La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

5. Mudanza (Página 3 de 6)

Esto no me había pasado nunca

Quizás mañana me ocurra una de esas cosas que no me han pasado nunca. Llevo ya, en relativamente poco tiempo, una buena colección. Incluso creo que se aceleran, aumentando esa sensación de que los días se me van escapando por entre los dedos.

Y no todas son malas, qué va, ni pensarlo. De hecho, esas malas, esas que tanto tiempo ignoré con la maravillosa despreocupación de quien cree que solo le pasan a los otros, esas cuya llegada tanto temí en otros momentos, no son tan terribles.

El miedo agranda, como una enorme lupa, todo lo que se ve a su través. Pero luego, sí, duele, no digo que no, pero todo pasa a segundo plano cuando se hace cotidiano y hay que adaptarse. Los seres humanos padecemos muchos sufrimientos, a veces insufribles, intentando evitar otros que nos parecen mayores, pero que luego no lo son.

Eso me dicen, que ya no soy joven, que tengo historia, que mis enfermedades están escritas en el DNI y que ha llegado el tiempo de «es la primera vez que me pasa esto».

Pero si no soy joven, si tengo historia, también tengo planes, sigo pendiente de los sueños, me deshago en proyecciones e intento tomarme esos inconvenientes del DNI con el humor que puedo. Sobre todo, quiero terminar de aprender que es una soberana estupidez sufrir para no sufrir. Si es que toca padecer, al menos, que sea por aquello que quiero, acierte o no.

Pero quisiera dejar constancia que, la mayoría de esas «primeras veces» que ahora me ocurren, han sido agradables antes que traumáticas. Estoy a régimen, pero de tanto en tanto como. Estoy solo, pero de tanto en tanto alguien me pide que mire a la luna con su risa de Chesire. Tengo la tensión alta y sus secuelas, pero cuando me haces reír, se me baja. Igual que se me suben a la cabeza los vapores de tu piel.

El caso es que vivo por la curiosidad de saber qué me está pasando. Cada duda sigue teniendo su paisaje, cada miedo su escenario, cada deseo se topa con la horma de su zapato. Cada día tiene su después. Cada esquina que se dobla trae un misterio que hay que resolver.

No sé por qué, pero el caso es que quizás mañana me ocurra una de esas cosas que no me han pasado nunca. Espero soñarla a tiempo y luego vivirla bien.

Miércoles. Día del espectador

No se descarta que al salir del cine
una pareja cuente con nuevos enemigos.
La película es mala,
las sombras buscan cuerpos para encontrar deseos,
se oyen voces de actores,
imágenes dudosas,
pero los labios son materia viva
en las butacas observadas
y los botones pierden su vergüenza.
Suena un disparo inútil,
la camisa deshecha,
la mano que naufraga entre los muslos.
Se persiguen dos coches por tus hombros
y estalla un edificio,
una lengua de fuego en la ventana,
llamas que desesperan vientre abajo,
el pelo negro por la mano abierta,
negro como la vida en la pantalla,
como el silencio del actor que mira,
del acomodador,
del público encendido.
Ya no tienen edad para estas cosas,
comenta el matrimonio da la última fila.
Y pienso que es verdad. No se descarta,
no se descarta que al salir del cine
una pareja cuente con nuevos enemigos.

(Luís García Montero, Completamente viernes, 1998)

Las cosas en el mismo sitio

Nerviosos, aturullados por el desconcierto, comenzaron por descorrer las cortinas, mover los muebles y separarlos de las paredes.

Miraron detrás de los cuadros, debajo de la mesa, en el alféizar de la ventana. Se asomaron un poco al umbral de la calle, por si acaso era allí donde estaba.

Levantaron el teclado, los cojines, pasaron la aspiradora y miraron dentro de la bolsa. Palparon los altillos del corazón y de la cocina, el fondo de la despensa, el rincón oscuro del frigorífico y, como último extremo, repasaron las hojas de los libros, los sobres de las cartas y el mueble de la televisión.

