver si alguien le ofrece una solución a sus males, que son los mismos males de todos.

Cuando se lo contó al juez, recibió una sentencia fría y sin azúcar.

Cuando se lo contó al médico, recibió un diagnóstico ambiguo.

Cuando se lo contó al sicólogo, recibió una larga y extenuante terapia.

Cuando se lo contó al farmacéutico, recibió pastillas posiblemente adictivas.

Cuando se lo contó a su hermana, recibió una fe posiblemente verdadera.

Cuando se lo contó a sus padres, recibió la preocupación de la impotencia.

Cuando se lo contó a su marido, recibió el cariño de la incredulidad.

Cuando se lo contó a otras esposas, recibió consejos por empatía.

Cuando se lo contó a su amante, recibió besos tibios como excusa.

Cuando se lo contó a una amiga, recibió pena por compasión.

Cuando se lo contó a otra, recibió problemas ajenos por sordera.

Cuando se lo contó al funcionario, recibió una baja laboral por depresión.

Cuando se lo contó a la maestra, recibió lecciones sobre otro tema.

Cuando se lo contó al sacerdote, recibió la absolución por penitencia.

Cuando se lo contó al poeta, recibió rimas sobre la primavera.

Cuando se lo contó al bebé, recibió ternura hecha de gorgoritos.

Cogió todo lo que había recibido y lo revisó minuciosamente esperando encontrar la solución. Pero no consiguió encontrarla.

Por ese tiempo, había también un príncipe triste por todas sus angustias y sus dudas, que decidió algo parecido pero contrario: fue por el reino preguntando preocupaciones a sus súbditos, esperando encontrar a alguien que tuviera también las suyas.

El juez le confesó que había sido víctima de una injusticia.

El médico le explicó su desorden fisiológico.

El sicólogo le contó el aburrimiento que sufría en las terapias.

El farmacéutico le explicó sus propias contraindicaciones.

Su hermana le habló del espesor de la sangre que se diluye.

Sus padres le confesaron el secreto de las croquetas.

Su mujer le explico el desamor verdadero.

Sus hijos le abrumaron con el reparto de la herencia.

Su amante le habló de la incomodidad de los escondrijos.

Una amiga le explicó cuánto duele lo perdido, y otra, cuánto duele no poder perder lo ganado.

El recepcionista le contó su problema de insomnio.

La maestra le contó la angustia que le producía su ignorancia.

El sacerdote lloró en su hombro una falta de fe.

El poeta le confesó su amor por los números.

Y el bebé sonrió ajeno a sus preguntas.

De este modo, recogió aquellos problemas intentando reconocer los suyos, pero no lo consiguió.

A veces sucede en los cuentos, y en la vida real, que una princesa que deambula se topa contra la barra de un bar y, al mismo tiempo, hay un príncipe que se asoma dentro de su escote. Y puede suceder que se pregunten, que se contesten, que confiesen y que investiguen las cosas que tantas vueltas le dan en la cabeza.

Y los príncipes de este cuento, que eran de reinos alejados y distintos, se contaron sus historias respectivas, sus periplos personales, sus búsquedas y sus resultados… Y sucedió que en ese entresijo de intimidades, se olvidaran de sus reinos y de sus coronas. Incluso podría decirse que se olvidaron por un momento de sus problemas al despojarse de la ropa y besarse desnudos.

Conozco bien lo ocurrido porque soy el narrador de este cuento tan real pero fantástico. Y como lo conozco, sé que se despidieron felices después de haberse tocado el corazón. Porque hay problemas imaginarios que solo pueden solucionarse olvidándolos y hay asuntos en este mundo que solo puede enviarlos al olvido otro asunto mayor, o mejor, o más nuevo.

Y se fueron sabiendo lo que es imprescindible tener muy claro: que los seres humanos sólo dan lo que saben dar y que uno sólo recibe aquello que sabe recibir. Porque ella le dio preguntas y él ofreció sus oídos. Porque él recibió sus propias dudas y ella encontró sus misma angustia. Porque, en fin, solo sabemos dar eso que estamos acostumbrados a recibir.

