Érase una vez una princesa, guapa y dulce, pero triste, muy muy angustiada con un problema y con muchas incertidumbres.
Un día, la princesa decide ir por el reino contando su problema a ver si alguien le ofrece una solución a sus males, que son los mismos males de todos.
Cuando se lo contó al juez, recibió una sentencia fría y sin azúcar.
Cuando se lo contó al médico, recibió un diagnóstico ambiguo.
Cuando se lo contó al sicólogo, recibió una larga y extenuante terapia.
Cuando se lo contó al farmacéutico, recibió pastillas posiblemente adictivas.
Cuando se lo contó a su hermana, recibió una fe posiblemente verdadera.
Cuando se lo contó a sus padres, recibió la preocupación de la impotencia.
Cuando se lo contó a su marido, recibió el cariño de la incredulidad.
Cuando se lo contó a otras esposas, recibió consejos por empatía.
Cuando se lo contó a su amante, recibió besos tibios como excusa.
Cuando se lo contó a una amiga, recibió pena por compasión.
Cuando se lo contó a otra, recibió problemas ajenos por sordera.
Cuando se lo contó al funcionario, recibió una baja laboral por depresión.
Cuando se lo contó a la maestra, recibió lecciones sobre otro tema.
Cuando se lo contó al sacerdote, recibió la absolución por penitencia.
Cuando se lo contó al poeta, recibió rimas sobre la primavera.
Cuando se lo contó al bebé, recibió ternura hecha de gorgoritos.
Cogió todo lo que había recibido y lo revisó minuciosamente esperando encontrar la solución. Pero no consiguió encontrarla.
Por ese tiempo, había también un príncipe triste por todas sus angustias y sus dudas, que decidió algo parecido pero contrario: fue por el reino preguntando preocupaciones a sus súbditos, esperando encontrar a alguien que tuviera también las suyas.
El juez le confesó que había sido víctima de una injusticia.
El médico le explicó su desorden fisiológico.
El sicólogo le contó el aburrimiento que sufría en las terapias.
El farmacéutico le explicó sus propias contraindicaciones.
Su hermana le habló del espesor de la sangre que se diluye.
Sus padres le confesaron el secreto de las croquetas.
Su mujer le explico el desamor verdadero.
Sus hijos le abrumaron con el reparto de la herencia.
Su amante le habló de la incomodidad de los escondrijos.
Una amiga le explicó cuánto duele lo perdido, y otra, cuánto duele no poder perder lo ganado.
El recepcionista le contó su problema de insomnio.
La maestra le contó la angustia que le producía su ignorancia.
El sacerdote lloró en su hombro una falta de fe.
El poeta le confesó su amor por los números.
Y el bebé sonrió ajeno a sus preguntas.
De este modo, recogió aquellos problemas intentando reconocer los suyos, pero no lo consiguió.
A veces sucede en los cuentos, y en la vida real, que una princesa que deambula se topa contra la barra de un bar y, al mismo tiempo, hay un príncipe que se asoma dentro de su escote. Y puede suceder que se pregunten, que se contesten, que confiesen y que investiguen las cosas que tantas vueltas le dan en la cabeza.
Y los príncipes de este cuento, que eran de reinos alejados y distintos, se contaron sus historias respectivas, sus periplos personales, sus búsquedas y sus resultados… Y sucedió que en ese entresijo de intimidades, se olvidaran de sus reinos y de sus coronas. Incluso podría decirse que se olvidaron por un momento de sus problemas al despojarse de la ropa y besarse desnudos.
Conozco bien lo ocurrido porque soy el narrador de este cuento tan real pero fantástico. Y como lo conozco, sé que se despidieron felices después de haberse tocado el corazón. Porque hay problemas imaginarios que solo pueden solucionarse olvidándolos y hay asuntos en este mundo que solo puede enviarlos al olvido otro asunto mayor, o mejor, o más nuevo.
Y se fueron sabiendo lo que es imprescindible tener muy claro: que los seres humanos sólo dan lo que saben dar y que uno sólo recibe aquello que sabe recibir. Porque ella le dio preguntas y él ofreció sus oídos. Porque él recibió sus propias dudas y ella encontró sus misma angustia. Porque, en fin, solo sabemos dar eso que estamos acostumbrados a recibir.
Sus problemas continuaron, eso sí por separado, porque así continúan todos los problemas incluso después de un colorín colorado. Pero, ciertamente, las perdices se alegraron mucho de estos nuevos tiempos que corren en los cuentos.
Yo no lo sé de cierto
Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
algún día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.
Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.
Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo)
(Jaime Sabines, Horal, 1950)