Pero nada, no encontraron nada. Lo cierto, lo triste quizá, es que aquello que buscaban, nunca se les hubo perdido.

Marcha atrás. Y ahora, a dejar las cosas otra vez en el mismo sitio: el orgullo de parecer erguidos y la necesidad de no empeorar.

Qué inútil este esfuerzo de cambiar para seguir lo mismo.

Las cosas han cambiado…

Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.
Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.
Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.
En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrellas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.
Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.
De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.
Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.
Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
ni deseos más puros,
ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996)

Inventario agridulce

Ningún hombre me ha comprado nunca un anillo, el brasero contra el frío de Siberia, el primo y las suelas que se desgastan, la precisión con que se salta de un coche que todavía no se ha parado.

Mira qué buena cara tengo, esta morcilla no tiene grasa, el coche azul, la moto que se sale del cuadro, para caprichos no hago de taxista, la otra Gioconda, el jardín de las delicias, una habitación con tres camas.

El cojín pequeñito, me has desordenado los canales, ese es el básico que se expende, la tabla de la plancha que se rebela, la piernaca y el monedero, eso son los evangelios, los porrascazos y el resbalón, la base de datos ha sido actualizada correctamente, las muertes que vienen de improviso son las mejores.

Anda, pero si se ha puesto rojo el semáforo, la cochera en el centro, ¡sal de mi cocina!, la pachorra y el humo, el árbol lleno de luces, el palacio del camarero feo, las violetas de caramelo, el de la mesa de al lado que se está trabajando a la viejecilla.

Una caña en vaso de duralex, el miedo a que te robe las contraseñas, ese es mi lado del sofá, ni se te ocurra hacerme chantaje, el tiramisú, la ensaladilla rusa, mi famosa fabada de bote,¿le pregunto al mancebo?, cómo conducir con una mano en el pelo y la otra en el volante.

La dueña de la calle y los no-novios, el enano de resina, el plástico de los mandos, los altaricos, ya no nos medimos, pero yo menos. El cimborrio y la catedral que no me enseñaste, Escher y el frío, fútbol, filarmónica y un sprint de doscientos metros.

¿Por qué nunca quieres tocarme?, el festival de Eurovisión, un fresquito, ¡Ay, que delgado te estás quedando!, tu manera de pintarme de verde los ojos sobre la hierba, los mantecados de coco, ¿A ti no te gustan pobres, verdad?

¿Eso será soberbia?, los sitios donde ya hemos estado, estoy disfrutando del momento, la voz del destino es como un susurro, la pitufante historia de los leguins rojos, el desacuerdo de las carrasperas, antes me gustaba el Rioja y por tu culpa ahora me gusta más el Ribera, me persiguen las mesas cojas de los bares.

Siempre ponen papas, con lo que me gusta a mí una gamba, tus amigas jaleándote, el nacimiento del pelo en la nuca, el deber de revisarme los lunares, la poesía, la voz y los cuentos, cómo perpetrar a dúo las canciones del cansino.

La ropa con nombre y apellido, boquerones en la playa, un arroz sin bogavante y con pasado, la secta y los primos, el sombrero de vaquera, yo te veo guapo, el reto del autodefinido, ¿cuándo vas a dejar de tenerme miedo?.

Los equis grandes y los equis chicos, te prometo que voy a respetarte, la ansiedad es como un pellizco, la empresa privada y sus vericuetos, la mesa de juntas, la nave de los ganchos, tus tetas «en la calle» y mi manía de los coletillos.

El bocadillo de alcachofas, este no dormir juntos ni conciliar el mismo sueño, ese balcón tan goloso, la broZa, el viejecillo que no daba ni para medio café, el video de la tesis, yo he estado allí DOS veces, qué rancio te pones.

Tu miedo a que se acabe la noche, el abrazo en el umbral y ese último viaje en el que no quisieron abrirse las puertas.

