La carretera y el filo del asiento van llenando de plomo la cabeza, de borrachera de asfalto, con duermevela de reflejos y un esguince de sueño mal vendado. Plata en los arcenes, obras de luces amarillas y un sol que va hundiéndose hacia la derecha del paisaje inquieto.

El hilo blanco empieza a confundirse con el negro y los brillantes emparejados, que se suceden infinitos, vuelven ácido el trayecto. ¿Fueron las luces cuadradas de plasma o el lento caminar de los kilómetros por la memoria? Me deprime leer el mundo por pantallas, porque es como tararear canciones tristes y desgarradas.

Dos horas antes de llegar, leí que ya estaba en casa, ya sabía que no me había ido a ninguna parte. Un nuevo engaño de los parabrisas, apariencias que no se desgastan con la ausencia. Con el vertiginoso transcurrir de las viñas y por el peso de la propia alma, los pies dejan de sentirse y la espalda registra minuciosamente cada paso robado a la distancia.

Me deprime leer el mundo por pantallas, mirar a cuadros las voces que dictan amarguras y dejar que vayan resbalando por los dedos, con impaciencia transitoria, hacia el devenir hipnótico de las curvas venideras. Hablar en el entretanto, reír para que no quede ni huella de lo impactado, escuchar al locutor de cada radio que va empecinándose en subvertir el horario previsto.

Después del intercambio de volantes, cerrar los ojos y viajar más deprisa, posar la cabeza en la frialdad del cristal que separa el mundo de la línea de un mapa. Dejar entonces la mente en blanco rectangular, permitir que siga siendo redonda y negra la noche.

En la llave que gira solitaria, en los dedos que palpan el estómago de las bombillas, se acaba el paréntesis del mundo. Y vuelve la vida a deshacerse en desorden de esperas, en revoluciones de letras, en desbarajuste de vajillas y en ropa sucia que cae ahíta de mi cuerpo hacia el cesto que señala el más indiscutible kilómetro cero de mi vida.