La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

julio2024 (Página 2 de 4)

La primera vez que escribo este poema

Supongo que este modo

de ir caminando por la playa

dejando que las olas y su espuma

me alboroten el camino,

que esta manera de andar

con un pie siempre más arriba que el otro,

hundiendo primero los talones en la arena

y enterrando los dedos juntos

por toda despedida de cada paso,

como mínimo estremecimiento ante el siguiente.

Supongo que esta forma

de dejar huellas fugaces en el material sensible

con que funcionan los relojes,

es una estrategia para no mirar atrás,

un modo de caminar por la nieve de estos días

sin tener que esperar una ventisca

que me borre la memoria.

Supongo que este mecanismo

de tener un horizonte plano a un lado

y andar por donde no quema la arena,

supongo que esta necesidad

de tallar blandamente las huellas

para que nadie las descubra,

es una obligación que he contraído

a fuerza de equivocarme y tropezar,

y tropezar y equivocarme.

Y supongo que este modo

de equivocarme sobre el borde del mar,

que esta manera de tropezar sin que se note

mientras llega una ola que barre los restos,

es un modo de aferrarse a la vida que consiste

en olvidar las otras veces y creer

que ésta es siempre la primera vez:

la primera vez que llego a donde estoy ahora,

la primera vez que escribo este poema.

Mudar de piel

Lo difícil es mudar de piel
la primera vez.
Después…
Oteas como un diafragma fotográfico
el cuerpo, su intemperie
luego las clandestinas caricias
las voces en murmullo,
los besos tras la puerta
que te obligan a buscar una isla blanca
en marejadas de olvido.

Al mudar de piel vuelves a sentir,
te izas como vela.
En tus sábanas blancas
el mundo es tuyo otra vez.

Lo más difícil es arrancar raíces,
dejar trozos del rompecabezas.
No colgar el bolso de cuero
cuando ves la cama vacía…

Sabes que emigras a una nueva piel.

(lina Zerón, La spirale du feu, 1999)

Causa perdida

En esta vida ordenada que llevo

de ir a trabajar todos los días,

de perder la tarde en tonterías

y por las noches el sueño,

en esta vida simple y liviana

que todo me lo toma en serio

pero se ríe de mí desde el espejo

con las casualidades que me manda,

en esta vida tan predecible

de palabras viejas y ya consabidas,

de presencias mil veces repetidas

rellenando los huecos de lo posible,

en esta vida cómoda y acomodada

que ya no recuerdo cuando preferí,

en esta vida que se limita a vivir

sin querer saber lo que me pasa,

en este miedo de vida

que todo el mundo me perdona

y en la que yo perdono a todas horas,

todas las noches, todos los días,

en esta vida que tengo a medio hacer,

ya sólo me quedas tú, vida,

y eres la última causa perdida

que me queda por perder.

Otro monólogo de Segismundo

Nadie vive en eso que llamamos mundo. Nos engañan los sentidos y la piel, este traje de buzo expuesto a la intemperie, que nos separa a unos de otros.

Parece que ésta es la sombra de un árbol, que aquello que suena es un río, que esto que me envenena la sangre cuando lo acaricio es tu piel. Pero uno solo vive y vive solo en este universo indivisible que hay por dentro de la cabeza.

Nadie es libre. Nos engaña la terminología y nos mentimos para consolarnos, creyendo que podemos ser de un modo o de otro, que tenemos algún poder sobre los otros, que dominamos el mundo.

Pero nadie es libre para elegir las cosas que le hieren, aunque después uno sepa adivinar que le herirán. Que puedas decir adiós no significa que alguien pueda escoger ese otro alguien de quien enamorarse. Nadie decide qué cosas le gustan ni cuáles odia, ni por qué.

Encerrados en nuestra biología, encadenados a los designios de la química fugaz, llamamos vida, amor, sueño o ternura, a ese milagro que sucede cuando, por un gesto, por una palabra, por una caricia, parecemos salir de nuestro cuerpo y ser comprendidos, entrar en otro ser humano y comprender, comprobar que por sus adentros sucede lo mismo que en los nuestros.

