Dicen las estadísticas las verdades más frías y las mentiras más candentes. En ellas se refugia la ignorancia de las cosas escrita con números rígidos.

Se aturden milimétricamente las certezas esdrújulas que adoran al dios minúsculo que nos quiere para hacer sumas. El alma se reduce a dígitos, a fotogramas ínfimos de una vida extensa, a indicios de un silencio consabido que nadie pronuncia, al término medio inexistente en lo implícito de las conciencias.

Y puede ser que acierten, que la mezquindad del mundo sea la leche más mamada, que no seamos más que números que bailan en una tabla y que el corazón de los hombres haya sucumbido a las matemáticas.

Puede ser que acierten con su catalejo y que yo, viviendo a simple vista y mirándote como te miro, absorto, no entienda la desviación típica ni la frecuencia con la que los otros puedan sentir lo mismo que yo.

O será que no sigo la moda y me salvo de la media al tener la mediana edad de no querer entender que todos los colores de ese mundo al que me lleva el brillo de tus ojos, puedan estar hechos, tan solo, con blanco y negro.