La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

junio2024 (Página 2 de 3)

Emparejar calcetines

Menudo lío hay con los calcetines sueltos. Se revuelven en la lavadora y, aunque dios los críe, ellos solos no se juntan. Necesitan ayuda, más de la que parece.

Son prácticamente iguales, todos azules, pero diferentes, apenas matices del color, las rayitas más o menos juntas, el borde superior más o menos ancho, mejor conservados o peor. Y claro, algunos ya con el tejido clareado y otros con pelotitas.

Hay que extenderlos todos sobre la mesa, ya recogidos del tendedero, e ir haciendo parejas por el color. Pero se duda de vez en cuando… ¡se parecen tanto! Nunca se sabe si aquellos que se juntan son los más adecuados o no.

Estoy pensando crear un programa en internet para facilitarles la tarea. Lo mejor, creo, es que ellos se hagan su propio perfil, que se definan bobamente con cuatro frasecitas hechas, que pongan una foto de hace cinco años, cuando aún no tenían ni tomates ni rozaduras y que se pongan en contacto.

Sí, sí, que contacten y se miren de arriba abajo o a los ojos, que se enrollen y terminen liados y con las bocas juntas, y que luego decidan qué hacer. Que se dediquen los viernes a ir al mismo paso, al mismo coche o al mismo rellano. Y allá ellos si se quedan lioteados debajo del mismo lado de la cama.

Igual hay algún sitio en internet en dónde apuntarlos y así dejar que se junten ellos solos después de cada fregado en el que se metan. Que se equivoquen ellos solitos y a mí, que me dejen en paz.

Y si la cosa no va, que si luego no se llaman, que si te vi no me acuerdo, que si vamos a cambiar de pie, que no me lluevan las quejas.

A veces me pregunto si no será mejor para todos que sigan sueltos. Que en vez de emparejar calcetines cosa que, al fin y al cabo, no sirve para nada porque entre los zapatos y los vaqueros ni siquiera se ven, en vez de emparejar calcetines, prefiero hacer algo más útil y que me gusta más: contar estrellas.

O buscar diamantes en un pecho. O cantar al oído muy bajito, pero con el corazón a grito «pelao».

Completamente viernes

Por detergentes y lavavajillas
por libros desordenados y escobas en el suelo
por los cristales limpios, por la mesa
sin papeles, libretas no bolígrafos,
por los sillones sin periódicos
quien se acerca a mi casa
puede encontrar un día
completamente viernes.
Como yo me lo encuentro
cuando salgo a la calle
y está la catedral
tomada por el mundo de los vivos
y en el supermercado
junio se hace botella de ginebra
embutidos y postre,
abanico de luz en el quiosco
de la floristería,
ciudad que se desnuda completamente viernes.
Así mi cuerpo
que se hace memoria de tu cuerpo
y te presiente
en la inquietud de todo lo que toca,
en el mando distancia de la música,
en el papel de la revista,
en el hielo deshecho
igual que se deshace una mañana
completamente viernes.
Cuando se abre la puerta de la calle,
la nevera adivina lo que supo mi cuerpo
y sugiere otros título para este poema:
completamente tú,
mañana de regreso, el buen amor,
la buena compañía.

(Luís García Montero, Completamente viernes, 1998)

Mudanza

Las llaves de la luz no están donde las busco, donde creía que estaban. Me recorro el pasillo a oscuras, manoteando mi fe en las paredes: yo me siento extraño de una lisura desconocida y ellas se extrañan del tacto de una mano inesperada.

El frío tiene otra concavidad cuando me meto en una cama que no será la mía y la textura del lado derecho de cada sábana se va difuminando lentamente en el reloj. En la cocina, el agua salpica de otro modo, la espuma del lavavajillas huele a silencio.

Salgo a la terraza buscando el humo, pero no encuentro más que ruido de lavadoras y un ojo de patio que me contempla estático, reverberando oquedades de cinco plantas. Y vuelvo dentro y se me pierde de vista el horno, el cable de la antena no me llega al corazón, no acierto a encontrar un sitio conocido donde ponerme a salvo de la tristeza.

