Su avidez de palabras era insaciable. Leía y releía cuanto vocablo provenía de los dedos blancos y finos que ella desplegaba, una y otra vez, insistentemente, con una tenacidad que más parecía la de un opositor en pleno fragor de los estudios.
Vorazmente repasaba los renglones en busca de guiños ocultos, de significados misteriosos. Aprendía de memoria el transcurso de las palabras mientras las pronunciaba en voz alta, escrutando la presencia de sonidos escondidos en el devenir de las letras.
Y después, mansamente, cumpliendo un mandato autoimpuesto, borraba triste lo recibido, mientras pensaba en lo efímero de la felicidad oral y se maldecía por no ser capaz de recitar nada más que lo último aprendido.
Si bien es un curioso comportamiento, no es nada comparado —pásmense conmigo—con el hecho extraordinario que le mantenía completamente absorto en la lectura. Porque, como efecto asombroso de la pasión que ponía en lo leído, le parecía escuchar de modo indudable, como si estuviese a su lado, el tono de voz con que ella pronunciaba cada vocablo. Distinguía el acento, la risa indicada en «jes» y los suspiros suspensivos de aquella voz que le penetraba el espíritu.
Tal vez, alguna bioquímica de su organismo era capaz de reproducir en voz alta la voz anhelada. Quizás, pensó alguna vez no exento de vanidad, en su interior albergara un principio activo que sacara del silencio a los sordos, después, claro, de una sesuda investigación de los expertos. Pero ese pensamiento se desmoronaba enseguida al primer contacto con la realidad.
Porque su única y no absurda frustración consistía en no poder contar a nadie lo que le pasaba. Si hubiese pregonado a los cuatro vientos que oía por dentro su voz, muy probablemente ella, y el resto del mundo, le hubieran tomado por loco. Y, lo peor es que, seguramente, todos hubiesen tenido la razón que él iba perdiendo.
Forma
Se iba quedando callada
hasta que la sombra espesa
se hizo cuerpo tuyo.
¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo!
Aquí la sombra del cuarto,
piel fina, piel en mis dedos.
siente, tiembla. Fina seda
que palpita humanamente
entre mis dedos de nieve.
Mis dedos de hielo rizan
tu delicada quietud,
totalidad de este cuarto,
corporal y muda, extensa
sobre la estancia dormida.
Para mis ojos azules
tu negra forma se entrega,
cuajada y pura, inocente,
oh soledad de mi cuarto.
Pero no quiero mirarte.
A oscuras, paredes justas,
cámara, entraña, me aprietas;
te siento exacta y te amo,
cerrazón de vida y muerte,
negra posesión del aire,
sombra que habito y que siento
contra mi piel semejante.
Blancas paredes fronteras,
densa presencia estrechada,
cuerpo que ciego adivino
en mis sentidos dorados.(Vicente Aleixandre, Poemas varios, 1924—79)