Así en la Tierra como en el Blog

Amor mío,

que estás siempre al otro lado,

santificado sea tu nombre;

venga a mí tu corazón;

hágase tu voluntad

así en la tierra como en el blog.

Dame hoy el aliento de cada día;

perdona mi gramática y mi ortografía,

como también yo perdono

a quienes no me entienden;

no me dejes caer

al pozo oscuro de la poesía

y líbrame de la soledad.

Inefable

Tal vez hayas sentido alguna vez la necesidad imperiosa de decir, de escribir, un algo que te sobreviva, que quede en la memoria de muchos hombres o de alguno, que cambie la vida de una persona y le infunda valor o misericordia, o que revele al mundo esa generosidad íntima que notas en el centro del pecho, esa determinación de quien está en paz con todas sus dudas, ese espasmo de energía de quien quiere elegir su futuro.

Quizás también hayas deseado alguna vez encontrar la palabra exacta que detenga el rodillo del destino, que alivie la desazón de los naufragios, que haga rodar un número impar de lágrimas dulces contra las saladas.

Puede que hayas tenido sobre tus hombros el peso de saber que el minuto que estás viviendo trascenderá lo que de ti recuerden, que el movimiento de tus labios quedará grabado a cámara lenta en alguna memoria, que ese gesto incontrolable de tu rostro permanecerá engranado para siempre en los latidos de un corazón que te mira desde la intemperie.

Pues bien, permíteme que me inmiscuya en tus asuntos y te saque del error. Porque no existe ese momento único, no hay una sola palabra que cambie la historia más que otra, no hay un beso más oportuno que el que regalaste, no hay frase más acertada que la que dijiste.

Cada momento es único y, sin embargo, todos son repetidos. La vida es leve y necesita que digamos muchas veces lo mismo para convertir en realidad eso innombrable que nos gustaría.

Todos los momentos son decisivos, todos, porque los efectos nunca tienen una sola causa, porque no basta detener una gota de lluvia para evitar que se empape el suelo de agua.

Me he sentado delante de este papel —intangibles los dos—, deseando escribir un rayo que te recorra desde la punta del pie hasta los ojos, una luz que te deslumbre el esqueleto, una marca de agua que se te quede prendida en los sueños.

Pero me he dado cuenta, mientras iba tecleando palabras ya dichas, que no es necesario, que no debo resumir el tiempo que me ha tocado y condensarlo en un solo sintagma o en un único vocablo.

Y si acaso pudiera, solo con palabras, cambiar algún destino, sé que entonces, rayo, luz y marca, lo inefable ya lo tengo escrito. Pero no en una sola palabra, sino en cada palabra de las que he dicho, de las que digo y en las que aún me quedan por decir.

La vida nos acorta la vista…

La vida nos acorta la vista
y nos alarga la mirada.
¿Cómo poner otra figura en el paisaje
sin desarticularlo como una feria invadida por la tristeza,
sin que las nubes o los árboles se despeguen
y salten como muñecos desarmados?
¿Cómo poner una palabra en el paisaje
sin que el silencio se asuste
igual que un animal sorprendido en el bosque
o como una procesión que ha perdido su imagen?
¿Cómo poner una muerte en el paisaje
sin que se vuelva frío
y se sumerja como una flauta
con todos los agujeros tapados?
¿Cómo alargar un sueño
hasta que sea un punto en el paisaje,
una figura, una palabra o la muerte,
sin que el paisaje se desintegre como una burbuja?
Nosotros ya no podemos dejar de estar en el paisaje siguiente,
aunque sea un paisaje en blanco.

(Roberto Juarroz)

Crisálida

He descubierto esta mañana una crisálida en el jardín que, colgando de una brizna de hierba doblada por el peso sobre el hormigón que separa los parterres, parece estar en el acantilado de una costa minúscula que se abre al océano de un charco.

