La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

abril2025 (Página 2 de 3)

Sigue lloviendo

Pero no ha dejado de llover aunque el sol invada el cielo. Sigue cayendo, la siento todavía volar mansamente, gota a gota, penetrando por todos los resquicios del pensamiento, mojándome lo ya húmedo, impidiendo lo seco.

Miro a través de la ventana y no la veo. Apenas un pequeño resto de palabras, como un reguero que se resiste a huir o que no se atreve a volver. Pero la oigo palpitar en todas partes, cayendo desde no sé qué cielo, tomando formas diversas al contacto con el suelo, andando de puntillas tras de mí.

No ha dejado de llover por más que lo digan los telediarios. Llueve sin agua, llueve sin nubes, llueve siempre. Lleva mucho tiempo lloviéndome en cada silencio, justo antes de cada palabra que pienso y, también, justo después de no decirla.

¡Me gusta tanto la lluvia! Que salga el sol si quieres, que salga si no la luna; pero que no deje de llover, que me caiga todo el agua encima. Ya no quiero estar seco, porque me ahogaría.

Estaré

Estaré dilucidando nubes. Tratando de ponerle a mi corazón la mancha grande del amor. Llevándome en un saco la lluvia junto con mis lágrimas y los poemas que buscaban mi medida, la tuya, y están sentados al borde de la acera esperando que yo los recoja, que pueda sacarle a la vida la gran respuesta, el mensaje, la diferencia entre una vida y otra, entre un cielo y una tierra.

(Gioconda Belli, El ojo de la mujer, 2007)

Invisible

Es curioso, a veces todo coincide. Tal vez la luz de algunos días se quede en la retina para siempre. Me levanté a la misma hora, no sé qué impaciencia me empujó a la calle. Nadie me vio marcharme, ni siquiera yo.

Desaparecí del mundo y mi cuerpo se quedó solo, vacío. Retiré la mano del guiñol pero el teatro no se detuvo. Es curioso, a veces todo coincide. Tal vez el ruido de los supermercados se quede en los tímpanos para siempre. Compré lo que siempre compro. Nadie me vio marcharme.

Una cáscara sin nuez, cuando el viento arrojaba mediodías contra la calle, condujo el coche lleno de gente. Ruido de voces, carne espléndida, vino risueño. Es curioso, a veces todo coincide. Tal vez el sabor de algunas tardes se quede en el paladar para siempre. Nadie me vio marcharme.

No supieron que yo no estaba, nadie preguntó al no verme. Y si alguien lo hizo, la sombra que dejé en la silla evadió la respuesta con un silencio más que tenue. Es curioso, a veces todo coincide. Tal vez la forma del humo se nos quede en los ojos para siempre. Nadie me vio marcharme.

A la noche ofrecí mi vacío más intenso y me hice invisible. Muchas veces lo he sido para que los minutos me atraviesen de lleno sin herirme. Pero es curioso, a veces todo coincide. Tal vez algunas lluvias nos dejen contagiosas ausencias para siempre. Nadie me vio marcharme.

Ahora que he vuelto, ahora que entro de nuevo en mi piel y la relleno, no recuerdo a donde fui, aunque creo que estuve vagando por la semana, buscando día en el que vivir. Es curioso, a veces todo coincide. Tal vez algunas horas se queden enganchadas en el corazón para siempre. Nadie me ha visto quedarme.

Es verdaderamente curioso, a veces todo coincide. Pero sin embargo, no, este día que empezó pareciendo sábado, anunciando que otra navidad vendría con el lunes, no ha tenido ni un sólo minuto de miércoles. Tal vez la memoria sea una enemiga encarnizada y no el consuelo que parece. Nadie me ha visto marcharme al martes en donde tú estabas, ni quedarme en este jueves en el que no. Nadie me ha visto. Hoy he sido invisible.

