En la puerta de la pizzería más famosa, yo fumaba, con ese rito ya impenitente que me permite salirme de los otros.

Una niña intentaba entrar, apenas tres años, mientras que la otra, de la misma edad más o menos, la retenía.

—No puedes entrar sola. Las niñas pequeñas no pueden entrar sin una mamá —decía una, con voz de pito y gesto adulto.

—¿Por qué? —replicaba la otra.

—Porque si dentro hay otra mamá que se parece a tu mamá y te crees que es tu mamá entonces se forma un lío de mamás y acabas llorando.

—¡Tú si que te estás haciendo un lío! —dijo con mucho retintín—. ¡Cómo si yo no conociera a mi mamá!

Y dicho esto, entró. Dio una vuelta por las mesas y, al girarse, a través del gran cristal, vio a su madre que estaba afuera, en la acera, a unos pocos metros de mí.

Salió corriendo del local, se abalanzó sobre ella y dijo llorando:

—Mamá, mamá. ¡La prima dice que no te conozco!

La madre se agachó y la consoló con alguna frase. La niña volvió más calmada a donde estaba su prima, que la recibió diciendo:

—¿Ves como si entrabas sola ibas a acabar llorando?

Y es que apostar al llanto, es una estrategia segura, porque tarde o temprano siempre se acaba ganando. Pero tú y yo tenemos que seguir apostando a la alegría, aunque de tanto en tanto la perdamos.

Qué le vamos a hacer

Y ahora,
con el alma vacía como tantas
veces,
contemplo el lento paso de los días
que me empujan no sé hacia qué destino
oscuro, presentido
ya sin curiosidad. Es aburrido
saber y no saber, equivocarse
y acertar. También estar seguro
es tan insoportable en muchos casos
como dudar, como ceder, como desmoronarse.

Seguro, a salvo, ahora
que ya pasó el dolor,
observo la zozobra lo mismo que una estela
fundida a mis espaldas
con el espeso limo
de los sucesos cotidianos, dados
—antes de ser recuerdos— al olvido.
La indiferencia ante la propia suerte
no es mejor compañera que la angustia,
ni mi sonrisa
(cuando el azar nos pone,
viejo amor,
frente a frente)
representa otra cosa que la ausencia
de algún gesto más justo
para significar la seca, dolorosa,
irreparable pérdida del llanto.

(Ángel González, Tratado de urbanismo, 1967)