Ahí en el filo, mirando abajo, el mar parece liso, inocuo, blando. El viento se restriega contra la espuma y te la deja respirar para que se llenen tus pulmones de aventura.

No parece tan alto el abismo cuando me revientan en las manos las ganas de volar. No parece tan terrible besar el agua, no te la imaginas tan fría como la que viene de la melancolía de mirar atrás con una lágrima en la mejilla.

El vértigo es juez y testigo de la endeblez de tus piernas cuando las llama el abismo con un eco imperceptible de ondas en azul. No se puede contener la inquietud que late en el pecho, ni las alas que da el deseo, ni la asfixia de la virtud.

Asomado al precipicio, en el borde del acantilado, nada importa saber si es pecado avanzar o cobardía retroceder. Ni si es mejor ganar o perder un equilibrio tan desesperado que sólo puede apoyarse en la imaginación.

Morir mariposa o vivir gusano. Ahora y desde hace un tiempo, en la crisálida del patio, esa es la cuestión.

El esplendor de la metamorfosis

Has ganado la punta de maldad que necesitan los buenos para
ser auténticamente buenos.

Has ganado la pizca de obscenidad que necesitan las mujeres
para ser auténticamente misericordiosas.

Has ganado la docena de escaleras, recámaras y dobles fondos
que necesitan los cerebros para ser auténticamente imaginativos y precisos.

Has ganado un par de kilos, pero te sientan como a una diosa
anterior a la era de las liposucciones.

El cambio, de un día a otro, es infinitesimal. Pero los días se van
endeudando con semanas, las semanas imponen normas a los
meses, los meses profieren rigurosas últimas advertencias contra
los años, imperceptiblemente y sin claudicaciones

han pasado cuatro años y eres otra
la metamorfosis se ha cumplido.

Cuando te introduces en la cama a las seis de la mañana después
de haber trabajado toda la noche y quieres hacer el amor

desearía matarte desde luego, pero deseo mucho más

aunque me halle confuso como pez arrojado a la luz desde lo
más hondo del sueño submarino
hasta en tus pliegues más blancos y secretos follarte,
amiga dulcísima, mientras va amaneciendo a trompicones
en este barrio de cristianos bemeuves y glaciales céspedes ingleses
que no hemos elegido y del que esperamos poder escapar pronto.

Has esquivado la baba de la muerte prendida a un hilo de risa
y de miedo deslumbrante,

te has ganado la vida los días en que la vida era tormento
y también aquellos en que era juego,

estás aquí, intacta y recreada, inconcebible e inconfundible,
espejeante en la fuerza algebraica del deseo, en el exacto
esplendor de la metamorfosis.

¡Pero qué guapas sois las chicas morenas con los ojos claros!

Eres
mi
mujer

y estoy tan orgulloso que tenía que escribir este mensaje para
regalártelo, fax mediante, el 17 de diciembre de 1994.

(Jorge Riechmann)

Después

Sin dar tiempo para todo, les dio tiempo para mucho. Entre otras cosas para hablar, por fin, sin testigos ni metáforas. Quizás, por una vez, no dejaron nada a medias, si bien hubo cosas que no quisieron empezar.

Y en la paz de la tarde, cuando al cabo de tanto tiempo la risa empezó a salirle de dentro, se produjo la conversación:

—Ni siquiera creo que pueda llorarte entonces… Oye… ¿Tú no has pensado nunca en el después?

—Sí, claro que sí. Pero me parece que yo pienso en otro después.

—Lo que pasa es que eres muy optimista.

Y es verdad que él era optimista, pero no pensaba en otro después por eso. Sino porque si ni siquiera puede soñar con lo que quiere, entonces, piensa que para qué demonios lo quiere. Y porque, soñar con la felicidad, eso, precisamente eso, es la felicidad.

«Pero, ¿y si tu después no sucede?, parece preguntarle. Y él parece responder: «Pues si no sucede, ENTONCES, lloraré».

