La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

febrero2025 (Página 2 de 3)

Discordante

Un abrazo propinado a destiempo, el lunar altivo de la mejilla, el mechón de pelo descolocado. Aquella sonrisa indefinida de la periodista mientras iniciaba su interrogatorio, la llamada a destiempo del hombre que vive detrás del teléfono.

Un silencio imprevisto después de la gran duda, el tono exasperante del taxista, la columna de humo en lontananza. El sonido equivocado de la campana que decora la noche. Un claxon que te saca en ámbar del quicio del semáforo verde.

El motorista que retuerce la cuesta, la gota que cae imparablemente desde el grifo hasta el fregadero. La hoja extrañamente perforada, la colilla absorta en el humo, los pezones agazapados de la mujer que se vierte húmeda sobre tus piernas.

Las luces del parque cansinamente amarillentas, las manos de los paseantes que no se engarzan para matar los anillos, la precipitación de la despedida como quien huye hacia adelante. El autobús que pasa de largo a la hora prevista y el hombre equivocado al que le sangra la nariz.

Mis pensamientos se desafinan, mis palabras suenan extrañas, el corazón no me encaja en su hueco. El habitante del espejo se desconoce, la casa cruje en medio de la noche y la canción que suena como sábana de hospital, termina antes de tiempo.

El hombre escribe versos perdidos, versos que saben a prosa mientras se va aprendiendo las sombras que le rodean. Pero algo falta, algo le falta, el cuadro no está bien pintado. Es todo tan normal, que no puede ser cierto.

Otro nocturno

La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de apache, que fuman un cigarrillo en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.

(Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, 1922)

No se me importa un pito

No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar…

(Oliverio Girondo, Espantapájaros, 1932)

Tarde equivocada

Apenas tres minutos es lo que tardo

en leer un poema, no muy largo, en el silencio

de una tarde lluviosa.

Todo lo que entiendo se entrecruza

con un algo que se imagina, con un mucho

que se sugiere, con un poco de mí

y una taza de café con leche

que espera mis labios tibios

entre sorbo y sorbo de metáforas ajenas.

Pero yo construyo las mías en cada verso

hilvanando voces, memoria, desencantos

y un mordisquito que doy de tanto en tanto

a una galleta que no es de la suerte.

El poema se acaba. Recuerdo entonces

que algunas noches imagino

el sorbo a sorbo de tus labios

en esta taza de mi boca, hueca y ronca

por todos esos excesos de ausencia

que se me quedan fuera de la página.

Y se me ocurre que eres tú quien me lee

en el poemario de alguna vida

y que todo lo que entiendes se entrecruza

con un algo que me sugieres, con un mucho

que te imaginas y con un poco de este yo

que ahora aprieta el libro y los ojos

como se cierra un poema que te emociona,

como se huele la rosa a primeros de mayo

o como se escuchan tres minutos de lluvia

de una tarde equivocada y llena

de este sin ti que va cayendo gota a gota,

lentamente, sobre los renglones.

La tarde equivocada…

La tarde equivocada
se vistió de frío.
Detrás de los cristales
turbios, todos los niños
ven convertirse en pájaros
un árbol amarillo.

La tarde está tendida
a lo largo del río,
y un rubor de manzana
tiembla en los tejadillos.

(Federico García Lorca)

Pesadilla

Estabas sentada en el sofá, tú, que va a todas partes corriendo.

Hacía un momento estabas bien; luego, no sabía qué te pasaba. Acababas de hacerlo todo tan rápido y tan bien como siempre lo haces. Aunque, pensándolo mejor, quizá te levantaste un poco rara, pero como nunca te… bueno, yo qué sé…

Ni siquiera ha sido de repente, sino que, muy lentamente, ibas bajando de revoluciones, empezaste a tomarte las cosas con parsimonia y me pareció que tenías demasiado alta la despreocupación.

Dejaste de andar como si corrieras a saltitos, veía cómo te quitabas los zapatos nuevos y salvajes que tenías puestos para irlos domando y los dejabas en mitad del salón, como si no te importara nada que no estuvieran en su sitio.

Entonces te miraba a la cara e iba descubriendo paz en tu mirada, pero no cansancio. Quizás soñabas, pero no estabas dormida, ni siquiera tenías los ojos entornados.