Las cosas no están donde yo creía, como ellas no pueden creerse dónde estoy. El que cree se equivoca, pero también cree el que acierta, porque todo es creer y todo es mudanza.

Fíjate si me equivoco que, cuando entro en mi vida parece como si las personas no estuvieran donde creía, como si estuviera vacía y solo quedara un eco lejano de habitantes que se reparten entre mudanzas y enmudecimientos.

Fíjate si me equivoco que, a veces, necesito creer que me equivoco de casa para no equivocarme de corazón.

Elegía y postal

No es fácil cambiar de casa,
de costumbres, de amigos,
de lunes, de balcón.
Pequeños ritos que nos fueron
haciendo como somos, nuestra vieja
taberna, cerveza
para dos.
Hay cosas que no arrastra el equipaje:
el cielo que levanta una persiana,
el olor a tabaco de un deseo,
los caminos trillados de nuestro corazón.
No es fácil deshacer las maletas un día
en otra lluvia,
cambiar sin más de luna,
de niebla, de periódico, de voces,
de ascensor.
Y salir a una calle que nunca has presentido,
con otros gorriones que ya
no te preguntan, otros gatos
que no saben tu nombre, otros besos
que no te ven venir.
No, no es fácil cambiar ahora de llaves.
Y mucho menos fácil,
ya sabes,
cambiar de amor.

(Ángeles Mora, Elegías y postales, 1994)

Cuando digo ahora

Ya es pasado. El presente se esfuma hacia delante, a una décima de segundo. Extiendo las manos para tocarlo y se escabulle entre la maraña de células que lo protegen del tacto.

Cuando escucho tu voz, ya hace tiempo que me hablaste. Cuando noto tu dedo recorriendo mis labios, ya andan tus manos en otro trayecto. Cuando el ruido de la puerta viene seguido de un golpe de frío glaciar, entiendo entonces que te fuiste mucho antes de llegar a ningún sitio.

El momento en que descubrimos que el sentimiento aparece, siempre es un recuerdo. Por eso nos sorprende la vida en cada instante y se encapricha el azar, porque van por delante, tan cerca y tan lejos que nunca los alcanzamos.

Nos engaña el cerebro y nosotros nos dejamos engañar como criaturas fugaces, tan fugaces como el presente que se filtra tapando la realidad. Palpamos el humo creyendo que es carne, que es agua, que es calor… pero todo es pasado, todo es falso, todo es camuflaje sutil y neuroquímica del azar.

Cuando digo ahora, ya es pasado. Sin que siquiera se consuma el tiempo de parpadear ni el de rellenar los huecos en negro que suceden en la retina con el fotograma siguiente. Se estira el presente, como un horizonte cruel, que avanza delante, a nuestro paso, pero una décima de segundo más allá.

Y aunque en este presente sé que sólo beso tu niebla, tus labios de ayer permanecen en mí tan dulces, tan sólidos, tan reales… Se parecen tanto a un ahora, que consiento libremente en dejarme engañar por la memoria.

¡Qué impenetrable membrana! ¡Qué inalcanzable frontera! ¡Y qué desconsuelo pensar que, tras este invierno crudo para el corazón y para la cabeza, a una décima de ti, a una décima de mí, nos está acechando a destiempo, quizás, la primavera!

Hoy

Cada noche me asomo
a tus labios
como si fuera ayer.
Cada día a tu lado
promesa es de mañana.
Hoy es siempre
todavía.

(Ángeles Mora, Contradicciones, pájaros, 2000)

Esto no me había pasado nunca

Quizás mañana me ocurra una de esas cosas que no me han pasado nunca. Llevo ya, en relativamente poco tiempo, una buena colección. Incluso creo que se aceleran, aumentando esa sensación de que los días se me van escapando por entre los dedos.

Y no todas son malas, qué va, ni pensarlo. De hecho, esas malas, esas que tanto tiempo ignoré con la maravillosa despreocupación de quien cree que solo le pasan a los otros, esas cuya llegada tanto temí en otros momentos, no son tan terribles.

