Entre una función y otra, encaramada en una banqueta, miraba el patio de butacas.
Después del tumulto queda un silencio extraño, no sólo en las afueras de uno mismo. Como si algo estuviese terminado y el mundo necesitara un respiro antes de acometer el siguiente capricho del azar.
Se apoyó sobre el hierro que hace blandos los muñecos —quien sabe si ahí está el secreto, si el silencio es ese hierro por el que asomamos nuestro cuerpo de tela y nuestra mirada perdida hacia la embocadura del mundo— y dejó caer la cabeza sobre su brazo, igual que un muñeco que descansa dentro de la caja en la nace y muere.
Quizás los niños son el mejor de los públicos porque observan sin estupor los alardes de la porra, porque se ríen de las miserias sin más compasión que la de la carcajada. Porque olvidan la mano que mece los títeres y les exigen la vida, la vida fugaz de los telones, un alma enredada en los hilos y el espíritu inconfundible de la voz.
Ella me miró como se mira al infinito, entornando los ojos y ablandando el gesto de la respiración. Me dirigió la palabra entonces, como quien se habla a sí mismo por detrás del espejo, para decirme, con una sonrisa de esas que atravesarían los siglos puesta en un cuadro oscuro: «Esto es lo que me gusta hacer en la vida».
Pero también pueden ser el peor de los públicos, ese que no permite ambigüedades, el que no se detiene maravillado por los dilemas, el que aplica su propia imaginación para desbordar el escenario. Porque son un público experto en hadas madrinas, pero intransigentes con las metáforas y crueles con la falta de ritmo.
Yo me quedé envidiándola, allí, hecha marioneta, recelando de su suerte de saber el lugar que quiere ocupar en el mundo. Quizás por ese mismo rencor de no saber qué hago aquí escribiendo este camino equivocado de renglones, no puedo dejar de pensar sobre de quién será la mano que ella lleva dentro y sobre lo tuya que es la mano que yo llevo dentro, al lado, conmigo.
Pequeño poema infinito
Para Luis Cardoza y Aragón
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben votar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.(Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, 1929)