La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

junio2024 (Página 3 de 3)

Los legítimos

Me pregunto, señoría, quienes son los legítimos y qué los legitima. Si una orden, una ley, un edicto o un contrato. O un dios o alguna propiedad intrínseca de su ser. O si somos los demás quienes le otorgamos la legitimidad.

Si son ellos los que están en su derecho de equivocarse, y si no lo estamos todos. O si son los verdaderos, los únicos, los genuinos, los que acaparan todos los derechos y son aquellos a quienes hay que rendir cuentas y conciencia.

Señoría, uno siempre está en su legítimo derecho de interpretar la vida como le parece y ver a pie juntillas lo que cree con sus propios ojos. Y después, argumentarlo insistentemente en legítima defensa. Al fin y al cabo, cada uno tiene que ser el bueno en su propia película.

Señoras y señores del jurado, es legítimo afirmar que «cada uno es como es» y que «yo creía». Esa legitimidad siempre nos salva y hay que aferrarse a ella para no desmerecerse. Y si ahora no se es como se era entonces, y si ahora no se cree lo que se creía, es legítimo pasar página y empezar a escribir en otra nueva.

Quizás la legitimidad consiste en llegar el primero, en constatar que antes no estuvo escrito por alguna mano lo mismo que ahora ando yo pensando. Hacer efervescer en los productos ese algo auténtico que nadie sabe bien lo que es, fabricando a todo el mundo a imagen y semejanza de cómo uno mismo ha sido fabricado.

Señoría, convengamos que hay que estar legitimado hasta para acertar, porque si se atina sin ser quien para tal efecto, alguien se apropia legítimamente de los efectos y los hace tan suyos que parece que no puedan ser de otro.

Y por dulce que te lo pongan el pastel, no hay más remedio que tragar y digerir, porque la legitimidad es lo primero. Y limpiarse el polvillo después, no nos vaya a hacer estornudar.

Señoras y señores del jurado, les presento la prueba A. Es la caja que le regalaron al acusado. Lo pone con grandes letras rojas: «Los legítimos. Hojaldres de Guarromán».

La verdad es que están muy buenos, señoría.

Aspiración legítima a un engaño menor

Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
convertido al engaño como quien se convierte
a un nuevo credo con el furor de una fe inédita
que acostumbra a alumbrar con nueva luz al converso.
Aspiro a ser el menos engañado haciendo uso
de mi romanticismo en las constantes vitales
que definen mi ser al objeto de entregar
lo mejor de mí mismo como ebrio don al mundo.
Aspiro a ser el menos engañado en la vida
como en el amor tras grabarme en la piel su huella
indeleble con el hierro candente que sirve
a los desbravadores para marcar sus reses.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
que en subterráneos templos escucha la moral
del rebaño predicada a modo de evangelio
negro para arrebatarme mi libertad única.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
del que sólo me evado en el poema teniendo
los pies en el suelo pero sirviendo al amor
con la miel en el corazón antes que en los labios.

(Miguel Ángel Longás, La miel de lo visible, 2011)

Lluvia, otra vez

Ha cambiado el insomnio viejo por otro nuevo. Se le desgranaba la noche como una margarita de deseos, se enredaba en rostros difusos o en versos por escribir. Se levantaba y se escurría entre las pantallas buscando hueco.

Pero el insomnio es otro ahora, uno de margaritas con un sólo pétalo, con un solo rostro nítido, con versos escritos por otros. Se queda enredado en la almohada y desiste de las pantallas, porque sabe que el hueco no está.

Una hora más y la extrañeza de levantarse idéntico, es lo que le ha traído esta noche. Aunque la luna, tapada con nubes, ni siquiera se ha enterado del vaivén de los párpados.

El pensamiento se ha levantado libre de pastillas, mucho más despejado que el cielo. Ha vuelto, por fin, la lluvia y se acaba el desierto. Se ve que él necesitaba nubes en el cielo que ahuyentaran las de su cabeza.

