La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

julio2024 (Página 3 de 4)

Mano entera

Tengo las manos pequeñas, con falanges cortas y una breve capa de vello que apenas se divisa ya entre los nudillos.

Cuando las cierro, mi puño es minúsculo. Posiblemente, como decían cansinamente los libros de texto de cuando era niño en tardes que recuerdo somnolientas, minúsculo sea por eso el tamaño de mi corazón.

Me cuesta abrir los botes de cristal, apretar las tuercas y atornillar los clavitos esos que van peinados con la raya en medio. No consigo sujetar una moneda entre los dedos sin que se note que la llevo y cualquier llave me doblega enseguida si se me cruza en el camino algún problema de goznes o de cerraduras.

Mis manos se me rebelaron ya desde muy niño. Dedos cortos para tocar la guitarra, demasiado gruesos para los trucos de naipes. Muy sudorosas para pasear agarrado, excesivamente ásperas para materiales sensibles, inseguras contra el frío y débiles para proteger contra el mundo.

Hubo un tiempo en que decidieron perder el tacto. Las cosas más importantes se me caían de las manos porque siempre tuve miedo de apretar más de la cuenta. No podía mostrarlas en público y desde entonces arrastro esta manía de ponerlas a jugar al escondite con los bolsillos.

Y sin embargo, antiguas enemigas, se vuelcan ahora en las teclas como si pudieran cambiar mi destino, como si rebuscaran contraseñas que me abran las puertas de otra vida. Acarician estas palabras sin tinta como si alguien, al otro lado, estuviera colgando en ellas una vida.

Él las tiene hermosas, elegantes, jóvenes. Las vio, años después, en una fotocopia de esas que se hacen por curiosidad y las reconoció enseguida. Manos de dedos largos y rasgos suaves, de palmas abiertas al futuro y sin miedo escrito en la línea del corazón.

Yo no reconocería mis manos antiguas, ya no. Ni ayuda la vista cansada, ni el paso del tiempo respeta nada. Pero aun así, todavía espero que mis manos, antes de que el fragor de los teclados les borre las huellas para siempre, encuentren una memoria amiga en donde guarecerse.

Que mi mano encuentre una caligrafía en la que posarse suavemente, que halle un tiempo en el que desplegarse al calor de los días y que, cuando la vida nos arrincone contra las tablas y nos apriete los puños manchados de soledad, la salve otra mano que la recuerde entera, abierta, desnuda.

Desnuda

Desnuda eres tan simple como una de tus manos:
lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente.
Tienes líneas de luna, caminos de manzana.
Desnuda eres delgada como el trigo desnudo.

Desnuda eres azul como la noche en Cuba:
tienes enredaderas y estrellas en el pelo.
Desnuda eres redonda y amarilla
como el verano en una iglesia de oro.

Desnuda eres pequeña como una de tus uñas:
curva, sutil, rosada hasta que nace el día
y te metes en el subterráneo del mundo

como en un largo túnel de trajes y trabajos:
tu claridad se apaga, se viste, se deshoja
y otra vez vuelve a ser una mano desnuda.

(Pablo Neruda)

Reír a lágrima viva

Cuando observo a la gente me fijo mucho en cómo ríen. Hay risas forzadas y risas que parecen florecer en la cara. Hay risas tímidas, hay quien ríe como por dentro y hay risas que explotan como una burbuja.

También he visto reír a lágrima viva, he visto reír compulsivamente empujado por los nervios o soltar una carcajada después de sentirse apuñalado. Por eso no creo que haya una risa sea más sincera que cualquier otra. La risa es un arma y puede usarse para defender la alegría o para matarla.

¡He reído por tantas cosas! He reído para intentar comprender el mundo, he hecho reír para conquistar un beso, he reído por no llorar. He reído para ablandar el corazón de otros y he reído para que no se me note la cobardía.

Ahora todavía me río por lo mismo. Y por alcohol y por maría. Pero he decidido elegir con quién me río. Supongo que en eso también hay algo de coquetería, que los huecos de las muelas que ya no tengo ayudan a reír en público con media boca.

Nunca me hicieron gracia los tropezones ni los chistes verdes. Pero cuando algo me produce ese cosquilleo que antecede a la carcajada, entonces tengo que huir a cobijarme en alguien para reírme a todo pulmón, porque reír hiere o es poco educativo o requiere a otro alguien que se ría también.