Si no me comprendes del todo, si crees que yo te comprendo sólo un poco y eso te turba y te hace derramarte hasta la decepción, deberías saber que no eres libre, que nadie elige lo que detesta, que se llora lo que se llora, que se presiente lo que se presiente sin razón aparente y sin necesidad de que todo tenga sentido.

No obstante, encerrados en nuestra psique y encadenados a las células, lo que sí podemos elegir es un consuelo. A mí me consuela, del milagro de entenderte sólo un poco, saber que no hay nada grande en este mundo ni en ningún otro, que no empezara siendo pequeño.

Lo malo es que ni siquiera somos libres para crecer, mucho menos para hacerlo al mismo tiempo. Sólo nos queda la palabra y este corazón defectuoso que traemos por defecto.

Aire libre

Si algo me gusta, es vivir.
Ver mi cuerpo en la calle,
hablar contigo como un camarada,
mirar escaparates
y, sobre todo, sonreír de lejos
a los árboles…

También me gustan los camiones grises
y muchísimo más los elefantes.
Besar tus pechos,
echarme en tu regazo y despeinarte,
tragar agua de mar como cerveza
amarga, espumeante.

Todo lo que sea salir
de casa, estornudar de tarde en tarde,
escupir contra el cielo de los tundras
y las medallas de los similares,
salir
de esta espaciosa y triste cárcel,
aligerar los ríos y los soles,
salir, salir al aire libre, al aire.

(Blas de Otero)

Cinco silencios (I)

Primer silencio:

«Me hubiera gustado seguir bebiendo. Haber seguido hasta beberme toda la noche», le dijo, «porque sé que, cuando salgas por esa puerta… lo sabes, ¿no?». Él asintió con la vista perdida en un recuerdo y extendió su silencio hacia el frente mientras ella continuaba diciendo «Sabes que no iré a buscarte, ¿lo sabes, verdad?».

El silencio es un emblema, una marca de final o de principio. El silencio es una coraza para los afligidos y una funda de nácar para las pistolas.

Él despegó los labios en una mueca sin sonido, musitó un par de alientos y asintió con la cabeza pero sin mover el corazón. «Hubiera seguido bebiendo», continuó ella, «porque me da pánico»… Hizo una breve pausa anticipando el porvenir, probándose el traje de las horas oscuras, para seguir diciendo… «que llegue mañana y me despierte sabiendo que no volveré a verte más».

Algo más tarde y a medias, porque nunca está todo dicho, los dos silencios se tornaron ascensor.

Segundo silencio:

Cuando cogió el teléfono y ella le fabricó con su voz una adivinanza de sonrisa diciendo que estaban «mu perdíos», él pensó que el silencio es un collar de perlas huecas.

Un collar que sólo pesa en el cuello y que aprieta la garganta, un adorno que afea, una ligadura que se enreda en las manos y que se engancha a tirones en todas las espinas del pasado.

Y no sólo lo pensó, sino que sintió ese collar alborotarse contra el suelo, romperse en un estrépito de palabras que ruedan imparables y a la deriva con tal de no desvelar nunca el círculo del que nacieron.

Porque detrás del silencio hay palabras que se acumulan, se engarzan sucesivas, se entrelazan unas con otras con un mismo hilo que se enrosca sobre el pensamiento. Palabras que se aprietan y se apelotonan en ese sitio en el que siempre se encuentra todo aquello que está a punto de perderse.

Palabras que luego salen despedidas sin orden aparente, sin otra huida que la de no volver a enhebrarse nunca, sin otro amparo que el de dejar respirar. Pero no siempre sucede la ley de la gravedad consabida y, aun después de haberse desparramado por el suelo, el silencio vuelve a hacerse collar.

Tercer silencio:

Llega a borbotones desde la lontananza. La verbena, cuando nace, es una jauría de perros que sube por las calles del pueblo picando como un enjambre de abejas.

En lo alto de la cuesta se amansa y las notas de la canción del verano son moscas que pululan en el aire. Los coches, al atravesar la noche, las entrecortan; y el viento, apoyándose en la montaña, las dobla con un eco raro, como si llegasen de un pasado que no ha ocurrido nunca.

