Tengo los días repletos de vísceras, las noches encaramadas a los sueños y al desvelo. Y el desvelo —¡qué contarte que no te haya contado ya!— embebido en el deseo.

Las horas suceden inocuas, amables, pero sin sustancia. Los minutos alternan su duración entre instantes que corren que se las pelan y largas tardes de espera asomado al humo del cráter del volcán.

De entre las voces que me llegan, sólo una me saca del letargo. Ninguna de las manos que me tocan es tuya. Todos los ojos que me miran parpadean sin verme.

Luego está el asunto de las letras que no vienen, la tensión que no baja, los meses que nunca se me acaban antes que el sueldo, el supermercado que me llama desde la puerta del frigorífico cada vez con más frecuencia.

Para colmo, las gafas de verlo todo distinto son de sol y su efecto se enfría con las noches. De fumar en pijama a deshoras bajo el porche, tengo la tos agarrada a las frases de amor que nadie me dice. Y tiene narices lo descuidados que tengo el patio y las uñas de los pies.

Consumo en espera, stand by que se dice, como un aparato olvidado en el salón de otra vida en la que no se vive. Con la lucecita roja y la pantalla oscura, pero encendido, esperando el dedo que pulse el botón con el que el corazón empieza a ejecutar los sonidos de la duda que viste de mayo el final de cada abril.

Yo me estoy consumiendo en espera, ando en stand by. Y fíjate que lo que yo quisiera es que tú estuvieras stand by me.