Fábricas de amor

Y construí tu rostro.
Con adivinaciones del amor, construía tu rostro
en los lejanos patios de la infancia.
Albañil con vergüenza,
yo me oculté del mundo para tallar tu imagen,
para darte la voz,
para poner dulzura en tu saliva.
Cuantas veces temblé
apenas si cubierto por la luz del verano
mientras te describía por mi sangre.
Pura mía
estás hecha de cuántas estaciones
y tu gracia desciende como cuántos crepúsculos.
Cuántas de mis jornadas inventaron tus manos.
Qué infinito de besos contra la soledad
hunde tus pasos en el polvo.
Yo te oficié, te recité por los caminos,
escribí todos tus nombres al fondo de mi sombra
te hice un sitio en mi lecho,
te amé, estela invisible, noche a noche.
Así fue que cantaron los silencios.
Años y años trabajé para hacerte
antes de oír un solo sonido de tu alma.

(Juan Gelman, Velorio del solo, 1961)

Soliloquio

Te hablo de amor y no contestas. Pienso que tal vez he elegido una mala palabra, de esas que son tan delgadas que se pueden mirar al trasluz de una lámpara y no hacer ni sombra. Por razón de silencio he cambiado de tema y te he estado presentando íntimamente las manías y defectos que arrastro desde hace tiempo formando parte de mí. Pero sigues sin contestar.

Entonces pruebo a hablarte de sueños como quien explica la travesía un barco a los pobladores del desierto. Pero no dices nada de mis sueños y me temo que tal vez pienses que no son sino tonterías pasajeras, culitos de rana contra las balas, engaños que solo sirven para conciliar el insomnio y no perder la esperanza.

Lo intento con la carne, con el sexo, con el ombligo, con los muslos, con el vello. Me quito la ropa para señalarte los efectos del deseo y de la temperatura, para enseñarte las huellas que aún no tengo y que están esperando tu cuerpo para quedarse marcadas y empezar a dolerme en cuanto se cierre la puerta y se haga la cama. Pero sé que no estás mirando, que no me rozas, que no me hueles, que no dices nada…

¿Sabes? No es culpa tuya, no puedes contestarme porque estás en otro lado aunque yo me empeñe en imaginarte aquí. Me he dado cuenta, claro que lo sé, no creas que soy tan tonto como me hago. Y, sin embargo —¡cuánto esfuerzo requiere engañarse tanto!—, he cambiado de tema y te sigo hablando, no sé bien de qué.

El día que por fin estés a mi lado, ya no sabré qué más decirte.

Cuentas

Estaba haciendo cuentas, siempre se le dieron bien, desde muy niño. Los números no tienen alma, sólo un orden estricto, y él maneja bien las cosas sin espíritu.

Estaba haciendo cuentas, sumando las columnas, con una mano en el debe y con otra en el haber. Pero estaba distraído o es que aquellos números cambiaban de sitio cada dos por tres.

Estaba haciendo cuentas, empezando una y otra vez, porque perdía la cuenta y se le trababan los dedos cuando pasaba de diez. Y vuelta a empezar.

Estaba haciendo cuentas, casando minuciosamente las dos filas, llevándose una con él, repartiendo la vida entre el deber y el haber. Pero no coinciden las sumas, siempre queda algo por poner.

Estaba haciendo cuentas, intentando igualar los montones. Pero los números nunca contienen el alma de lo que se puso en ellos y, por eso, cuando cuenta con los mismos dedos que tocaron el cielo, siempre le toca perder.

Nítido

La abracé por la espalda y la besé muy bajito y al oído —lo recuerdo perfectamente con un recuerdo nítido—. Su espalda blanca se abrió en mis manos por debajo de los tirantes del vestido que llevaba. El caracol de mi lengua subía y bajaba por el cuello mientras, hormigas los dedos, pululaban sobre aquel terreno que resbalaba mansamente hacia los costados.

Quizá yo fui la primavera con mi madreselva de manos que se le enredaban sobre el vientre y le caían por los hombros evitando los brazos o, tal vez, su vestido estampado de flores se le fue escurriendo por el talle hasta brotar en el suelo.