Reír solo es mucho más triste que llorar sin compañía. Porque llorar a solas es darse cuenta de que no te han entendido. Pero reír sin nadie alrededor es saber que no van a entenderte nunca.

Sin embargo, cada vez me río menos. No sé si es hormonal o producto de la experiencia, de este haber visto ya de todo, tan de todo, que la risa prescribe. O tal vez me haya vuelto insensible al sentido lúdico de la vida.

Aunque la razón más probable para que mengüe mi risa estriba en este ir perdiendo la inconsciencia, en esta manera de ir aprendiendo que, cada vez que me río por algo, en realidad, me estoy riendo de mí mismo. Y ese modo de autocrítica es muy sano, no digo que no, pero se acusa el golpe y prefiero dejar que la risa se diluya en la rutina. O en todo caso, sonreírme a mí mismo, como si me perdonara.

Lo que no he conseguido nunca, y no creo que nunca consiga, es reír sin gana. Y sin gana, tampoco he conseguido hasta ahora llorar.

Espero dar alguna vez con alguien que sea capaz de reír y llorar a la vez. Me encantaría aprender poco a poco.

Al otro lado

Te digo que esta vez lo digo en serio.
No consigo dormir, me asusta el tiempo
que tengo que pasar sin ver tu risa
liviana apoderarse de la casa.
Noche tras noche vienes y me dejas
más sólo que la luna. Ese recuerdo
me basta para hacer un melodrama
del día que me espera, sin un beso
que llevarme a la boca. Mi mujer
no sospecha de ti; sólo pregunta
de dónde ese aire huérfano, esa leve
sonrisa que me vuelve transparente
me llegan
y hacia dónde me conducen.
Ya no voy a fingir. Hoy es el día.
Esta noche nos vemos para siempre.
Cruzaré en un descuido la pantalla.
Me quedaré contigo al otro lado.

(Eduardo García, No se trata de un juego, 2004)

Mensaje en una botella

Es verdad que no parece mucho,

solo un mensaje de naufrago

tirado al mar de la distancia,

aparecido apenas entre las letras

rigurosamente raras que practico

encadenando versos

a la deriva.

Cada vez que todo se derrumbe

o sientas el vértigo del abismo,

no dejes de entender su secreto,

tácito pero cierto, limpio. Tú sólo

intenta llevarlo de la mano contigo,

guardarlo en el corazón desamparado

o en la memoria

de la noche.

Verás que el mensaje no se borra

incluso aunque le llores miedo encima;

disipa con él tus sueños amargos de ceniza,

ábrele paso hacia nuevas olas

que se avecinan.

Que el azar me lleve hasta tu orilla,

ola o viento, que tome tu rumbo,

que hasta ti llegue y te venza mi ternura.

(Darío Jaramillo Agudelo)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando otro yo las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar —a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido—, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.

Algún día encontraré una palabra…

Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.

(Roberto Juarroz)

Testamento de humo

Las palabras vertidas, derramadas, escanciadas sobre versos que apenas apagan la sed que me devora, las miradas perdidas y encontradas, los gestos dibujados a la sombra del azar que nos enreda, todas las horas que se me espesan en ausencias interminables.

El nombre imposible de las cosas, la temperatura silenciosa a la que me hierven los sueños, el espacio secreto al que me llevan tus ojos, los nervios sofocados, esta mansedumbre que simula derrota, el desvelo y el insomnio, el enjambre de los dedos que teclean cuando te buscan, y esta ternura que nada vale, es todo lo que puedo dejarte.

Testamento de humo que se pierde en el aire.

Esqueleto

Este esfuerzo de armonizar palabras,

encontrar el acento,

subrayar el silencio y enhebrar el énfasis,

conmoverse y verse como desde fuera de la escena

para luego volver a entrar dentro,

este añadirte a los versos en la intención disparada,

en la letra consabida, en la atracción que quizá

ejerzan sobre el otro universo posible,

esta manía de esculpir para siempre

encuentros fugaces, de llamar a las cosas

por su otro nombre desconocido

para remover la sopa de la vida,

esta necesidad de encontrar renglones

de la talla precisa, este ímpetu

que despeluzna los instantes que toca,

este modo desenfocado de levantar

acta de la distancia,

este palpar lo real en el deseo

de lo imaginario,

esta confusa fritura de conceptos

en témpura de nubes, este caos

que siempre está al borde

del riguroso orden alfabético,

esta, en fin, silueta del destierro

que te está esperando aquí escrita,

no tiene nada que ver con la poesía.

