Esa era la palabra. Gran cantidad de cosas que llegan o suceden rápidamente. Una tontería, un crucigrama, un rato muerto entre descarga y ejercicios. Pero esa era la palabra. Un raudal que me sobreviene sin forzamiento, sin fricción, casi sin esperarlo.
Por la palabra, miré el barco tantas veces vacío que ahora andaba lleno. La juventud trae consigo ese regalo impagable de la invasión, cuando ya no queda sitio donde sentarse, cuando no hay rincón donde esconder cuatro renglones esperanzados que estoy escribiendo a hurtadillas.
Al mirar esos recovecos de vida que tengo llenos de tanto en tanto, sé que me he sentido feliz. El sonido de la costumbre cotidiana, el aposento de saber que se juega en campo propio, la calma de tener apetito comunitario.
Las pequeñas cosas que vamos dejando en medio. Los velillos descolocados, el fregadero lleno de risas, los cables abandonados a su catenaria y los cacharros de lucecitas adornando el espacio, como otra clase de árbol de navidad. Las pequeñas cosas que se esturrean, la sorpresa de los gestos cuando no somos conscientes de que nos miran, las señales afectivas que indican que en el ambiente sobrevuela algo más que espacio compartido.
Al fin y al cabo, sólo somos detectives de la alegría, espectadores del entusiasmo que se contagia de aquellos indicios que se encuentran en la cisterna infrautilizada, en el desorden de los muebles cansados de estar en su sitio, en la explosión de anuncios que salta del aparato que sobrelleva la carga de ser el ruido de fondo.
Y por la noche ya en la cama, esa era la palabra, duermevela. Imágenes vertiginosas que no se sabe a donde van, palabras sueltas hilvanadas en el oído, fantasías brillantes sin sentido, hábitos regenerados en la memoria. Un raudal de remolinos sin orden ni convenio, un raudal de sensaciones impregnadas de presente, un raudal de fotogramas alineándose sobre el paisaje de la fugacidad.
Aún me quedan por aquí esparcidas unas briznas de tumulto, una pila cargada de detalles para rumiar y un rato pausado mientras borro las huellas, friego los platos y vuelvo a colocar mi vida en standby. Pero eso no me quitará ni lo bailado, ni las ganas de volver a bailar.
La misma vida, tú, esa es la palabra, siempre como un raudal. O un duermevela.
Proema
A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el
vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte;
el paseo con los ojos cerrados al borde del despeñadero
y la verbena en los jardines submarinos;
la risa que incendia los preceptos y los santos
mandamientos;
el descenso de las palabras paracaídas sobre los
arenales de la página;
la desesperación que se embarca en un barco de
papel y atraviesa,
durante cuarenta noches y cuarenta días, el mar de
la angustia nocturna y el pedregal de la angustia diurna;
la idolatría al yo y la execración al yo y la
disipación del yo;
la degollación de los epítetos, el entierro de los espejos;
la recolección de los pronombres acabados de cortar en el jardín
de Epicuro y en el de Netzahualcoyotl;
el solo de flauta en la terraza de la memoria y el
baile de llamas en la cueva del pensamiento;
las migraciones de miríadas de verbos, alas
y garras, semillas y manos;
los substantivos óseos y llenos de raíces, plantados
en las ondulaciones del lenguaje;
el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído
y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor.Sílabas, semillas.
(Octavio Paz, Árbol adentro, 1987)