Quizá la brisa encontró un campo de trigo que mecer en su silencio o pude ser yo mismo quien me disolví en sus cabellos como si en ellos hubiese estado ya antes y conociese el camino correcto.

Cerró los ojos —o es que era de noche— y abrió los labios para que me inundara su aliento —que pudo ser un aire cálido venido de alguna ventana— cuando mis dedos ya subían —o bajaban— por cóncavas pendientes hacia la cima.

Entonces llegó la enfermera y me entretuvo apartando las sábanas y cambiando tubos. Son tan indiscretas las batas que, antes de irse sin hacer ruido para que yo no me despertase —aunque sólo me estaba haciendo el dormido—, atisbó todo lo que me pasaba y le supuse una sonrisa cansada que iba del asco a la compasión.

Lastima de interrupción porque ella no quiso esperarme en el sueño y, cuando volví, ya se había ido. Pero estoy seguro de que la abracé por la espalda y la besé muy bajito. De eso tengo un recuerdo completamente nítido, aunque no sabría decir si es suficiente para darlo por cierto. O por vivido.

Lo dijo el policía

Las memorias se venden bien, pero su precio oscila.
Depende de si guardan árboles, lagos, travesuras de infancia,
columpios o lunas, algo que se llamó ideales
y también amores, abuelas tiernas, huesos, frutas.
Sí: los sueños ya suben mucho, y sobre todo algunos.
Y para poco gasto tenemos las de algunos que sólo cuentan
tiempos perdidos y que a lo sumo fingen
llagas de sombra con rostros de tarde o de tortuga.
Nada es. Pero alcanza a cualquier bolsillo.
Yo ya siempre lo había dicho: las memorias
de los poetas castrados
nunca valdrán un duro.

(Santiago Montobbio, Poemas sueltos)

Voces en su cabeza

Su avidez de palabras era insaciable. Leía y releía cuanto vocablo provenía de los dedos blancos y finos que ella desplegaba, una y otra vez, insistentemente, con una tenacidad que más parecía la de un opositor en pleno fragor de los estudios.

Vorazmente repasaba los renglones en busca de guiños ocultos, de significados misteriosos. Aprendía de memoria el transcurso de las palabras mientras las pronunciaba en voz alta, escrutando la presencia de sonidos escondidos en el devenir de las letras.

Y después, mansamente, cumpliendo un mandato autoimpuesto, borraba triste lo recibido, mientras pensaba en lo efímero de la felicidad oral y se maldecía por no ser capaz de recitar nada más que lo último aprendido.

Si bien es un curioso comportamiento, no es nada comparado —pásmense conmigo—con el hecho extraordinario que le mantenía completamente absorto en la lectura. Porque, como efecto asombroso de la pasión que ponía en lo leído, le parecía escuchar de modo indudable, como si estuviese a su lado, el tono de voz con que ella pronunciaba cada vocablo. Distinguía el acento, la risa indicada en «jes» y los suspiros suspensivos de aquella voz que le penetraba el espíritu.

Tal vez, alguna bioquímica de su organismo era capaz de reproducir en voz alta la voz anhelada. Quizás, pensó alguna vez no exento de vanidad, en su interior albergara un principio activo que sacara del silencio a los sordos, después, claro, de una sesuda investigación de los expertos. Pero ese pensamiento se desmoronaba enseguida al primer contacto con la realidad.

Porque su única y no absurda frustración consistía en no poder contar a nadie lo que le pasaba. Si hubiese pregonado a los cuatro vientos que oía por dentro su voz, muy probablemente ella, y el resto del mundo, le hubieran tomado por loco. Y, lo peor es que, seguramente, todos hubiesen tenido la razón que él iba perdiendo.