Cada después tiene un entonces y cada entonces —sí, por alegre o triste que sea—, cada entonces también tendrá su después.

Y me asombro cuando me despeño en la cuenta de que a este ahora, al que alguna vez llamé «entonces», ya le está haciendo cosquillas un después.

Después

Y ahora se inicia
la pequeña vida
del sobreviviente de la catástrofe del amor:

Hola, perros pequeños,
hola, vagabundos,
hola, autobuses y transeúntes.

Soy una niña de pecho
acabo de nacer
del terrible parto del amor.

Ya no amo.

Ahora puedo ejercer en el mundo
inscribirme en él
soy una pieza más del engranaje.

Ya no estoy loca.

(Cristina Peri Rossi, Otra vez eros, 1994)

Distancia justa

En el amor, y en el boxeo
todo es cuestión de distancia
Si te acercas demasiado me excito
me asusto
me obnubilo digo tonterías
me echo a temblar
pero si estás lejos
sufro entristezco
me desvelo
y escribo poemas.

(Cristina Peri Rossi, Otra vez eros, 1994)

Los legítimos

Me pregunto, señoría, quienes son los legítimos y qué los legitima. Si una orden, una ley, un edicto o un contrato. O un dios o alguna propiedad intrínseca de su ser. O si somos los demás quienes le otorgamos la legitimidad.

Si son ellos los que están en su derecho de equivocarse, y si no lo estamos todos. O si son los verdaderos, los únicos, los genuinos, los que acaparan todos los derechos y son aquellos a quienes hay que rendir cuentas y conciencia.

Señoría, uno siempre está en su legítimo derecho de interpretar la vida como le parece y ver a pie juntillas lo que cree con sus propios ojos. Y después, argumentarlo insistentemente en legítima defensa. Al fin y al cabo, cada uno tiene que ser el bueno en su propia película.

Señoras y señores del jurado, es legítimo afirmar que «cada uno es como es» y que «yo creía». Esa legitimidad siempre nos salva y hay que aferrarse a ella para no desmerecerse. Y si ahora no se es como se era entonces, y si ahora no se cree lo que se creía, es legítimo pasar página y empezar a escribir en otra nueva.

Quizás la legitimidad consiste en llegar el primero, en constatar que antes no estuvo escrito por alguna mano lo mismo que ahora ando yo pensando. Hacer efervescer en los productos ese algo auténtico que nadie sabe bien lo que es, fabricando a todo el mundo a imagen y semejanza de cómo uno mismo ha sido fabricado.

Señoría, convengamos que hay que estar legitimado hasta para acertar, porque si se atina sin ser quien para tal efecto, alguien se apropia legítimamente de los efectos y los hace tan suyos que parece que no puedan ser de otro.

Y por dulce que te lo pongan el pastel, no hay más remedio que tragar y digerir, porque la legitimidad es lo primero. Y limpiarse el polvillo después, no nos vaya a hacer estornudar.

Señoras y señores del jurado, les presento la prueba A. Es la caja que le regalaron al acusado. Lo pone con grandes letras rojas: «Los legítimos. Hojaldres de Guarromán».

La verdad es que están muy buenos, señoría.

Aspiración legítima a un engaño menor

Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
convertido al engaño como quien se convierte
a un nuevo credo con el furor de una fe inédita
que acostumbra a alumbrar con nueva luz al converso.
Aspiro a ser el menos engañado haciendo uso
de mi romanticismo en las constantes vitales
que definen mi ser al objeto de entregar
lo mejor de mí mismo como ebrio don al mundo.
Aspiro a ser el menos engañado en la vida
como en el amor tras grabarme en la piel su huella
indeleble con el hierro candente que sirve
a los desbravadores para marcar sus reses.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
que en subterráneos templos escucha la moral
del rebaño predicada a modo de evangelio
negro para arrebatarme mi libertad única.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
del que sólo me evado en el poema teniendo
los pies en el suelo pero sirviendo al amor
con la miel en el corazón antes que en los labios.