Sus problemas continuaron, eso sí por separado, porque así continúan todos los problemas incluso después de un colorín colorado. Pero, ciertamente, las perdices se alegraron mucho de estos nuevos tiempos que corren en los cuentos.

Yo no lo sé de cierto

Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
algún día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.

Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.

Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.

(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo)

(Jaime Sabines, Horal, 1950)

Emparejar calcetines

Menudo lío hay con los calcetines sueltos. Se revuelven en la lavadora y, aunque dios los críe, ellos solos no se juntan. Necesitan ayuda, más de la que parece.

Son prácticamente iguales, todos azules, pero diferentes, apenas matices del color, las rayitas más o menos juntas, el borde superior más o menos ancho, mejor conservados o peor. Y claro, algunos ya con el tejido clareado y otros con pelotitas.

Hay que extenderlos todos sobre la mesa, ya recogidos del tendedero, e ir haciendo parejas por el color. Pero se duda de vez en cuando… ¡se parecen tanto! Nunca se sabe si aquellos que se juntan son los más adecuados o no.

Estoy pensando crear un programa en internet para facilitarles la tarea. Lo mejor, creo, es que ellos se hagan su propio perfil, que se definan bobamente con cuatro frasecitas hechas, que pongan una foto de hace cinco años, cuando aún no tenían ni tomates ni rozaduras y que se pongan en contacto.

Sí, sí, que contacten y se miren de arriba abajo o a los ojos, que se enrollen y terminen liados y con las bocas juntas, y que luego decidan qué hacer. Que se dediquen los viernes a ir al mismo paso, al mismo coche o al mismo rellano. Y allá ellos si se quedan lioteados debajo del mismo lado de la cama.

Igual hay algún sitio en internet en dónde apuntarlos y así dejar que se junten ellos solos después de cada fregado en el que se metan. Que se equivoquen ellos solitos y a mí, que me dejen en paz.

Y si la cosa no va, que si luego no se llaman, que si te vi no me acuerdo, que si vamos a cambiar de pie, que no me lluevan las quejas.

A veces me pregunto si no será mejor para todos que sigan sueltos. Que en vez de emparejar calcetines cosa que, al fin y al cabo, no sirve para nada porque entre los zapatos y los vaqueros ni siquiera se ven, en vez de emparejar calcetines, prefiero hacer algo más útil y que me gusta más: contar estrellas.

O buscar diamantes en un pecho. O cantar al oído muy bajito, pero con el corazón a grito «pelao».

Completamente viernes

Por detergentes y lavavajillas
por libros desordenados y escobas en el suelo
por los cristales limpios, por la mesa
sin papeles, libretas no bolígrafos,
por los sillones sin periódicos
quien se acerca a mi casa
puede encontrar un día
completamente viernes.
Como yo me lo encuentro
cuando salgo a la calle
y está la catedral
tomada por el mundo de los vivos
y en el supermercado
junio se hace botella de ginebra
embutidos y postre,
abanico de luz en el quiosco
de la floristería,
ciudad que se desnuda completamente viernes.
Así mi cuerpo
que se hace memoria de tu cuerpo
y te presiente
en la inquietud de todo lo que toca,
en el mando distancia de la música,
en el papel de la revista,
en el hielo deshecho
igual que se deshace una mañana
completamente viernes.
Cuando se abre la puerta de la calle,
la nevera adivina lo que supo mi cuerpo
y sugiere otros título para este poema:
completamente tú,
mañana de regreso, el buen amor,
la buena compañía.

(Luís García Montero, Completamente viernes, 1998)

Mudanza

Las llaves de la luz no están donde las busco, donde creía que estaban. Me recorro el pasillo a oscuras, manoteando mi fe en las paredes: yo me siento extraño de una lisura desconocida y ellas se extrañan del tacto de una mano inesperada.