Forma

Se iba quedando callada
hasta que la sombra espesa
se hizo cuerpo tuyo.
¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo!
Aquí la sombra del cuarto,
piel fina, piel en mis dedos.
siente, tiembla. Fina seda
que palpita humanamente
entre mis dedos de nieve.
Mis dedos de hielo rizan
tu delicada quietud,
totalidad de este cuarto,
corporal y muda, extensa
sobre la estancia dormida.
Para mis ojos azules
tu negra forma se entrega,
cuajada y pura, inocente,
oh soledad de mi cuarto.
Pero no quiero mirarte.
A oscuras, paredes justas,
cámara, entraña, me aprietas;
te siento exacta y te amo,
cerrazón de vida y muerte,
negra posesión del aire,
sombra que habito y que siento
contra mi piel semejante.
Blancas paredes fronteras,
densa presencia estrechada,
cuerpo que ciego adivino
en mis sentidos dorados.

(Vicente Aleixandre, Poemas varios, 1924—79)

Insaciable

Hubiera disfrutado con mucho gusto de otra mirada más, de una mirada simple con sonrisa y volante, antes de girar sobre mis pasos y perderte en la tarde. Me hubiera gustado olerte otro poquito, aspirar profundamente tus ojos y remover en los pulmones el aire de las palabras que no te consigo decir.

Hubiera necesitado otra risa más. Un último movimiento de manos que bailan sobre un adjetivo, otro concierto de tus tacones cercanos gritándome al oído, otro minuto de silencio sincronizado a distancia de abrazo mientras la siguiente pregunta que tienes en la cabeza empieza a salirte de los labios.

Habría sido una delicia escucharte en otro párrafo vertiginoso, sentirte en otra caricia de esas que nos propinamos con un temblor en las manos o, sencillamente, haberte visto pasar otra vez por mi lado muy despacito.

Hubiera querido haberte hecho reír otro rato, volverte a quitar otra mota azul tan cerquita de la boca. Habría sido fantástico pronunciarte en una palabra más o adivinar tu silueta camuflada en otra sombra.

Es inútil lamentarse porque, aunque hubiera ocurrido otra risa, otra caricia u otra mirada, volvería a escribir aquí, en esta nada, para decirte que me quedo, insaciablemente, con muchas ganas de la siguiente…

Problemas de geografía personal

Nunca sé despedirme de ti, siempre me quedo
con el frío de alguna palabra que no he dicho,
con un malentendido que temer,
ese hueco de torpe inexistencia
que a veces, gota a gota, se convierte
en desesperación.
Nunca se despedirme de ti, porque no soy
el viajero que cruza por la gente,
el que va de aeropuerto en aeropuerto
o el que mira los coches, en dirección contraria,
corriendo a la ciudad
en la que acabas de quedarte.
Nunca sé despedirme, porque soy
un ciego que tantea por el túnel
de tu mano y tus labios cuando dicen adiós,
un ciego que tropieza con los malentendidos
y con esas palabras
que no saben pronunciar.
Extrañado de amor,
nunca puedo alejarme de todo lo que eres.
En un hueco de torpe inexistencia,
me voy de mí
camino a la nada.

(Luis García Montero, Poesía Urbana, 2002)

Usted con corazón

Ella, en esta ocasión, en lugar de quedarse de pie al lado de la cabecera como hacía todas las tardes un par de veces o tres, se sentó en el borde de la cama y con un tono dulce que denotaba su origen sureño, me curó con palabras después de usar el Betadine:

—Anímese, hombre. Todo está saliendo muy bien y mejor que tiene que salir. Se recupera deprisa y pronto estará de vuelta en su vida. ¡Alegre esa cara, corazón!

Me sentó infinitamente bien aquel mensaje. Por lo esperanzador de las palabras, por lo cariñoso del tono, por el uso conjunto del «usted» y el «corazón», porque me guiñó un ojo mientras me hablaba, porque sólo hacía cuatro días que no nos conocíamos de nada, porque nadie la obligó… Y porque, después de terminar su frase, mientras esperaba de mí quizás una respuesta esperanzada, me acarició la rodilla con una mano suave y cálida.