Prolongadas ausencias

Prolongadas ausencias
se adivinan en los brazos mojados
de las sillas, cansadas
de esperar bajo el agua
la mañana de la resurrección,
el brillo de la vida
que viene con el sol.

Quién sabe qué recuerdos
de café compartido,
de citas clandestinas,
de esperas impacientes,
cuánta vida atrapada
bajo cada pedazo de aluminio,
cuánto tiempo perdido
mientras resuelve el clima,
también, nuestro futuro.

(Javier Bozalongo, Viaje improbable, 2007)

El pájaro irreductible

Había una vez un pájaro posado en una rama, andando a saltitos por ella, aproximándose a un extremo que, si bien todo el mundo sabe que está, nadie quiere ver.

A cada salto, aquel pájaro daba un traspiés y lloraba el dolor acumulado de todos los otros tropezones que le hicieron probar lo rugoso de la madera. Entonces se levantaba después de haber llorado, se atusaba las plumas con esmero y seguía andando.

Los pájaros no lo saben pero, se paren donde se paren, siempre les queda la mitad de la rama. A ratos, pensaba que la vida podía no ser mejor que aquello, que volar era un sueño para los que no pueden dormir.

Entonces se cortaba las alas, dolorosamente, arrancándose las plumas primero y lanzándolas en proverbios hacia el suelo, no con la tristeza del que no espera nada, sino con el desamparo de quien no sabe qué esperar.

Y seguía andando para tropezar de nuevo, justo después de que le crecieran otra vez unas alas y el viento empezara a soplar a favor. Siempre le quedaba el amargor de una rama medio vacía, la acidez de las lágrimas que fermentan y la aspereza imaginaria de los traspiés que daban los otros pájaros de la bandada.

Cada tropiezo era el último, cada par de alas menos ligeras, cada dolor más intenso. Porque la vida puede que no fuera mejor que aquello, cada vez que le crecían nuevas alas, se las cortaba.

Se va acabando la rama —pero siempre queda la mitad— y el pájaro se sigue cortando las alas. No es por miedo a volar, ni a caer al suelo, ni a soltarse del árbol. Sino que se acuerda tanto de todo dolor pasado, de tanto dolor propio y ajeno, que le duele hasta el futuro que no se decide a esperar.

Y puede que la vida nunca sea mejor que esto, sobre todo, si uno se empeña en que no lo sea. Pero el pájaro siempre se levanta, siempre, cada vez, irreductible. Nadie que no espere mejoría se levanta tantas veces aun sabiendo que va a volver a tropezar.

Si bien es cierto que la vida puede que no sea mejor que esto, yo quiero tropezar con ese pájaro. Se parece al de la felicidad y, mientras me lo parezca, será mejor que esto.

Ángelus

Quién me iba a decir que el destino era esto.

Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.

Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.

Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.

Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.

(Mario benedetti, Poemas de la oficina, 1956)

Intocable

Te has vuelto de humo, criatura prodigiosa, te has vuelto intocable. Flotas a mi alrededor, como jirones de gloria, rellenando las pompas del aire que no puedo palpar. Hebras de vida ondulada que suben hasta las nubes bailando al compás de la brisa. Meces tu risa entre mis manos que te buscan y, con un solo movimiento de viento, vienes, resbalas, besas y te vas.

Te has vuelto juguete del aire, vestida de espuma de mar. Te has vuelto fragancia, aroma, que entra, que sale del pecho y no me deja respirar sin haberme recordado un beso, sin haberme recordado un final.

Te has vuelto niebla. Te has vuelto sombra. Te has vuelto, sin mirarme, y te has vuelto a marchar.

Me has vuelto impalpable. Como cuando se quiere olvidar.

Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda…

Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de la espera.
Si recordaras cómo ¡y qué cruelmente! el deseo atendido
oculta su puñalada de decepción.
Si recordaras que, una vez que la pasión estalla, el secreto
deja de ser escudo y huida,
no me insistirías para que te mostrara, para que te ofreciera,
para que te otorgue.
Sino que te resignarías a sobrevivir dentro de mí en el dúctil
territorio de los sueños, donde todos los modos de ternura
que puedas inventar son permitidos, toda tempestad música
y ningún temor es irrevocable.
Si recordaras, Amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de mi corazón,
no me obligarías a levantarme en armas contra ti, a detenerte,
a desmentirte, a amordazarte, a traicionarte…
antes de que te me arrebaten, dulce silencio mío,
mi único tesoro, insensato e irreductible sentimiento.

(Ana Rossetti, Punto umbrío, 1995)

Se vende (por cambio de negocio)

Puedo imaginarla a mi gusto, con piernas perfectas y un rostro delicado y sereno. Rubia o morena o la mitad de cada.

Vendrá vestida como yo quiera, adoptará la forma de mis sueños y me irá diciendo al oído todo aquello que me gustaría oír de sus labios.

Temblará al contacto con mis manos, gemirá entrecortadamente como derramando bendiciones con los ojos cerrados y, un poco más tarde, sonreirá con picardía mientras se recompone el cabello.

La literatura es el paraíso artificial en el que siempre resido. Me mudé hace ya mucho tiempo y apenas salgo del barrio: para ir a trabajar, echar una cerveza con los amigos o llevar y traer a los niños.

Sería perfecto para alguien que se conformara con poco. Yo, sin embargo, preferiría que adoptara su propia forma, que me espetara impertinencias en el más mágico de los momentos y que las presillas del sujetador me dejaran inexorablemente en ridículo.

Preferiría que no fuese de mi talla, sino de la suya. Que su rostro fuese inconfundible y que trajese la misma vestimenta que lleva puesta todo el día. Incluso preferiría que no siempre que me lo anunciase pudiese venir a mi encuentro.

Prefiero otro paraíso más imperfecto, en donde no todo salga como estaba previsto y hubiera que amoldarse a lo que el azar envíe. Un paraíso dividido entre los días intactos y los días de beso, que tuviera vistas al infortunio y al dolor propio y ajeno.

Ya decidí, hace tiempo, que aunque siguiera esculpiendo en el aire con la materia de la que están hechos los sueños, volvería a comer con pan o sin él, alternativamente; decidí que volvería al calor del pijama de invierno y a hacer piruetas horizontales con la almohada. Y que dejaría, al menos durante un tiempo, este otro paraíso de palabras.

Me arden los dedos de tanta piel que no consigo tocar, me empiezan a picar los ojos de tanto no mirar los tuyos, me duele la espalda de estar encorvado sobre el porvenir.

Ahora me mudo, nuevamente, a otro cielo adyacente y más recogidito. A un sótano más modesto y más oscuro de deseo no siempre correspondido, me vuelvo con mis maletas a ese lugar tan frágil y tan cotidiano, a ese espacio que queda entre el teléfono y la tarde.

Quiero irme a vivir a un país donde no tenga que imaginarte, a una provincia en la que no necesite conocerte, a una ciudad en la que podamos habitarnos.

Vendo este inmueble y empiezo la mudanza hoy mismo. Si quieres, puedes mirar como voy envolviendo los trocitos de corazón que me gustaría llevarme conmigo.

Naufrago

Cuando llegó a la isla, perdieron el contacto. No encontraba palos secos para hacer señales de humo por las noches y, durante el día, la selva de los acontecimientos se interponía.

Buscó un promontorio en el archipiélago de la isla, pero todos los canales que encontraba tenían contraseña. Luego probó con el dedo gordo, pero era tan poco hábil con ese dedo solo y tuvo tan poco éxito, que se desanimó a seguir haciéndolo. Y entre tanto, se le acabó la batería.

Para cuando volvió, ya nadie le esperaba. La vida sigue, le decían todos. Y es que es rigurosamente cierto que hay que vivir. Incluso ella le había dado por desaparecido y estaba con otro.