El miedo agranda, como una enorme lupa, todo lo que se ve a su través. Pero luego, sí, duele, no digo que no, pero todo pasa a segundo plano cuando se hace cotidiano y hay que adaptarse. Los seres humanos padecemos muchos sufrimientos, a veces insufribles, intentando evitar otros que nos parecen mayores, pero que luego no lo son.

Eso me dicen, que ya no soy joven, que tengo historia, que mis enfermedades están escritas en el DNI y que ha llegado el tiempo de «es la primera vez que me pasa esto».

Pero si no soy joven, si tengo historia, también tengo planes, sigo pendiente de los sueños, me deshago en proyecciones e intento tomarme esos inconvenientes del DNI con el humor que puedo. Sobre todo, quiero terminar de aprender que es una soberana estupidez sufrir para no sufrir. Si es que toca padecer, al menos, que sea por aquello que quiero, acierte o no.

Pero quisiera dejar constancia que, la mayoría de esas «primeras veces» que ahora me ocurren, han sido agradables antes que traumáticas. Estoy a régimen, pero de tanto en tanto como. Estoy solo, pero de tanto en tanto alguien me pide que mire a la luna con su risa de Chesire. Tengo la tensión alta y sus secuelas, pero cuando me haces reír, se me baja. Igual que se me suben a la cabeza los vapores de tu piel.

El caso es que vivo por la curiosidad de saber qué me está pasando. Cada duda sigue teniendo su paisaje, cada miedo su escenario, cada deseo se topa con la horma de su zapato. Cada día tiene su después. Cada esquina que se dobla trae un misterio que hay que resolver.

No sé por qué, pero el caso es que quizás mañana me ocurra una de esas cosas que no me han pasado nunca. Espero soñarla a tiempo y luego vivirla bien.

Miércoles. Día del espectador

No se descarta que al salir del cine
una pareja cuente con nuevos enemigos.
La película es mala,
las sombras buscan cuerpos para encontrar deseos,
se oyen voces de actores,
imágenes dudosas,
pero los labios son materia viva
en las butacas observadas
y los botones pierden su vergüenza.
Suena un disparo inútil,
la camisa deshecha,
la mano que naufraga entre los muslos.
Se persiguen dos coches por tus hombros
y estalla un edificio,
una lengua de fuego en la ventana,
llamas que desesperan vientre abajo,
el pelo negro por la mano abierta,
negro como la vida en la pantalla,
como el silencio del actor que mira,
del acomodador,
del público encendido.
Ya no tienen edad para estas cosas,
comenta el matrimonio da la última fila.
Y pienso que es verdad. No se descarta,
no se descarta que al salir del cine
una pareja cuente con nuevos enemigos.

(Luís García Montero, Completamente viernes, 1998)

Las cosas en el mismo sitio

Nerviosos, aturullados por el desconcierto, comenzaron por descorrer las cortinas, mover los muebles y separarlos de las paredes.

Miraron detrás de los cuadros, debajo de la mesa, en el alféizar de la ventana. Se asomaron un poco al umbral de la calle, por si acaso era allí donde estaba.

Levantaron el teclado, los cojines, pasaron la aspiradora y miraron dentro de la bolsa. Palparon los altillos del corazón y de la cocina, el fondo de la despensa, el rincón oscuro del frigorífico y, como último extremo, repasaron las hojas de los libros, los sobres de las cartas y el mueble de la televisión.

Pero nada, no encontraron nada. Lo cierto, lo triste quizá, es que aquello que buscaban, nunca se les hubo perdido.

Marcha atrás. Y ahora, a dejar las cosas otra vez en el mismo sitio: el orgullo de parecer erguidos y la necesidad de no empeorar.

Qué inútil este esfuerzo de cambiar para seguir lo mismo.

Las cosas han cambiado…

Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.
Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.
Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.
En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrellas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.
Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga belleza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.
De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.
Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.
Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
ni deseos más puros,
ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

(Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996)

Inventario agridulce

Ningún hombre me ha comprado nunca un anillo, el brasero contra el frío de Siberia, el primo y las suelas que se desgastan, la precisión con que se salta de un coche que todavía no se ha parado.