(Miguel Ángel Longás, La miel de lo visible, 2011)

Lluvia, otra vez

Ha cambiado el insomnio viejo por otro nuevo. Se le desgranaba la noche como una margarita de deseos, se enredaba en rostros difusos o en versos por escribir. Se levantaba y se escurría entre las pantallas buscando hueco.

Pero el insomnio es otro ahora, uno de margaritas con un sólo pétalo, con un solo rostro nítido, con versos escritos por otros. Se queda enredado en la almohada y desiste de las pantallas, porque sabe que el hueco no está.

Una hora más y la extrañeza de levantarse idéntico, es lo que le ha traído esta noche. Aunque la luna, tapada con nubes, ni siquiera se ha enterado del vaivén de los párpados.

El pensamiento se ha levantado libre de pastillas, mucho más despejado que el cielo. Ha vuelto, por fin, la lluvia y se acaba el desierto. Se ve que él necesitaba nubes en el cielo que ahuyentaran las de su cabeza.

Prolongadas ausencias

Prolongadas ausencias
se adivinan en los brazos mojados
de las sillas, cansadas
de esperar bajo el agua
la mañana de la resurrección,
el brillo de la vida
que viene con el sol.

Quién sabe qué recuerdos
de café compartido,
de citas clandestinas,
de esperas impacientes,
cuánta vida atrapada
bajo cada pedazo de aluminio,
cuánto tiempo perdido
mientras resuelve el clima,
también, nuestro futuro.

(Javier Bozalongo, Viaje improbable, 2007)

El pájaro irreductible

Había una vez un pájaro posado en una rama, andando a saltitos por ella, aproximándose a un extremo que, si bien todo el mundo sabe que está, nadie quiere ver.

A cada salto, aquel pájaro daba un traspiés y lloraba el dolor acumulado de todos los otros tropezones que le hicieron probar lo rugoso de la madera. Entonces se levantaba después de haber llorado, se atusaba las plumas con esmero y seguía andando.

Los pájaros no lo saben pero, se paren donde se paren, siempre les queda la mitad de la rama. A ratos, pensaba que la vida podía no ser mejor que aquello, que volar era un sueño para los que no pueden dormir.

Entonces se cortaba las alas, dolorosamente, arrancándose las plumas primero y lanzándolas en proverbios hacia el suelo, no con la tristeza del que no espera nada, sino con el desamparo de quien no sabe qué esperar.

Y seguía andando para tropezar de nuevo, justo después de que le crecieran otra vez unas alas y el viento empezara a soplar a favor. Siempre le quedaba el amargor de una rama medio vacía, la acidez de las lágrimas que fermentan y la aspereza imaginaria de los traspiés que daban los otros pájaros de la bandada.

Cada tropiezo era el último, cada par de alas menos ligeras, cada dolor más intenso. Porque la vida puede que no fuera mejor que aquello, cada vez que le crecían nuevas alas, se las cortaba.

Se va acabando la rama —pero siempre queda la mitad— y el pájaro se sigue cortando las alas. No es por miedo a volar, ni a caer al suelo, ni a soltarse del árbol. Sino que se acuerda tanto de todo dolor pasado, de tanto dolor propio y ajeno, que le duele hasta el futuro que no se decide a esperar.

Y puede que la vida nunca sea mejor que esto, sobre todo, si uno se empeña en que no lo sea. Pero el pájaro siempre se levanta, siempre, cada vez, irreductible. Nadie que no espere mejoría se levanta tantas veces aun sabiendo que va a volver a tropezar.

Si bien es cierto que la vida puede que no sea mejor que esto, yo quiero tropezar con ese pájaro. Se parece al de la felicidad y, mientras me lo parezca, será mejor que esto.

Ángelus

Quién me iba a decir que el destino era esto.

Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.

Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.

Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.

Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.

(Mario benedetti, Poemas de la oficina, 1956)

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