«No tendrás el alma tan atormentada cuando pasan tantos días sin que escribas», me dice la voz que a ratos se hace conciencia y a ratos sucede por fuera.

Sus palabras me hacen reflexionar, como las que me inquieren sobre tendencias diagnósticas específicas y me disculpan, tras sopesar durante un segundo mi desconocimiento, añadiendo que «es que siempre estás pensando en la poesía».

Cada ciudad tiene sus propios atascos; cada recorrido, sus encrucijadas. Cada semáforo tiene un corazón latiendo en ámbar y parece que cada persona que escribe vierte su tormento con color de noche o de tinta.

«Tú, que en eso has tenido la cabeza más fría», me dicen aquellos dedos de burbujas que nunca me imaginan ardiendo. ¿Me habrás echado de menos?, le pregunto a los fríos del norte. «No iré a no ser que me digas que tienes muchas ganas de verme» y escucho un hilo que se tensa sin romperse, mientras que otro se rompe sin tensarse cuando me advierte que «no nos veremos el sábado, sino el miércoles».

Todo se palpa en el aire, a mi alrededor, mientras atiendo secanos y humedades, tiemblo miedos y risas, barajo dudas mezcladas con certezas y preparo el equipaje hacia los grandes salones de lo estático.

Sigo mi recorrido desde el principio de la oscuridad hasta los bordes del claroscuro. Y porque tengo un ángel en el pensamiento, se me clavan las teclas en los dedos como a San Mateo se le ensucian los pies.

En la espera está mi tormento, no en las letras ni en los silencios. En la espera inventamos todos los tormentos, del mismo modo que en la espera se haya, también, toda nuestra felicidad alumbrando desde dentro.

Para la espera me dejo todos los claroscuros a medio pintar. Entretanto, escribo.

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No nos mata un momento,
sino la falta de un momento.
No nos mata una sombra,
sino la ausencia aleatoria de una sombra,
perdida probablemente en un declive
de esta insensata eternidad despareja.
No nos mata la falta de la vida,
sino el azar de un claroscuro
que se proyecta sobre una pantalla invisible.
No nos mata morir:
nos mata haber nacido.

(Roberto Juarroz, Séptima poesía vertical, 1982)