Al final entran por la ventana ordenadas y tenues, como una fila de mariposas. El silencio es, entonces, un hombre que mira al techo, un velo que se desvela haciéndose más opaco. El silencio es una espada en la memoria que no consigue tener filo y golpea insistentemente en lugar de cortar.

El silencio es un humo que no se dispersa y sólo deja ver lo más cercano. El hombre, que se agita de letras en la cama, se levanta y deambula por la casa, hace sombra bajo la parte de la luna que le corresponde del patio y consigue escaparse de su propia jaula de teclas tarareando el estribillo de las mariposas.

Y una vez afuera de sí mismo, el hombre se escancia sobre el duermevela; y se agarra, para saberse resto de un naufragio, a ese ruido de fondo que, sinceramente, agradece. Aunque mañana se levantará con la misma duda de ayer y con unos ojos completamente pa-panamericanos.

Cinco silencios (II)

Cuarto silencio:

El silencio es un niño que busca flores secas en un jardín forastero. El silencio está en el jardín, el silencio huele en las flores secas, el silencio reverbera en la búsqueda y abre sus ojos de niño en la penumbra.

Entonces se bambolea ese lapso de blanca al final de cada respuesta. Pasa un ángel, se dice, pero lo cierto es que es el viento quien ocupa su sitio en todas las conversaciones vigiladas.

Son las manos entonces las que se despliegan en mímicas indecisas, el humo sirve de parapeto contra las palabras estudiadas, el recuerdo es un carbón al rojo vivo que hay que atravesar descalzo y entonces el mundo se detiene un instante, deshabitado pero denso, sobre la siguiente pregunta que nos pilla por sorpresa.

El silencio es una verja que se levanta para que nadie nos mire tan adentro que tengamos que salir de nosotros mismos y exponernos a la vida. El silencio es una ventana que ya no se abre, pero que nunca se cierra.

Autobuses

Aprendí una lección doméstica, sin importancia, las dos veces que estuve contigo. Siempre debes sentarte a su izquierda en los autobuses, podría rezar.

La única razón y argumento para construir esta norma se llama azar. El azar es la cabeza reclinada en una curva, y la sonrisa que se pierde mientras miras por la ventana. Una mano en la rodilla, un empujón cariñoso. Todo se genera en un mismo ritmo cíclico: izquierda-derecha, y derecha-izquierda si es recíproco o generoso. Nunca de otro modo.

Saber que siempre, en ese hueco a la derecha, hay alguien; del mismo modo que por ese hueco se terminará yendo cuando abran las puertas en su parada, o la tuya. En su parada, o la tuya, sabrás que puedes dar un beso ciego en esa dirección y encontrarte mucho más de lo que tú quieres decir tan tímidamente en el último instante. Así sucesivamente.

Nunca te sientes a su derecha, porque nada de esto habría podido ocurrir. En esa lección casi sin importancia aprendí que la vida, como los autobuses, está en constante movimiento y es una gracia haber coincidido contigo durante el trayecto.

(Iván Pichel, 2010)

La estatura interior

La estatura interior es un secreto
no sólo para quienes nos miran con sorpresa,
sino para el intruso que en nosotros
asiste a nuestra vida sorprendido.

En una ciudadela inaccesible,
cuyo trazado dicta el pensamiento,
el huésped al que damos cobijo se pregunta
de qué sustancia insólita está compuesta el alma,
hacia dónde se extiende su estatura interior.

Crecemos por crecer, nos dilatamos
más allá de nosotros, nuestros límites
nos son desconocidos, este orgullo
tiene una explicación, es un delirio
con fundamento lógico, un acorde
que suena dirigido a las alturas.

Menguamos sin porqué, nos contraemos
en la voracidad de nuestra llama,
hemos dado en decir que el mundo mágico
se rige por el plan de nuestra secta.
Es un delirio solo comparable
al insensato orgullo que nos mueve.
Parece que reptemos en la imaginación,
y si el aire nos pulsa no sonamos acordes.

La estatura interior nos circunscribe
a una especie difícil que solo se alimenta
de mezquindad y sueños. Es un lastre
y el modo en que se extienden nuestras alas.
La estatura interior nos cataloga
en el álbum severo de la zoología:
la bestia equidistante,
entre el reino animal
y el reino de los dioses.

