Íbamos en el coche con un silencio relativo, de esos silencios que aguardan expectantes a que asome un secreto por algún sitio. Fueron pasando la lluvia y los kilómetros por la noche desapacible, salpicando el retorno con semáforos desconectados y baches imprevistos.

Pero no hubo ruido, sólo una luz azulada que destellaba en un bolsillo. Por el movimiento que percibí y la luz fantasmagórica que vino después, supe que había abierto el móvil. Leyó, escribió algo con el dedo gordo, lo cerró guardándolo en el bolsillo con un sólo movimiento y ladeó brevemente su rostro hacia mí. Estaba sonriendo.

«¿Todo bien?», le pregunté, pero, para esconder mejor su secreto, sonrió más fuerte y giró la cabeza hacia la ventanilla. Una sonrisa refulgente, de esas que se transmiten en el vacío a la misma velocidad que la luz.

Me recordó a mí mismo y no pude evitar sonreír yo también. Después seguimos el trayecto en un silencio lleno de pensamientos, de esos silencios que acaban de desenrollar el mapa de un tesoro y no quieren que se extinga el eco. Y nos perdimos uno del otro, cada uno rumiando su propio secreto.

Al llegar al destino, él subió deprisa, como siempre, y yo, como siempre también, me entretuve con el humo y sus pensamientos. Entonces empezó a sonar una música que borboteaba con más fuerza que la lluvia sobre el patio.

Mientras subía las escaleras, iba pensando en lo bien que suena el amor al piano. Todavía me dura la envidia en los dedos.