El frío tiene otra concavidad cuando me meto en una cama que no será la mía y la textura del lado derecho de cada sábana se va difuminando lentamente en el reloj. En la cocina, el agua salpica de otro modo, la espuma del lavavajillas huele a silencio.

Salgo a la terraza buscando el humo, pero no encuentro más que ruido de lavadoras y un ojo de patio que me contempla estático, reverberando oquedades de cinco plantas. Y vuelvo dentro y se me pierde de vista el horno, el cable de la antena no me llega al corazón, no acierto a encontrar un sitio conocido donde ponerme a salvo de la tristeza.

Las cosas no están donde yo creía, como ellas no pueden creerse dónde estoy. El que cree se equivoca, pero también cree el que acierta, porque todo es creer y todo es mudanza.

Fíjate si me equivoco que, cuando entro en mi vida parece como si las personas no estuvieran donde creía, como si estuviera vacía y solo quedara un eco lejano de habitantes que se reparten entre mudanzas y enmudecimientos.

Fíjate si me equivoco que, a veces, necesito creer que me equivoco de casa para no equivocarme de corazón.

Elegía y postal

No es fácil cambiar de casa,
de costumbres, de amigos,
de lunes, de balcón.
Pequeños ritos que nos fueron
haciendo como somos, nuestra vieja
taberna, cerveza
para dos.
Hay cosas que no arrastra el equipaje:
el cielo que levanta una persiana,
el olor a tabaco de un deseo,
los caminos trillados de nuestro corazón.
No es fácil deshacer las maletas un día
en otra lluvia,
cambiar sin más de luna,
de niebla, de periódico, de voces,
de ascensor.
Y salir a una calle que nunca has presentido,
con otros gorriones que ya
no te preguntan, otros gatos
que no saben tu nombre, otros besos
que no te ven venir.
No, no es fácil cambiar ahora de llaves.
Y mucho menos fácil,
ya sabes,
cambiar de amor.

(Ángeles Mora, Elegías y postales, 1994)

Cuando digo ahora

Ya es pasado. El presente se esfuma hacia delante, a una décima de segundo. Extiendo las manos para tocarlo y se escabulle entre la maraña de células que lo protegen del tacto.

Cuando escucho tu voz, ya hace tiempo que me hablaste. Cuando noto tu dedo recorriendo mis labios, ya andan tus manos en otro trayecto. Cuando el ruido de la puerta viene seguido de un golpe de frío glaciar, entiendo entonces que te fuiste mucho antes de llegar a ningún sitio.

El momento en que descubrimos que el sentimiento aparece, siempre es un recuerdo. Por eso nos sorprende la vida en cada instante y se encapricha el azar, porque van por delante, tan cerca y tan lejos que nunca los alcanzamos.

Nos engaña el cerebro y nosotros nos dejamos engañar como criaturas fugaces, tan fugaces como el presente que se filtra tapando la realidad. Palpamos el humo creyendo que es carne, que es agua, que es calor… pero todo es pasado, todo es falso, todo es camuflaje sutil y neuroquímica del azar.

Cuando digo ahora, ya es pasado. Sin que siquiera se consuma el tiempo de parpadear ni el de rellenar los huecos en negro que suceden en la retina con el fotograma siguiente. Se estira el presente, como un horizonte cruel, que avanza delante, a nuestro paso, pero una décima de segundo más allá.

Y aunque en este presente sé que sólo beso tu niebla, tus labios de ayer permanecen en mí tan dulces, tan sólidos, tan reales… Se parecen tanto a un ahora, que consiento libremente en dejarme engañar por la memoria.

¡Qué impenetrable membrana! ¡Qué inalcanzable frontera! ¡Y qué desconsuelo pensar que, tras este invierno crudo para el corazón y para la cabeza, a una décima de ti, a una décima de mí, nos está acechando a destiempo, quizás, la primavera!

Hoy

Cada noche me asomo
a tus labios
como si fuera ayer.
Cada día a tu lado
promesa es de mañana.
Hoy es siempre
todavía.

(Ángeles Mora, Contradicciones, pájaros, 2000)

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