¡Qué miedo he pasado! ¡Ha sido terrible! Porque estabas en calma en lugar de estar tensa, porque te habías deshecho de los nervios y de la taquicardia, porque en vez de ansiedad, te inundaba el sosiego…

Y justo en ese momento me he despertado, porque me sentía impotente y asustado. Estabas teniendo un fuerte ataque de tranquilidad y yo no podía hacer nada… ¡Nada!

¡Uff! ¡Qué mal rato he pasado! Menos mal que solo ha sido una pesadilla…

Crepúsculo

Tiene algo de sueño esta luz del crepúsculo cuando embadurna la tarde de misterio. Cuando las sombras, antes nítidas y refrescantes, se disuelven en recuerdo agradecido, cuando el mundo se contrae poco a poco hasta caber bajo el cono de una farola.

Pero algo de insomnio tiene esta luz, algo de resistencia a la noche. Y en esa lucha por no caer al horizonte, el sol despliega sus más hermosos colores sobre lo que antes no era más que paisaje sin alma.

También tiene algo de error consentido, algo de maquillaje, esta luz caprichosa que transforma las cosas y los colores. Esta luz que puede, como en un acto vandálico o milagroso, hacer que las flores de un mismo árbol no parezcan iguales.

Las estrellas, dicen, antes de morir en vano sobre el manto de un universo desperdiciado, es cuando más brillan, cuando más exaltan la parsimoniosa claridad de un acto tan único como inmenso.

Esta luz del crepúsculo, este amanecer de las otras estrellas anónimas, cuando la luna cobra sentido, tiene, definitivamente, algo de nostalgia.

Será por eso que, durante el crepúsculo, aquello que anda atrapado entre la salvación del recuerdo y la condena del olvido luce más que nunca, con más ternura que siempre, con más esplendor que jamás.

Echarte de menos es esa luz con la que amaneces cuando mis ojos se hacen de noche, en un crepúsculo que dura duermevelas secretos, insomnios descosidos a letras y una canción que resuena mucho más allá de lo que dura, mucho menos de lo que pesa.

Agradecer el ridículo

A Salvador Morales Lupiañez, gracias.

¿Qué edad tendríamos? Ya ni me acuerdo.

Malos tiempos en casa. Como conclusión de aquel fin de semana, yo tenía que escribir una carta. Y al ver mi papel en blanco, te dije que no podía, que me sentía ridículo.

Me contaste entonces, cinco minutos duró la charla, que la verdad sólo está en la pugna de los contrarios. Que el dolor y el placer, dan la verdad cuando se encuentran. Que la alegría y la tristeza, vienen del mismo sitio.

Preguntaste con aquella media sonrisa del que es mayor y ya sabe la respuesta que ofrece la vida —andaba yo empezando a descubrirme el corazón en otras manos—, si los besos de aquella chica que vinieron después de los nervios, fueron ridículos. Y claro que no lo fueron, respondí yo.

Entonces la frase que me cambió la vida. Ha habido más desde entonces, pero aquella fue la primera y fue tuya. «Hay que saber hacer el ridículo», me dijiste, «para que los demás te tomen en serio». Seguramente aquella fue la primera vez que lloré escribiendo, escribiendo una carta estremecida que, todo hay que decirlo, no sirvió para lo que pretendía, excepto para cambiarme la vida.

Antes de irte, debería haberte agradecido mejor aquellos cinco minutos y el resto del tiempo en que nos conocimos.

No has llegado a saberlo del todo, me leíste un par de veces solamente. Por eso me gustaría que supieras lo ridículo que, a veces, aquí y allí, me siento escribiendo las cosas que me pasan por el corazón y por la cabeza.

Pero al sentirme ridículo comprendo que habrá alguien, al otro lado de las ventanas, que me va a tomar en serio. Es un alivio saberlo.

Y escribir no es el único ridículo que acometo.

Fe de vida

Nadie sabrá las veces, las mil veces,
después de la tristeza o de la humillación,
que envidié la sonrisa de los cínicos,
esa distancia fría de sus labios
ante la realidad. Son como estatuas
sobre el declive amargo del otoño,
y en las seguridades de la piedra
no conciben el riesgo de la fe,
la luz que se hace vida, pero luego
puede sentir la mordedura,
el veneno amarillo
de la vejez, la quiebra y el ridículo.