Es mi esqueleto.

Ruina

[…]Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.

Prepara tu esqueleto;
hay que buscar de prisa, amor, de prisa,
nuestro perfil sin sueño.

Federico García Lorca)

Empeño

Indolente, inocente acaso, había pasado por la vida sin tener ningún objetivo. Despreciaba las metas con el mismo odio profundo que el del farolillo rojo del pelotón de los ciclistas.

Nunca se propuso nada, todo lo dejaba al arbitrio de un azar que, por suerte o por desgracia, le disparaba al corazón y le acertaba de lleno, pero con balas de fogueo. Incluso el dolor de los tropiezos llegaba tarde a sus citas con el insomnio.

Ensimismado, ausente, perdido del mundo entre fantasías, se dejaba mecer por la ironía de las cosas pequeñas, que él convertía en gigantes con los que moler los granos de arena que se acaban haciendo montañas.

Ahogado en su desidia, le llegó la crisis, la crisis, como a todos aquellos que van por la auto-vi(d)a pasando de cuarenta. Una crisis contra la que su despreocupación y su apatía no tenían nada que hacer, entre otras cosas, por pereza.

Nunca se había empeñado en nada, hasta aquel día en que, al mirar aquellos ojos oscuros, se dio un chapuzón en la ternura con que le miraban. Y le gustó la sensación como niño que prueba la miel hecha chupete.

No lo decidió en un momento, tardó en sacudirse el hastío de no sentirse vivo, pero al final se empeñó, como si le fuese la vida en ello. Y muy posiblemente, es que le iba.

Así que, aquel mediodía, cuando salió de la casa de empeño después de haber cambiado el peso de su pasado por un sueño (y un paquete de pañuelos por si tocaba llorar), sintió que la brisa le decía que nunca es tarde para empeñarse en imposibles y que hay cosas peores que fracasar.

Gritarle al aire

Tenía yo una edad de esas que ya se confunden en la memoria cuando, en las copas de los nogales, a la hora en que todos los verdes se hacían el mismo, habitaban colonias inmensas de pájaros.

Entonces jugaba, siempre con pantalones cortos e imaginación larga, a castillos, a ladrones, a escondites. Casi siempre sólo, asunto que aún me queda pendiente de modificar, casi siempre con poca luz, casi siempre sin reloj.

Pero el sol, que era el albacea de mis pocas libertades, se decidía más tarde o más temprano a enviar señales para recogerme en la casa. Entonces veía los pájaros pasar por encima de mi cabeza y cobijarse también entre las copas frondosas y redondeadas de la plaza.

Me daba un poco de miedo ver los enjambres que volaban y piaban como llamándose al hogar, reconociéndose por la voz y por el aire de las alas, y sembrando las ramas de plumas que se iban quedando más quietas cuanto más noche caía sobre ellas.

Me gustaba, a esa hora oscura en la que se preparan las pesadillas y el mundo se hace pequeño alrededor de la luz de la luna, acercarme sigilosamente al pie de algún árbol y, una vez debajo, espantar con un grito a los pájaros.

¡Qué algarabía en el silencio de la noche! El árbol se desnudaba de repente y se vestía enseguida con los pájaros asustados en un revuelo que tapaba las estrellas y le ponía pecas a la luna redonda que mandaba en el cielo.

Me llamaban también a mí con un silbido —que yo nunca supe imitar— y volvía a casa para aseo, cena y libro. Dormir poco, más bien regular, que el insomnio es viejo amigo desde la infancia.

Aún me sigue gustando gritarle al aire de la noche para espantar los pájaros de mi cabeza. Claro que mis gritos de ahora, unas veces en verso y otras en prosa, ya no resuenan en las copas de los árboles, ni forman un revuelo caótico de plumas, ni alteran el silencio de la noche.