(Carlos Marzal, Metales pesados, 2001)

Cinco silencios (y III)

Quinto silencio:

El hombre está leyendo en la cama, con la luz de la mesilla seccionando la noche en dos partes desiguales y disjuntas.

Así dispuesto, en un escorzo desaconsejado para el cuello y para la espalda, se desliza en busca de un párrafo, se precipita hacia el corazón de las palabras y cae en la cuenta.

Caer en la cuenta es aceptar que sólo se recuerda aquello que puede olvidarse. Y el hombre cae en la cuenta, se despeña, cuando revive las miles de noches que se repitió la misma escena: Una mujer dormida, perdiéndose los silencios que él escribía en la pantalla, mientras él se perdía los sueños que ella silenciosamente labraba dormida.

Se desploma en la cuenta de que aun sigue durmiendo en el mismo filo de la cama, como si al otro lado habitase la nostalgia de un fantasma bajo las sábanas, como si el espacio que estampa dos espaldas contra la noche, fuese un país deshabitado.

Confiesa entonces que aquel estricto silencio que a ella le pareció estrictamente necesario y que para él era una exageración, no era más que un modo de retintar sobre un mapa mudo la frontera que separa un mundo de otro.

Porque el silencio es la sombra de una frontera y, para aquellos que precipitadamente nos exiliamos de la infancia, el silencio es la Frontera y, en algunas noches viscosas, la única posibilidad de una isla.

Sexto silencio:

Este silencio es el de la sorpresa, ese que nadie invita. El silencio de una señorita que te hace una encuesta por teléfono, el silencio de quien se asombra de que no conozcas una página web que él visita.

Este silencio inopinado es el regalo que no te entregan, el correo que no se responde por pereza, el del buzón en el se guarecen las facturas enjauladas. Este silencio es el de las canciones que susurran un idioma que no comprendes, el silencio del viento en la cara mientras miras la noche y el humo que sella los labios.

Este silencio es el de la tarde que se endulza, poco a poco, sobre un cielo raso. El silencio de un sótano abarrotado de nadas voluminosas y adornado con aquellos algos que permanecen marchitos de tiempo y de polvo.

Este silencio difuso es también un silencio concreto, donde los otros silencios se diluyen y se mezclan hasta formar el estupor inhóspito con que uno se unta las esquinas del corazón para sobrevivir al insomnio.

Este sexto silencio es un silencio que no se cuenta, ese que recoge y deglute a bocanadas aquellos verbos que quisimos decir y no pudimos; o, lo que es peor, verbos que no supimos conjugar a tiempo y escondimos, como si todo estuviera ya dicho y ni siquiera nos quedara la palabra.

Lindo con tu silencio, en la hora fría…

Lindo con tu silencio, en la hora fría
en que todo está dicho. Palpo ciego
tu encontrado silencio. Parto y llego
de silencio a silencio, día a día.

Cierto estoy de que cierto no podría
entrar en tus murallas. Cierto niego
que haya más fuerza en mí que la que entrego
a tu silencio, duda en ti, ya mía.

Con él limito. Sé que es la frontera
de no sé qué. —Tu muda primavera
torna en dudosos vientos mis certezas—.

Y en torno sigue tu silencio, y sigo
pensando en ti y sin ti, pero contigo,
si es que mueres en él o en él empiezas.

(Rafael Guillén)

Al llegar, desapareces

Cuando no estás, cuando el gris se apodera de los ojos y el silencio de las letras es un espacio hondo y largo, todo eres tú. Todo consiste en ti, en una búsqueda por la memoria, en una espera que te nombra orientándolo todo hacia un punto del que proviene tu luz.

Recorro casas en las que nunca estuve, abro ventanas que simulan dibujarte, invento palabras que te contengan y luego te extraigo exprimiéndolas.

El corazón entretanto se agita y las manos no paran en mi cabeza proyectando garabatos sensibles, deshaciéndose en escenas que ya había visto en otros cines de sesión continua. Pareces entonces mía o, mejor dicho, parezco tuyo, apéndice escindido, pétalo cortado, tuerca olvidada que sueña tornillos que le giran por dentro.