No conciben heridas. Será porque recuerdan
la pureza metálica del justo
que agita su sermón
más allá de las dudas y de las decisiones,
clamando contra el filo de los sueños,
contra la incertidumbre,
sin asumir ninguna
responsabilidad en la quietud,
con su orden de muerte y de injusticia.

Al caminar un día
sobre los arrabales de la Historia,
mientras la luz deshecha buscaba solidez
en el cemento y en los vertederos,
sentí —igual que se perciben
las inquietudes y los atardeceres—
que la verdad abstracta
es legitimación de la mentira.
Y no pude salvarme, ni ser puro,
ni sonreír con labios de distancia.
No me quedé en los márgenes,
ni en mesas de camilla,
ni en la capa del noble, ni en la canción del infierno.

Pero la luz se enfría débil sobre los campos
y quien regresa siente las manchas de la tarde.

Nadie sabrá jamás
las veces, las mil veces,
que envidié la sonrisa de los cínicos,
la pureza metálica del justo,
después de los regresos y de la humillación,
al sentirme manchado por la luz
y al conservar en la memoria,
en la izquierda vacía de mi cama,
como la sombra hiriente del cuerpo que se ha ido,
la memoria dudosa y palpitante
de algún amanecer.

Porque tal vez la vida
sólo nos quiere dar
aquello que después sabe quitarnos.

(Luís García Montero, La intimidad de la serpiente, 2003)

Inflexión

De todos los allí devorados por el tiempo

en los que alguna vez estuve vivo,

ahora me siento al otro lado.

Los voy mirando despacio, tranquilo,

enfrentándome al salto,

acusando el vacío agudo y pequeño,

este ciclón del vértigo

de solo haber vivido

aquello que consigo revivir.

Como el niño despojado a punta de reloj

de la tarde de juegos en el parque

que ve, por un instante,

a través de la ventana de casa,

el bullir de otros niños

que continúan jugando como si él

no hubiera estado nunca,

lánguidamente entiendo

que recordar es hacer un recuento

de todo lo perdí sin remisión.

Soy aquello que se me ha ido,

la empedernida colección de nadas

que tengo esparcida por los cajones,

la ambigua retahíla

de todo eso que recuerdo que fui

y que es mentira.

Cristales empañados

Se fue, no tan despacio que no hubiera
un desajuste tenue en la calima
del asfalto, y su falda
parecía más triste en el andar y hubo
como una duda, o tal vez no, y la acera
se fue estrechando al alejarse y, luego,
pareció, quizás fuera
su delgadez, sus hombros, que no iba,
que volvía a la infancia, y en la calle
apenas cabía el sol y mi mirada
y una música urbana que, tan joven,
surgió de un bar con soledad y miedo.
¿Te veías tú, acaso, dime, como
si te pudieras ver, de espaldas, sola,
pegada a la pared, andando, yéndote?

Me fui. Recuerdo que el vacío
aquél era ya parte
de mí. Porque me estuve yendo
todo el tiempo que, arriba, la buhardilla,
cama deshecha, sábanas con restos
de calor, vasos, deja
ya de fumar, me estuve
dejando ir en no querer ser pasto
de ciudad, y las calles
y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla,
¿por qué te vas?, estaban
alrededor de mí; ser pasto
de ventanas cerradas, un quejido
o una sirena a media noche, esquinas
donde comprar la nada, el estallido
de la nada, acompáñame, me estuve
yendo de mí todo aquel tiempo tan hermoso.

Se fue y era de noche
en torno a su cintura y sus vaqueros
gastados. La bufanda, con su historia
ella también, entretejida, daba
una vuelta a la tibia
cadencia de su cuello y la seguía
a través de la lluvia y algún perro
y la insolente luz de los semáforos
poniendo en orden el desierto y, lejos,
la otra oscuridad, la que está hecha
de violencia y portales y mugrientas
escaleras.