Mira qué buena cara tengo, esta morcilla no tiene grasa, el coche azul, la moto que se sale del cuadro, para caprichos no hago de taxista, la otra Gioconda, el jardín de las delicias, una habitación con tres camas.

El cojín pequeñito, me has desordenado los canales, ese es el básico que se expende, la tabla de la plancha que se rebela, la piernaca y el monedero, eso son los evangelios, los porrascazos y el resbalón, la base de datos ha sido actualizada correctamente, las muertes que vienen de improviso son las mejores.

Anda, pero si se ha puesto rojo el semáforo, la cochera en el centro, ¡sal de mi cocina!, la pachorra y el humo, el árbol lleno de luces, el palacio del camarero feo, las violetas de caramelo, el de la mesa de al lado que se está trabajando a la viejecilla.

Una caña en vaso de duralex, el miedo a que te robe las contraseñas, ese es mi lado del sofá, ni se te ocurra hacerme chantaje, el tiramisú, la ensaladilla rusa, mi famosa fabada de bote,¿le pregunto al mancebo?, cómo conducir con una mano en el pelo y la otra en el volante.

La dueña de la calle y los no-novios, el enano de resina, el plástico de los mandos, los altaricos, ya no nos medimos, pero yo menos. El cimborrio y la catedral que no me enseñaste, Escher y el frío, fútbol, filarmónica y un sprint de doscientos metros.

¿Por qué nunca quieres tocarme?, el festival de Eurovisión, un fresquito, ¡Ay, que delgado te estás quedando!, tu manera de pintarme de verde los ojos sobre la hierba, los mantecados de coco, ¿A ti no te gustan pobres, verdad?

¿Eso será soberbia?, los sitios donde ya hemos estado, estoy disfrutando del momento, la voz del destino es como un susurro, la pitufante historia de los leguins rojos, el desacuerdo de las carrasperas, antes me gustaba el Rioja y por tu culpa ahora me gusta más el Ribera, me persiguen las mesas cojas de los bares.

Siempre ponen papas, con lo que me gusta a mí una gamba, tus amigas jaleándote, el nacimiento del pelo en la nuca, el deber de revisarme los lunares, la poesía, la voz y los cuentos, cómo perpetrar a dúo las canciones del cansino.

La ropa con nombre y apellido, boquerones en la playa, un arroz sin bogavante y con pasado, la secta y los primos, el sombrero de vaquera, yo te veo guapo, el reto del autodefinido, ¿cuándo vas a dejar de tenerme miedo?.

Los equis grandes y los equis chicos, te prometo que voy a respetarte, la ansiedad es como un pellizco, la empresa privada y sus vericuetos, la mesa de juntas, la nave de los ganchos, tus tetas «en la calle» y mi manía de los coletillos.

El bocadillo de alcachofas, este no dormir juntos ni conciliar el mismo sueño, ese balcón tan goloso, la broZa, el viejecillo que no daba ni para medio café, el video de la tesis, yo he estado allí DOS veces, qué rancio te pones.

Tu miedo a que se acabe la noche, el abrazo en el umbral y ese último viaje en el que no quisieron abrirse las puertas.

Así en la Tierra como en el Blog

Amor mío,

que estás siempre al otro lado,

santificado sea tu nombre;

venga a mí tu corazón;

hágase tu voluntad

así en la tierra como en el blog.

Dame hoy el aliento de cada día;

perdona mi gramática y mi ortografía,

como también yo perdono

a quienes no me entienden;

no me dejes caer

al pozo oscuro de la poesía

y líbrame de la soledad.

Inefable

Tal vez hayas sentido alguna vez la necesidad imperiosa de decir, de escribir, un algo que te sobreviva, que quede en la memoria de muchos hombres o de alguno, que cambie la vida de una persona y le infunda valor o misericordia, o que revele al mundo esa generosidad íntima que notas en el centro del pecho, esa determinación de quien está en paz con todas sus dudas, ese espasmo de energía de quien quiere elegir su futuro.

