Le fue zurciendo un hilo de besos por el filo del mentón. Ella estaba sentada y reclinó la cabeza para poner su cuello al alcance de aquellos labios de tricotar.
De pie, justo detrás, le apartó un poco el pelo para continuar con la costura. Punto inglés sobre el lóbulo de la oreja, un beso del derecho, un mordisco del revés y entretanto las manos fueron bajando por su cuerpo, intentando desmadejar el ovillo de sus pechos.
Se pinchó con ellos y le gustó notarlos duros pero atentos, altivos pero tersos, sumisos a las órdenes de sus dedos, que pretendían bordar con ellos un encaje de bolillos.
Siguió hilvanando de besos su hombro mientras las manos palpaban su vientre pespunteando la piel en busca del ombligo. Pero pasaron de largo para poder hacer luego un dobladillo y llegaron hasta los alrededores del botón que detiene el tiempo.
Pasó por el oído para pedir que sésamo se abriera y le hizo caso, porque las piernas dejaron su ojal secreto al descubierto. Él le grapó la boca con la suya y ella entreabrió las comisuras de todos sus labios, unos dejándose bordar con la lengua y los otros, con el roce del deseo.
El paño estaba mojado, hubo que avivar el remiendo, entrar y salir con el hilo, abrir un poco el hueco, repasar los bordes suavemente, acelerar el pespunte y la respiración… Concentrar las puntadas, alternar el cosido redondo con el tricoteo, hasta que un suspiro del aire dejó escrito en el silencio que había terminado el arreglo.
Entre ensayos de costuras, pasa el tiempo hilvanando sueños. Y en sus sueños ella gime y suspira, como un remiendo, sin decir palabra.