La banda sonora de la vida nunca se detiene. Pulsos, arpegios, pasos, zumbidos… El silencio no existe como tal, salvo en el papel de los pentagramas.
Pero aquí fuera, la vida nunca se calla. Los pensamientos tienen sonido, los recuerdos llegan precedidos de una música, el miedo está envuelto en una sucesión de ruidos que lo acompañan.
Respirar consiste en enviar peticiones de auxilio al aire que se escapa. El corazón late en morse con mensajes larguísimos de sangre que se altera, de humores que corren desatándose por las venas, de ritmos que conmueven mientras traspasan los cuerpos hasta quedarse adheridos al tímpano.
Tocar hace ruido. Una vibración que estalla por debajo de la mesa cuando, las manos que se buscan, al final se encuentran formando un estruendo que se escucha por debajo de la piel. Besar es una explosión que tapa cualquier otro sonido.
Buscar tus ojos y encontrarlos en los míos despierta las voces de ese estrépito que no me deja escuchar nada más que el ruido inconstante de los parpadeos, el eco mecánico de las teclas y el de aquellas gotas de lluvia que resbalaban en el cristal.
También la ausencia suena. Estallando en una algarabía que se extiende más allá de la música de los vecinos y del runrún de los aparatos y de la cascada del agua en la cabeza y del ruido hiriente de las ambulancias y de las voces de los niños y del paso lento de las manecillas.
Llega con el fragor de una voz incansable que me grita por dentro y sin descanso que no estás. Hasta que se para un momento, un instante tan solo, cuando esta música de texto me deja leer que existes…