Perdóname si llego tarde, pero es que todo me llega tarde.
Siempre que acudo, por más prisa que me doy en alcanzarte, cuando te tengo a tiro de beso, tú ya eras tú, ya estabas allí hace tiempo. Y te sigo viendo, pero más adelante.
Es la gran estafa de los adverbios. No puedo salir de aquí, estoy atrapado; allá donde vaya, siempre me llevo. Y tú, sin embargo, por despacio que te muevas, por milimétrico que sea el espacio que nos separa, siempre vives en un allí.
No puedes estarte quieta, lo sé, tu cabeza siempre a la cabeza, atravesando los domingos hacia el lunes, aprovechando el tiempo que no tienes. Y yo despacio, tan quieto, tan callado, tan viernes.
Sé que llego tarde, que siempre me retraso; pero llego y llegar es vencer. Convencerte de que me esperes, no puedo, no sé. Pero llego y al llegar contemplo el sitio en el que estuviste y lo quiero y te quiero y quiero perseguirte otra vez.
Para eso me sirve la utopía, el horizonte, tú. Para llegar tarde, bueno, pero sabiendo a tiempo hacia dónde ir.
Creo que sí, que llego tarde. Lo sé porque yo acabo de empezar un domingo y a ti te veo, ya, allí, en el centro del catorce de un martes, mirando atrás, esperándome.
Te llegaré tarde, ya lo sé y tú lo sabes. Pero te quiero temprano, pronto, ahora, en este acto.