Mírate en mis ojos, déjame mirarme en los tuyos.
Al fin y al cabo, nadie sabe quién es hasta que los demás no se lo dicen. Porque los ojos de los demás son el espejo en el que nos conocemos, en el que nos mentimos tan bien que casi parecemos de verdad.
Todo es reflejo, espejismo, apariencia. La única verdad es el diafragma en donde la luz se queda atrapada y el corazón de las personas es la más potente retina que sabe revelar lo profundo. Lo verdaderamente importante es transparente a nuestros ojos.
Haz fotos, encuadra y observa el mundo con ellas, deja rastro, pon tu mirada en lo pequeño. Pero cuando te canses de espejos, cuando quieras verte por dentro, amor mío, mírate en mis ojos.
Y deja que me mire en los tuyos si llega ese día en el que nadie me conozca. Guárdame ese secreto en tus ojos, invéntame frágil y tierno, como yo te guardo en los míos.
Así ya no tendré miedo a que lleguen, porque tienen que llegar, los tiempos fugaces de la desmemoria y las eternidades del último olvido, cuando ya nadie me pueda mirar.
Muerte en el olvido
Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita…(Ángel González, Áspero mundo)