Aunque puede que todavía llenen de pecas la luna redonda de algunos ojos que, tal vez, un día, me llamen con otro silbido que nunca aprenderé a imitar y me tapen el insomnio.

Pero es duro gritarle al aire sabiendo que no habrá ya nadie a quien espantarle los pájaros.

¿No son pequeños…

[…]¿No son pequeños pájaros enloquecidos
estas breves palabras que te envío
a través de las tierras y a través
del Atlántico?
Recíbelos, bésalos, tócalos
y entrégales la magia de tu mejor sonrisa.
Yo estoy como caído, mejor,
como abrasado por una suave llama.
La llama en que te pienso a todas horas,
entre el himno de madera y metales
de la ciudad sin horas.

(Efraín Huerta, Los poemas del viaje, 1949—53)

Nota xxix

no están muertos los pájaros
de nuestros besos/
están muertos los besos/
los pájaros vuelan en el verde olvidar/
pondré mi espanto lejos/
debajo del pasado/
que arde
callado como el sol/

(Juan Gelman, Notas, 1979)

Cambio de sitio

Ha cambiado el corazón de sitio. De la repisa de siempre, la que hay al lado de la ventana que unas veces da al norte y otras veces mira alguna playa, lo recogió con cuidado para llevarlo a otro lugar.

No le crecía bien, se estaba agostando en pleno septiembre. Cuando está mustio y descolorido, el corazón se hace agua en el barro del tiesto y la tierra se le ablanda alrededor. Entonces, se queda demasiado adentro, se le mete arena en los ojos y lo ve todo negro.

Cuentan los que saben que, en estos casos, un cambio de aires puede ser bueno; pero hay que hacerlo con cuidado, porque arrancarlo, trasplantarlo y echarle tierra nueva, siempre es un proceso traumático. No se pueden salvar todas las ramificaciones de las raíces que, a fuerza de años, son ya muchas, y sufre, por mucho cuidado con que se haga.

Pero si no, el final es irremediable y salta a la vista. El corazón se endurece, se enquista y se hace un bulbo que, si bien no estorba, late tan hacia dentro que apenas parece vivo. Vegeta, dura, resiste, pero no vibra, no impulsa la sangre, no cicatriza las heridas.

Ha cambiado el corazón de sitio. Pero ¿dónde ponerlo? Los viejos inquilinos nunca mueren y no se ve libre ningún otro tiesto. Tendrá que esperar metido en una caja al lado de alguna ventana nueva. El sol será el mismo, la tierra idéntica, el tiesto cada vez más viejo y el agua se irá salando conforme pase el tiempo.

Cambiar el corazón de sitio pero, ésta vez, al menos por ésta vez, no quier dejar nada completamente roto.

Mudanza

A fuerza de mudarme
he aprendido a no pegar
los muebles a los muros,
a no clavar muy hondo,
a atornillar sólo lo justo.
He aprendido a respetar las huellas
de los viejos inquilinos:
un clavo, una moldura,
una pequeña ménsula,
que dejó en su lugar
aunque me estorben.
Algunas manchas las heredo
sin limpiarlas,
entro en la nueva casa
tratando de entender,
es más,
viendo por dónde habré de irme.
Dejo que la mudanza
se disuelva como una fiebre,
como una costra que se cae,
no quiero hacer ruido.
Porque los viejos inquilinos
nunca mueren.
Cuando nos vamos,
cuando dejamos otra vez
los muros como los tuvimos,
siempre queda algún clavo de ellos
en un rincón
o un estropicio
que no supimos resolver.

(Fabio Morábito, De lunes todo el año, 1991)

El viento, más…

El viento, más
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

(Fabio Morábito, Alguien de lava,2002)

Oda al blog

Querido blog:

Se acaba un nuevo día y como todas las noches, quiero despedirme de ti. Quiero despedirme y darte las gracias una vez más por seguir aquí conmigo. Tú, que podrías estar en el ordenador de los ricos y de los poderosos, has elegido el humilde hogar virtual de este pobre adolescente para dar ejemplo al mundo.

Yo… yo no puedo olvidar que en los momentos más difíciles de mi vida, cuando aquella navidad que duró tanto o cuando me operaron del riñón a mala leche, solo tú prestabas oídos a mis quejas e iluminabas mi camino.

Blog… yo… te llevo en el corazón.

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