Quizás también hayas deseado alguna vez encontrar la palabra exacta que detenga el rodillo del destino, que alivie la desazón de los naufragios, que haga rodar un número impar de lágrimas dulces contra las saladas.

Puede que hayas tenido sobre tus hombros el peso de saber que el minuto que estás viviendo trascenderá lo que de ti recuerden, que el movimiento de tus labios quedará grabado a cámara lenta en alguna memoria, que ese gesto incontrolable de tu rostro permanecerá engranado para siempre en los latidos de un corazón que te mira desde la intemperie.

Pues bien, permíteme que me inmiscuya en tus asuntos y te saque del error. Porque no existe ese momento único, no hay una sola palabra que cambie la historia más que otra, no hay un beso más oportuno que el que regalaste, no hay frase más acertada que la que dijiste.

Cada momento es único y, sin embargo, todos son repetidos. La vida es leve y necesita que digamos muchas veces lo mismo para convertir en realidad eso innombrable que nos gustaría.

Todos los momentos son decisivos, todos, porque los efectos nunca tienen una sola causa, porque no basta detener una gota de lluvia para evitar que se empape el suelo de agua.

Me he sentado delante de este papel —intangibles los dos—, deseando escribir un rayo que te recorra desde la punta del pie hasta los ojos, una luz que te deslumbre el esqueleto, una marca de agua que se te quede prendida en los sueños.

Pero me he dado cuenta, mientras iba tecleando palabras ya dichas, que no es necesario, que no debo resumir el tiempo que me ha tocado y condensarlo en un solo sintagma o en un único vocablo.

Y si acaso pudiera, solo con palabras, cambiar algún destino, sé que entonces, rayo, luz y marca, lo inefable ya lo tengo escrito. Pero no en una sola palabra, sino en cada palabra de las que he dicho, de las que digo y en las que aún me quedan por decir.

La vida nos acorta la vista…

La vida nos acorta la vista
y nos alarga la mirada.
¿Cómo poner otra figura en el paisaje
sin desarticularlo como una feria invadida por la tristeza,
sin que las nubes o los árboles se despeguen
y salten como muñecos desarmados?
¿Cómo poner una palabra en el paisaje
sin que el silencio se asuste
igual que un animal sorprendido en el bosque
o como una procesión que ha perdido su imagen?
¿Cómo poner una muerte en el paisaje
sin que se vuelva frío
y se sumerja como una flauta
con todos los agujeros tapados?
¿Cómo alargar un sueño
hasta que sea un punto en el paisaje,
una figura, una palabra o la muerte,
sin que el paisaje se desintegre como una burbuja?
Nosotros ya no podemos dejar de estar en el paisaje siguiente,
aunque sea un paisaje en blanco.

(Roberto Juarroz)

Crisálida

He descubierto esta mañana una crisálida en el jardín que, colgando de una brizna de hierba doblada por el peso sobre el hormigón que separa los parterres, parece estar en el acantilado de una costa minúscula que se abre al océano de un charco.

Ahí en el filo, mirando abajo, el mar parece liso, inocuo, blando. El viento se restriega contra la espuma y te la deja respirar para que se llenen tus pulmones de aventura.

No parece tan alto el abismo cuando me revientan en las manos las ganas de volar. No parece tan terrible besar el agua, no te la imaginas tan fría como la que viene de la melancolía de mirar atrás con una lágrima en la mejilla.

El vértigo es juez y testigo de la endeblez de tus piernas cuando las llama el abismo con un eco imperceptible de ondas en azul. No se puede contener la inquietud que late en el pecho, ni las alas que da el deseo, ni la asfixia de la virtud.

Asomado al precipicio, en el borde del acantilado, nada importa saber si es pecado avanzar o cobardía retroceder. Ni si es mejor ganar o perder un equilibrio tan desesperado que sólo puede apoyarse en la imaginación.

Morir mariposa o vivir gusano. Ahora y desde hace un tiempo, en la crisálida del patio, esa es la cuestión.