Me fui de tanta prisa
por conocer, de tanto estar contigo,
de tanta juventud, frío empañando
los cristales, de tanto amor, la estufa,
libros y discos en desorden, altas
madrugadas del beso, tus preguntas,
café para el cansancio, las paredes,
tu pelo, el desconcierto de estar vivo.

Toda esta vida me sostiene ahora.
Todo este tiempo aquél que es lo que tengo,
lo único que tengo. Tanto irse,
tanto perder, tal desapego,
tanta sinceridad, tan armoniosa
desventura, tan sabio desvarío,
tal desesperación, tanta belleza.

(Rafael Guillén)

La quinta quimio

Desde aquella noche de hace tanto tiempo, me trataste como a un amigo. Reímos y lloramos, por cartas, por sentimientos, por adolescentes. Cinco minutos que me cambiaron la vida.

Más tarde nos separaron los caminos distintos que cada uno buscó. Varios reencuentros, todos alegres. La vida que a cada uno lo manda a un sitio distinto, cada cinco minutos.

El último reencuentro fue hace seis meses en la consulta del especialista. Lo mío, ya sabes, la tensión, y lo tuyo, ya sabes, nada grave, que no dan con la tecla. Entraste hacia el diagnóstico, cinco minutos después del mío.

Cinco quimios después, no hemos podido despedirnos. La muerte es parte de la vida, pero cuando se altera el orden natural de las cosas, entonces la vida es una catástrofe que nadie entiende.

Nadie entiende, pero hay que defender la alegría. Y recordar aquella tarde, aquella guitarra, aquel abrazo y aquellas lágrimas brutas, orondas, repletas de despedida. Hay que defender la alegría porque la vida puede cambiarte en cinco minutos.

La vida cambia cada cinco minutos, Salva, aunque sólo sea para seguir lo mismo. A mí no me importan los herederos, ni los testamentos, ni saber si van a hacerme cenizas y a rociarme sobre una roca.

Yo sólo pido, cuando lleguen esos cinco minutos que me cambien la vida, pido tu suerte: la de poder agarrar con fuerza una mano que amar y que me ame. Y después, cerrar los ojos y que el río siga pasando por debajo del puente.

Creo en la muerte pero, aunque sé que me ronda detrás de cualquier esquina, no quiero dejar de creer en la vida. Por eso, entretanto, quiero hacer planes, cumplir sueños, estar contigo hasta en los cinco minutos últimos.

Deseo que la muerte tarde en llegar y que cuando llegue me encuentre completamente vivo.

Adiós, Salva. Qué no daría ahora por la memoria de un último abrazo que ya no podré darte.

Elegía del recuerdo imposible

Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas
y de un alto jinete llenando el alba
(largo y raído el poncho)
en uno de los días de la llanura,
en un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
de haber combatido en Cepeda
y de haber visto a Estanislao del Campo
saludando la primer bala
con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
de un portón de quinta secreta
que mi padre empujaba cada noche
antes de perderse en el sueño
y que empujó por última vez
el 14 de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
zarpando de la arena de Dinamarca
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(la tuve y la he perdido)
de una tela de oro de Turner,
vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.

(Jorge Luis Borges, La moneda de hierro, 1976)

Cerrar paréntesis

Para una criatura nocturna, madrugar siempre es un mal comienzo. El aire vuelve a sentirse en los pulmones, la luz atraviesa los sueños hasta llegar a los párpados y, lentamente, el cuerpo se hace consciente y se enfrenta de nuevo al efecto de la gravedad.

Y luego, el agua caliente termina de descorrer el velo de este paréntesis, dejando que escurran, en el azar de las últimas gotas, las huellas viscosas que quedan de sueño. Cerrando el día de ayer con la humedad de la piel envuelta en la toalla.

Aromas a nuevo día, a rutinas que vuelven, llamadas al orden para no olvidarse los aperos. El peso del reloj que no alivia la carga ni aligera los pies, ni protege del frío que penetra en los huesos cuando se cierra la puerta de casa y se dejan dentro, congeladas, las partes de vida que no se pueden llevar en los bolsillos.

Es este maldito primer paso el que se me resiste. Luego sé que la cosa no será tan grave, que todo es vida. Llevo un rato dando vueltas para no terminar este texto, como si así pudiera alargar el momento y quedarme en la víspera.