Hasta que apareces, te tengo, te contengo, consientes quedarte habitando un secreto permanente, ocupando un silencio de elocuencias que conversamos a medias.

Y entonces, cuando llegas —llevaba un rato esperando verte—, cuando te alcanzo te esfumas y te disuelves en otra piel, en otra voz, al otro lado de mí. Al llegar, desapareces, y dejas de ser mi amor imposible.

Un amor imposible es

Un amor imposible es el más feliz de los amores.
O puede serlo.
Basta que creas que es posible un amor imposible
y esto hará la felicidad del amor imposible.
Puede que seas el amor imposible de tu amor imposible.
Pero esto es un milagro.
Todos los amores imposibles son eternos,
el tiempo no los toca
y no existen traiciones entre los amores imposibles.
Amo con toda intensidad, amo sin límites
a cada uno de mis amores imposibles.
A veces el olor del café trastoca el orden de los años
y voy a dar a la madrugada
de un resplandor que a mí me alumbra
o de pronto la voz de Janis Joplin
me ensarta en una noche cítrica,
de alambre,
la noche del hechizo,
puede ser una forma precisa de mecerse el viento entre los árboles
y la danza del cuerpo,
la eterna danza de un cuerpo eterno
entre la eterna danza de la brisa.
Los eternos amores imposibles
no se tocan, no se cruzan, no pueden verse entre sí,
no existen los celos entre los amores imposibles,
son perfectos los amores imposibles.

(Darío Jaramillo Agudelo, Libros de poemas, 2001)

Where is my man

Nunca te tengo tanto como cuando te busco
sabiendo de antemano que no puedo encontrarte.
Sólo entonces consiento estar enamorada[…]

(Ana Rossetti)

Arrecia el pasado

Arrecia el pasado. Como un mar hecho de naufragios, cada cierto tiempo devuelve los restos de alguna de aquellas travesías que se quedaron a medio camino entre lo imposible y la tenue levedad de palabras disparadas al aire.

Todo parece igual cuando, esa misma memoria que embellecía rostros, no produce extrañeza en las arrugas. Uno se pregunta si el recuerdo de cada persona envejece con ella aun en la distancia o somos nosotros los que envejecemos tanto que le sacamos treinta años de ventaja.

Llega el momento de la tormenta, cuando uno, delante de esos restos depositados en la orilla, se juzga a sí mismo estrenando, en cada palabra, una misericordia nueva, una mentira adecentada, un complejo convertido en virtud.

Arrecia el pasado cuando la culpa siempre la tuvieron otros. O el azar, o la desdicha de no ser de ningún lado después de haber vivido tanto tiempo en todas partes.

Todo parece igual cuando el dolor antiguo todavía se transforma en lágrimas. Lágrimas lentas, esbozadas apenas en unos ojos que ya no distingo si son los mismos que fueron o son otros tan cansados como los míos.

Llega el momento de la tormenta y el recuerdo deja la carne ajena que habitó durante hora y media, para volver a su funda de niebla, a su estante de humo, a su rincón de luz pretérita y embellecida.

Arrecia el pasado. El futuro sigue empecinándose en ir llegando sin ruido y sin aviso. Cuando tus manos, aquellas que me conocieron tan de cerca, siguen el otro camino y se despiden nuevamente, como entonces, sin el consuelo de un abrazo que echar de menos.

Arrecia el pasado y, de repente, cuando ya empiezo a tener el paraguas preparado, escampa el mundo cruzando hacia el otro lado de la calle armado con un ¡claro que te llamaré!.

Y vuelvo a escribir sobre lo mismo que escribo siempre mientras, afuera de mí, en ese lugar que ya no importa que haya caído tímidamente en el otoño, arrecia el presente.

Poema del no

Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los puertos del Sur.
Me decías que no serenamente.
Era un no original, que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.
Era un no adivinado,
mudo, pesadamente silencioso.
Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no eras.
Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a las playas del llanto.
Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no…

Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.
Yo, delante de ti, triste, abatido.

(Rafael Guillén)

Cortesía

Tengo una cita con el médico, puede que llueva, me he quemado con aceite y no puede darme el sol.