El esplendor de la metamorfosis

Has ganado la punta de maldad que necesitan los buenos para
ser auténticamente buenos.

Has ganado la pizca de obscenidad que necesitan las mujeres
para ser auténticamente misericordiosas.

Has ganado la docena de escaleras, recámaras y dobles fondos
que necesitan los cerebros para ser auténticamente imaginativos y precisos.

Has ganado un par de kilos, pero te sientan como a una diosa
anterior a la era de las liposucciones.

El cambio, de un día a otro, es infinitesimal. Pero los días se van
endeudando con semanas, las semanas imponen normas a los
meses, los meses profieren rigurosas últimas advertencias contra
los años, imperceptiblemente y sin claudicaciones

han pasado cuatro años y eres otra
la metamorfosis se ha cumplido.

Cuando te introduces en la cama a las seis de la mañana después
de haber trabajado toda la noche y quieres hacer el amor

desearía matarte desde luego, pero deseo mucho más

aunque me halle confuso como pez arrojado a la luz desde lo
más hondo del sueño submarino
hasta en tus pliegues más blancos y secretos follarte,
amiga dulcísima, mientras va amaneciendo a trompicones
en este barrio de cristianos bemeuves y glaciales céspedes ingleses
que no hemos elegido y del que esperamos poder escapar pronto.

Has esquivado la baba de la muerte prendida a un hilo de risa
y de miedo deslumbrante,

te has ganado la vida los días en que la vida era tormento
y también aquellos en que era juego,

estás aquí, intacta y recreada, inconcebible e inconfundible,
espejeante en la fuerza algebraica del deseo, en el exacto
esplendor de la metamorfosis.

¡Pero qué guapas sois las chicas morenas con los ojos claros!

Eres
mi
mujer

y estoy tan orgulloso que tenía que escribir este mensaje para
regalártelo, fax mediante, el 17 de diciembre de 1994.

(Jorge Riechmann)

Después

Sin dar tiempo para todo, les dio tiempo para mucho. Entre otras cosas para hablar, por fin, sin testigos ni metáforas. Quizás, por una vez, no dejaron nada a medias, si bien hubo cosas que no quisieron empezar.

Y en la paz de la tarde, cuando al cabo de tanto tiempo la risa empezó a salirle de dentro, se produjo la conversación:

—Ni siquiera creo que pueda llorarte entonces… Oye… ¿Tú no has pensado nunca en el después?

—Sí, claro que sí. Pero me parece que yo pienso en otro después.

—Lo que pasa es que eres muy optimista.

Y es verdad que él era optimista, pero no pensaba en otro después por eso. Sino porque si ni siquiera puede soñar con lo que quiere, entonces, piensa que para qué demonios lo quiere. Y porque, soñar con la felicidad, eso, precisamente eso, es la felicidad.

«Pero, ¿y si tu después no sucede?, parece preguntarle. Y él parece responder: «Pues si no sucede, ENTONCES, lloraré».

Cada después tiene un entonces y cada entonces —sí, por alegre o triste que sea—, cada entonces también tendrá su después.

Y me asombro cuando me despeño en la cuenta de que a este ahora, al que alguna vez llamé «entonces», ya le está haciendo cosquillas un después.

Después

Y ahora se inicia
la pequeña vida
del sobreviviente de la catástrofe del amor:

Hola, perros pequeños,
hola, vagabundos,
hola, autobuses y transeúntes.

Soy una niña de pecho
acabo de nacer
del terrible parto del amor.

Ya no amo.

Ahora puedo ejercer en el mundo
inscribirme en él
soy una pieza más del engranaje.

Ya no estoy loca.

(Cristina Peri Rossi, Otra vez eros, 1994)

Distancia justa

En el amor, y en el boxeo
todo es cuestión de distancia
Si te acercas demasiado me excito
me asusto
me obnubilo digo tonterías
me echo a temblar
pero si estás lejos
sufro entristezco
me desvelo
y escribo poemas.

(Cristina Peri Rossi, Otra vez eros, 1994)

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