Pero yo no respondí nada. Ni siquiera me atreví a preguntarle su nombre…

Los ojos más dulces de la tierra

Desengañémonos:
aquellos que más nos quieren
no nos convienen nunca.
Acaban siempre
por tener que tomar alguna
decisión muy grave; nos dejan.
Cuando unos días más tarde
nos caemos en medio de la calle,
de dolor, de debilidad, de desamparo,
alguien a quien ni siquiera conocemos
es quien nos ayuda, y al despertar
en cualquier camilla de hospital descubrimos
en la enfermera de turno que nos cuida
los ojos más dulces de la tierra.

(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días)

Olvido todo lo que escribo

Apenas me quedan vagas ideas palabras sueltas o rimas de lo que tanto tiempo me rondó la mente.

También olvido siempre el argumento de las películas, el título de los libros, el color de los amaneceres y la letra de las canciones. Incluso, a veces olvido la música, el ritmo, los nombres de la cosas y si tengo pantalones que ponerme.

Olvido a la gente y, con ella, todo lo que les apetece decirme, aunque suelo recordar que dolía o que gozaba con aquel sonido. El cerebro nos engaña y nos protege, y olvidamos con un placer selectivo.

A veces, se me olvida lo que he dicho, que estoy despierto, que tengo miedo o que el semáforo ya está verde. Pasado y presente se me olvidan continuamente, sin descanso, sin rescate y sin previo aviso. Olvido todo lo que escribo.

Pero lo que no olvidaré nunca son las palabras que tengo pendientes y las que tú aún no me has dicho. Porque yo sólo olvido pasado y presente; pero el futuro que deseo, y que recreo, ese que empieza ahora mismo, lo recuerdo a todas horas perfectamente.

Toda historia

Toda historia es simple y se me olvida.
Quizá me fui a tomar café, quizá la amaba
y me perdí entre jardines de piernas esmaltadas
que fueron juncos trenzados de palabras
y después retama que mi lengua de trapo
había hecho trizas. Quizá fue el amor,
quizá el café, tal vez la noche. El recinto
sin madrugadas, con sangre y lunas rotas,
el recinto, el barranco de dientes oxidados
o el valle de hojas de afeitar dulcísimas
no hería o no existía. Quizá fue el café
o fueron sus piernas, o quizá la amaba.
Toda historia es simple y se me olvida
en las axilas de mi ciudad tristísima.
Sabedlo ya: mis ojos no se acuerdan de qué miran.

(Santiago Montobbio, Poemas sueltos)

La poesía no nace triste

La tristeza, dicen, le sienta bien a la poesía. Admito que suele estar rebosante de palabras no dichas que se atascan y lían nudos y envenenan sueños.

Es verdad que la tristeza impele con una fuerza desoladora un vómito profundo, una tos amarga, un difícil y lento cólico de frío que apenas permite respirar.

Pero la tristeza del poema no depende de la pluma que lo escribe, ni de las metáforas empleadas, ni del gesto adusto que se adopta, como ademán, al declamarla.

La poesía no nace triste, ni siquiera cuando las palabras que se usan en los versos lo dicen en primera persona. Porque sí, yo estoy triste, pero este poema no. No lo creas ni por un segundo, porque surge, ya sé que suena raro, de la alegría de haberte encontrado y poder escribirte, allí, donde estés, cuando estés, al otro lado de ti.

Los dos

A veces te quiero tanto
que te llamo sin hablarte
con ese silencio impenetrable,
el más ignominioso
de los silencios.
A veces tú no me quieres tanto
que me llamas impaciente
con aquel grito terrible,
el más fuerte de los silencios.
Y todas las paradojas
del mundo respetan la nuestra.
Y los dos seguimos
guardando silencio.
Y tú y yo nos queremos tanto.

(Antonio Álvarez Bürger)

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