La luz de la lámpara ensordecida

en aquella noche sin ventanas

o el tumulto de un roce.

Las palabras, que vuelven o se escapan,

de tantas veces como estuvieron dichas.

Las lágrimas y las risas, el cuarto

del incendio, la nieve que chorreaba

en la tarde blanquecina de marzo,

algunos besos llenos de frío,

el olor a carne recién amada

y el desencanto posterior.

La parte del color del trigo

que todavía tengo clavada,

las noches de insomnio, la soledad

que se va haciendo madrugada

para que todo siempre llegue tarde.

Unos cuantos litros respirados de aire

en las proximidades de los besos,

las manos que se buscan, los ojos

que traen un sueño y el sueño

que los cierra en la lejanía,

diversos números de teléfonos que comunican

y tu aroma a melancolía.

Todo lo que he sido, todo lo que soy,

está en eso que ya no es mío:

esa es mi gran pobreza,

el desahucio a que nos somete la vida.

Aunque más pobreza la de aquel que pueda

vivir sin necesitar algún olvido

que echarse a la memoria.

De la nostalgia

Recuerdo solamente que he olvidado el acento de las más amadas voces,
y que perdí para siempre el olor de las frutas de la infancia,
el sabor exacto del durazno,
el aleteo del aire frío entre los pinos,
el entusiasmo al descubrir una nuez que ha caído del nogal.
Sortilegios de otro día, que ahora son apenas letanía incolora,
vana convocatoria que no me trae el asombro de ver un colibrí entre mi cuarto,
como muchas madrugadas de mi infancia.
¿Cómo recuperar ciertas caricias y los más esenciales abrazos?
¿Cómo revivir la más cierta penumbra, iluminada apenas con la luz de los Beatles,
y cómo hacer que llueva la misma lluvia que veía caer a los trece años?
¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no es mío?

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)