Pero no ha dejado de llover aunque el sol invada el cielo. Sigue cayendo, la siento todavía volar mansamente, gota a gota, penetrando por todos los resquicios del pensamiento, mojándome lo ya húmedo, impidiendo lo seco.

Miro a través de la ventana y no la veo. Apenas un pequeño resto de palabras, como un reguero que se resiste a huir o que no se atreve a volver. Pero la oigo palpitar en todas partes, cayendo desde no sé qué cielo, tomando formas diversas al contacto con el suelo, andando de puntillas tras de mí.

No ha dejado de llover por más que lo digan los telediarios. Llueve sin agua, llueve sin nubes, llueve siempre. Lleva mucho tiempo lloviéndome en cada silencio, justo antes de cada palabra que pienso y, también, justo después de no decirla.

¡Me gusta tanto la lluvia! Que salga el sol si quieres, que salga si no la luna; pero que no deje de llover, que me caiga todo el agua encima. Ya no quiero estar seco, porque me ahogaría.

Estaré

Estaré dilucidando nubes. Tratando de ponerle a mi corazón la mancha grande del amor. Llevándome en un saco la lluvia junto con mis lágrimas y los poemas que buscaban mi medida, la tuya, y están sentados al borde de la acera esperando que yo los recoja, que pueda sacarle a la vida la gran respuesta, el mensaje, la diferencia entre una vida y otra, entre un cielo y una tierra.

(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 2007)