Tras la ventana, plomizo el cielo, el día se detiene un instante. Bochorno sin sol es el escenario perfecto para que agosto se vuelva hostil y triste.
A estas alturas de mes, ya estará sufriendo San Lorenzo su pena repetida, su castigo interminable y cíclico, y sus lágrimas-cometa a punto de cruzar el universo para conceder deseos.
En una próxima madrugada, cuando lleguen las perseidas y yo las espere a solas con mi insomnio, ya tengo decidido desear con todas mis fuerzas que llueva, que el cielo se desgaste en dejar al verano herido, que el aire huela a esa menta imposible del ozono.
Ojalá que lluevan manos para dejarme la piel tersa y mojada. Ojalá que lluevan versos y pueda chapotear risueño en los charcos-poema. Ojalá que lluevan estados de gracia, presencias definitivas, hermosas palabras teledirigidas y abrazos secretos en pijama.
Ojalá que llueva a mantas la sincronía de los corazones, que todo se empape de esperanza. Ojalá que lluevan «tus» sobre los solitarios, que lluevan mapas homologados para los perdidos y para los desencontrados. Ojalá que llueva café en el campo y, si es posible, descafeinado para los insomnes o, en su defecto, que llueva cola cao.
Por si al final se cumplen mis deseos y todo se moja y nada escapa de esa tormenta desatormentada, voy a tener la precaución de seguir viviendo sin paraguas hasta que me estornude el corazón.