No es sano pensar para compensar, ni para dispensar la energía que nos queda en las dosis convenientes. Hay que ponerla toda. Y a mí me toca ahora, aunque sin gana, cerrar paréntesis.

No sé viajar sin ti

Deshice la maleta. Fue saliendo
doblada una ciudad con voz de lluvia.
De las perchas colgaron
los cielo rotos y la luz sumisa.
Ordené las preguntas
en la parte derecha del cajón
y a la izquierda dispuse un restaurante,
una mesa sin hambre y sin rumor de sábanas
para cenar cansado de estar solo.

Luego bajé a la calle.
En la esquina arrugada de una chaqueta negra
me detuve a mirar
la luna de las ropas interiores.
Dolía el pasaporte en el bolsillo
igual que los extraños y las tiendas cerradas.
Quise llamar un taxi. No levanté la mano.
Se paró junto a mí la desventura
de una ciudad vacía.

A media noche estaba a medio ser
en medio de la nada.

No sé viajar sin ti,
ni contarte las cosas por teléfono.

(Luis García Montero)

Cambiaron de tema

Una amiga lejana del otro lado, le confesaba, allá por las horas oscuras de los sueños:

«Cuánto más quiero olvidarle, más se me agarra en el pecho. Es un callejón sin salida».

Y él, consciente de que no hay salida para los callejones de los que no se quiere salir, pero sin querer saber nada de olvidos, musitó con letras bajitas:

«no es que no te entienda. Es que no quiero entenderte».

E inmediatamente, cambiaron el tema de la conversación por la estrategia del avestruz.

Casi nunca sale siete

El viento frío y una lluvia inconstante hacían la noche muy desapacible, pero él no tenía más remedio que estar a la intemperie. Adentro no había cobertura y esperaba una llamada importante.

Dos bancos más allá, ella lloraba. Joven, bien vestida, sin maquillar. Bueno, más que llorar, contenía las lágrimas con resoplidos espesos que llenaban de vaho el contraluz de una farola lejana.

Él se acercó, por aburrimiento y porque no demasiado tiempo atrás estuvo sentado en ese mismo banco, conteniendo, quien sabe si las mismas lágrimas.

—¡Pícola bambina! Tu sei infortunatta, ¿certo? —le dijo al llegar a su altura. Se lo dijo en italiano porque… bueno, tonterías suyas, a veces las mujeres cuentan con mucha alegría que les «ha entrado» un italiano.

—¿Qué? —contestó ella, que no estaba para romanticismos ni para aprender idiomas.

—Digo que si estás triste, mozuela.

—Lo que tengo es un resfriado que no me aclaro —hizo una pausa mientras se daba en la nariz con un pañuelito de papel que arrugaba en la mano que escondía en el bolsillo—. A ver si viene ya el autobús, que me estoy quedando congelada.

—¡Ah, perdona! Entonces nada —dijo como retirada, como buscando un agujero por donde la tierra se lo tragara.

En ese momento, con un chirrido propio de maquinaria pesada, llegó el autobús a la parada y ella, sin mediar ninguna otra palabra, se subió en él. El vehículo salió a la vía, pero se detuvo en el semáforo rojo que había apenas a tres metros.

Él esperó en vano una mirada de la chica mientras notó que la lluvia se detenía y se echó hacia atrás la capucha. Pero sucedió verde, el autobús se fue alejando y ella no hizo ademán ninguno de mirar otra cosa que su móvil. Y arreció la lluvia.

Sintiéndose ridículo, se sentó debajo de la marquesina y no pudo más que acordarse de la canción: «Pero prendió el azar semáforos carmín, detuvo el autobús y el aguacero hasta que me miraste tú».

Es caprichoso el azar y siempre es el que tira los dados. Pero somos nosotros los que elegimos el número al que apostar. Y casi nunca sale siete.

Estaré

Estaré dilucidando nubes. Tratando de ponerle a mi corazón la mancha grande del amor. Llevándome en un saco la lluvia junto con mis lágrimas y los poemas que buscaban mi medida, la tuya, y están sentados al borde de la acera esperando que yo los recoja, que pueda sacarle a la vida la gran respuesta, el mensaje, la diferencia entre una vida y otra, entre un cielo y una tierra.

@(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 2007)

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