Es que voy a comprarme zapatos para una boda, me sentiría incómoda, tengo que madrugar al día siguiente.

Estoy cansada, ya tengo puesto el pijama, se me ha olvidado decirte, quedaría raro, ya te llamo si eso.

Me gusta más la paella, es que ya es tarde, quizás vaya a un cumpleaños, sé que tengo algo ese día, tuve que salir con las niñas, he quedado en ir a ver a mi madre.

¡Qué sería de la originalidad sin la cortesía! Al fin y al cabo, la cortesía solo es necesaria para decir que no.

Pero el premio lo ganan los ojos azules. Le pregunté que si le parecía que estaba más delgado. Y ella me contestó: «¡Tú siempre estás guapo!».

Bendita cortesía. Y dichosos kilos.

Abúrreme con historias

Abúrreme con historias,

ríete de mis lágrimas,

rízame el pelo con las manos.

Respírame en el oído,

llévame en tu bolsillo,

véndete por un beso.

Sácame de este mundo,

dispárame al aire y no me dejes

volver a poner los pies en el suelo.

Invítame a un café,

a un café oscuro y sin gente.

Límpiame las gafas

para que te vea bien.

Hilváname en tu falda,

bórdame en tu almohada,

plánchame en un somier.

Dóblame con cuidado

para que no se me queden las marcas

y cuélgame dentro de tu armario.

Átame los ojos a la espalda,

acaríciame las manos con tu pecho,

muéveme la silla del mundo,

ponme a bailar claqué.

Desnúdame cuando tengas frío,

macérame en tus sueños,

córtame a pedacitos,

bébeme con limón.

Traspásame con un verso

y olvídame luego

en la guantera de tu coche.

Vuélveme loco esta noche

y después exígeme ser cuerdo,

mánchame los labios de carmín

y límpiamelo con los dedos llenos de tinta.

Pídeme que te mire

mientras te tapas los ojos,

apriétame fuerte, apriétame muy fuerte,

hasta que me duela cuando respiras.

Píllame en un descuido

y desármame como si fuera un puzle,

cámbiame las piezas de sitio.

Derríteme

y mójame fresas o mira

cómo me disuelvo en tu vientre.

Cómeme despacio y luego piérdeme de vista.

Ámame como a un viernes

y lánzame tu odio de lunes.

Duérmete a mi lado

o despiértate conmigo.

Rózame los complejos con tus labios

y aráñame

lo que nadie me acaricia.

Cómprame una vida.

Y entretanto vas haciendo todo eso

déjame que te escriba.

Como gata boca arriba

Te quiero como gata boca arriba,
panza arriba te quiero,
maullando a través de tu mirada,
de este amor—jaula
violento,
lleno de zarpazos
como una noche de luna
y dos gatos enamorados
discutiendo su amor en los tejados,
amándose a gritos y llantos,
a maldiciones, lagrimas y sonrisas
(de esas que hacen temblar el cuerpo de alegría)

Te quiero como gata panza arriba
y me defiendo de huir,
de dejar esta pelea
de callejones y noches sin hablarnos,
este amor que me marea,
que me llena de polen,
de fertilidad
y me anda en el día por la espalda
haciéndome cosquillas.

No me voy, no quiero irme, dejarte,
te busco agazapada
ronroneando,
te busco saliendo detrás del sofá,
brincando sobre tu cama,
pasándote la cola por los ojos,
te busco desperezándome en la alfombra,
poniéndome los anteojos para leer
libros de educación del hogar
y no andar chiflada y saber manejar la casa,
poner la comida,
asear los cuartos,
amarte sin polvo y sin desorden,
amarte organizadamente,
poniéndole orden a este alboroto
de revolución y trabajo y amor
a tiempo y destiempo,
de noche, de madrugada,
en el baño,
riéndonos como gatos mansos,
lamiéndonos la cara como gatos viejos y cansados
a los pies del sofá de leer el periódico.

Te quiero como gata agradecida,
gorda de estar mimada,
te quiero como gata flaca
perseguida y llorona,
te quiero como gata, mi amor,
como gata, Gioconda,
como mujer,
te quiero.

(Gioconda Belli)

« Entradas anteriores Entradas siguientes »