A pesar de todo, a Tom Hanks aún le dura esa manía de hablar solo y mandar mensajes en tristes cocos que se alejan lentamente, como flotando en el mar. Pobre tipo… ¡a su edad!

Anoche

Anoche me acosté con un hombre y su sombra.
Las constelaciones nada saben del caso.
Sus besos eran balas que yo enseñé a volar.
Hubo un paro cardíaco.

El joven
nadaba como las olas.
Era tétrico,
suave,
me dio con un martillito en las articulaciones.
Vivimos ese rato de selva,
esa salud colérica
con que nos mata el hambre de otro cuerpo.

Anoche tuve un náufrago en la cama.
Me profanó el maldito.
Envuelto en dios y en sábana
nunca pidió permiso.
Todavía su rayo lasser me traspasa.

Hablábamos del cosmos y de iconografía,
pero todo vino abajo
cuando me dio el santo y seña.

Hoy encontré esa mancha en el lecho,
tan honda
que me puse a pensar gravemente:
la vida cabe en una gota.

(Carilda Oliver Labra)

Perfecta

De sobra sé que no es perfecta, que nada lo es. ¿Y qué importa? El ideal no existe; y si existe, no me llega, no me hace temblar, no me conmueve.

Si supiera, si tuviese el don de esculpirla de la nada, no encontraría el modo de mejorarla con estas manos mías, con estos ojos propios, con este corazón envejecido y envalentonado.

Yo también soy mis errores, mis manos torpes, mi cuerpo moldeado por los genes y la pereza. Y estoy tan hecho de sueños como de fracasos, con tanto entusiasmo como decepción.

Aquí aparezco, tal vez, como si supiera de lo que hablo, como si todo rodara suavemente por una cuesta ligera y las palabras surgieran solas, seguidas, en una misma secuencia de plano contra-plano.

Pero es pura coquetería la de ocultar los lunares de la espalda, el pellizco ansioso de una tarde de domingo y el asqueroso vicio de fumar a deshoras. Coquetería necesaria, pero que no me engaña. De sobra sé que no soy perfecto… ¿y qué importa?

Y como yo no lo soy, ella no puede serlo. Su imperfección no es un defecto, sino eso, exactamente eso que hace que ella sea como es. Eso que tanto me gusta.

Versos en caída libre

Ocurre que no puedo parar
que no sé cómo empieza
que surge la avalancha intempestiva
que me arrasa una avenida
de palabras sin ton ni son
Ocurre que no puedo detener los dedos
que el verso me gira alrededor
que todo lo demás parece vacío
que paso del frío al calor
y de la memoria al olvido
Que siento cómo me envuelven palabras
sin que pueda dejar que pasen intactas
que me inundan estribillos y melodías
mientras me descubro pulsando en la barriga
cuerdas de guitarra imaginaria
Que actores recitan pasajes famosos
que hablan yo que sé de ti de nosotros
de la otra vida de los altibajos
de que bailamos sobre extraños escenarios
hechos a medida para media luz
Entonces no puedo parar
aunque no sé como empieza
y tengo que seguir y seguir
rellenando renglones a destiempo
repitiendo lo ya dicho hasta cansar
Me quedo sin aire en el pecho
me mancho los dedos de una tinta que no se borra
en este frenesí que da la sombra
con esta lujuria de lo no conseguido
y me vuelven fantasmas ya vividos
espíritus al sol que nadie nombra
inicio conversaciones que no tienen sentido
que se resuelven en silencio
que se agolpan interminables en la memoria
de lo nunca dicho
Ocurre que no puedo parar
que no sé como empieza
pero me resulta imposible detener
el hilo cansino de este poema
que intenta dejarte sin respiración
Ocurre que se me aparecen tus ojos
y te beso otra vez en un rincón
aunque todos los ángulos se hacen el muerto
cuando chocamos tu y yo
mientras escribo palabras según vienen
que no se pueden contener en las yemas
que recuerdo cartas que envidio poemas
que oigo tu voz agitándose en risa
o tornándose ternura que no encuentro el modo
de impedir que se me vuelve todo rojo
sin saber por qué
Ocurre que no se me cansan las manos
ni se me acaba el papel
y en la cabeza me aturde un diccionario
que me lanza sus términos en tropel
como si yo fuese una antena de carne
recubierta de piel y vocabulario.
Ocurre que no puedo parar
mientras escribo y que las horas pasan
como si fueran segundos fugaces
colibrís imparables suspendidos en las flores
hojas removidas por la tormenta
que cambian de sitio pero no se quieren ir
Ocurre que no soy capaz de desdecirme
ni mirar si he puesto los puntos y las comas
que fluyen inocentes la palabras de mi boca
sin que pronuncie nada sin resistir
Ocurre que los dedos se me aceleran
que me está dando miedo escribir sin frenos
que la cuesta abajo de los versos no tiene fin
que me invaden potentes pensamientos
que resucitan primaveras y alejan inviernos
que no puedo parar y no sé como empieza
que tendré que tirarme y saltar de este poema
que no descansa que me tiene preso
buscando rimas que no consigo
que por más deprisa que escribo
no encuentro la palanca del freno de mano
que me están atrapando estas letras aunque no quiero salir
pero tendré que terminarlas de alguna manera
así que cierro los ojos, me cubro
la cabeza con los brazos
y salto en marcha de este poema
hacia la vida
y que sea lo que dios quiera…

