Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras los protagonistas avanzan por la escena encadenados. Las luces cambian y a veces llueve, pero el escenario permanece suspendido en un tiempo ficticio —como extraños en un tren—, que traza el guion que, por cierto, aún no está escrito.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras él sube y baja los treinta y nueve escalones infinitamente repetidos, mientras suena la puerta y aparecen otros personajes en la ventana indiscreta que dan su punto de vista y él hace mutis en una esquina intentando no oír.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, porque todos parecen conocer el desenlace menos él, porque no cabe la sombra de una duda, porque todos han visto ya esta película —o una versión antigua protagonizada por otros—, porque parece que sólo importa que el final sea conmovedor.

Y sube la tensión, como en una vieja película de Hitchcock, mientras el vértigo da paso a la nausea, y luego llega la tos hacia el desánimo o el insomnio se acelera engurruñido en el sillón. El humo se sale del encuadre por el patio interior, así que nunca se sabe donde está el fuego, sólo se sospecha y no hay manera de atrapar a un ladrón… Y sólo parece importar lo que pasará luego, como si en la psicosis de ahora nadie estuviera en la pantalla y todo fuese un fundido en negro.

Y sube la tensión, porque no es una vieja película de Hitchcock, porque nadie con voz de mando gritará «corten», porque todas las manos tiemblan cuando repasan el guion, porque la luz avisa que sólo se hará una toma.

Y sobre todo, más allá de ninguna otra causa, va subiendo la tensión porque él cierra los ojos sabiendo al abrirlos, por desgracia, continuará…