No puedo pronunciarte pero te tengo en la punta de la lengua. Extraño emplazamiento para guardar y perder cosas.

La punta de la lengua es el lugar geométrico de los puntos en donde los nombres se confunden, donde se acaban los pensamientos y empiezan las palabras. Es el principio de la boca por la que muere el pez.

Es un radar que detecta temperaturas y humedades, una escultora de círculos, perita de puentes y canales. Una arquitecta que erige pezones como monumento, una bombera que enciende los mismos fuegos que apaga.

Es el punto por el que se cuelan los besos, por donde se escapan si no vienen otros de refresco y en donde deciden si quedarse o no. La punta de la lengua es, cuando choca con otra, el centro del universo. El hogar donde habitan todos los síes y donde muere la palabra «no».

No quiero tenerte sólo en la cabeza o en el corazón. No quiero que pises el olvido ni que habites mi memoria. ¡No te muevas! Disculpa si no puedo decirte con más claridad que te tengo donde quiero tenerte: ahí, en la punta de la lengua.

Deshora

polvo serán, mas polvo enamorado
Francisco de Quevedo

La cercanía infranqueable entre sus cuerpos.
Un puente de miradas donde se cruzan
y se separan.
En sus labios:
un vaivén de palabras
o de silencios
—no la lenta fragua del beso.
No el hondo goce
ni la dicha tersa
de las desnudeces enlazadas:
sólo el roce eléctrico
de los muslos que se adivinan.

Sólo el asombro de conocerse
en la esquina
de los tardíos encuentros.

Y el sueño donde quizá se poseen
al lado
de otro cuerpo que duerme.

Y el carbón del deseo
que ha de volverse sin duda
puro diamante

al precio de no haber sido nunca
los dos el mismo leño
la húmeda llama
en el lecho
de esta única vida.

(Eduardo Mitre, Líneas de otoño, 1993)