Día del libro

Se dejó caer con una sonrisilla

de las de creerse el final de los cuentos,

envuelta en una chaqueta

de abrígate si vas a salir.

Se dejo caer con su nombre

puesto en el pecho,

con sus botas de ya estoy aquí,

con su falda de clavarme

los ojos en el anzuelo

y sus pestañas de reír.

Se dejó caer con su voz

de acércate más que no te oigo,

con sus ojos limpios

de no quiero despertar del sueño,

con sus labios crudos

de pruébame de sal.

Se dejó caer

como si no se hubiera ido nunca.

Se dejó caer sin más,

como quien no quiere la cosa.

Se dejó caer

para no dejarme caer,

para regalarme una rosa.

Pero a mí

ya sólo me queda prosa

con la que corresponder.

Cielo

Aquella mañana él estaba despierto mientras soñaba, como siempre. Ella atravesó la puerta del sueño como si después de una tormenta se abriera el cielo. Un cielo de manga larga con algo escrito en las nubes, que se le dejaba caer suavemente por el cuerpo como derramado sobre la falda.

Venía envuelta para regalo, siempre sorpresa. Siempre enfundada y sin recodos. De vez en cuando algún balcón al que asomarse, una pequeña ventana a través de la que mirar. Pero aquella mañana, primavera ya cerrada con el calor que se avecina, el cielo traía rendijas en la persiana que dejaban puertas abiertas a la imaginación.

Él fantaseó con la misma escena en la que ella entraba y luego se iba. Pero, esta vez, al irse, de espaldas, justo antes del último paso, la retuvo deslizando una mano por debajo del límite azul de la camisa. Y allí escribía versos con dedos de vientre suave, jugando a pintar palabras sin ver, garabateando en la piel emociones contenidas en el tiempo.

En ese mismo sueño despierto, se percató enseguida de que ella se quedaba inmóvil, cerraba los ojos y paraba su respiración. Pasado un rato, porque en los sueños no cabe ningún reloj, mientras la acariciaba y dejaba el mentón reposando en su hombro, él llamó a su sonrisa con la voz suave de una gracia que decía, «cariño, ¿cuánto tiempo puedes contener la respiración?».

A veces ocurre que los personajes buscan autor y deciden sus propios pasos por el cuento, y, en aquel mismo sueño, ella respondió, girando un poco el cuello hasta encontrarse con sus ojos: «Hace miles de sueños que la contengo».

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