Te hablo de amor y no contestas. Pienso que tal vez he elegido una mala palabra, de esas que son tan delgadas que se pueden mirar al trasluz de una lámpara y no hacer ni sombra. Por razón de silencio he cambiado de tema y te he estado presentando íntimamente las manías y defectos que arrastro desde hace tiempo formando parte de mí. Pero sigues sin contestar.

Entonces pruebo a hablarte de sueños como quien explica la travesía un barco a los pobladores del desierto. Pero no dices nada de mis sueños y me temo que tal vez pienses que no son sino tonterías pasajeras, culitos de rana contra las balas, engaños que solo sirven para conciliar el insomnio y no perder la esperanza.

Lo intento con la carne, con el sexo, con el ombligo, con los muslos, con el vello. Me quito la ropa para señalarte los efectos del deseo y de la temperatura, para enseñarte las huellas que aún no tengo y que están esperando tu cuerpo para quedarse marcadas y empezar a dolerme en cuanto se cierre la puerta y se haga la cama. Pero sé que no estás mirando, que no me rozas, que no me hueles, que no dices nada…

¿Sabes? No es culpa tuya, no puedes contestarme porque estás en otro lado aunque yo me empeñe en imaginarte aquí. Me he dado cuenta, claro que lo sé, no creas que soy tan tonto como me hago. Y, sin embargo —¡cuánto esfuerzo requiere engañarse tanto!—, he cambiado de tema y te sigo hablando, no sé bien de qué.

El día que por fin estés a mi lado, ya no sabré qué más decirte.