Que el cielo es vecino del infierno
puede saberlo cualquiera. Cualquiera
que sepa de la oscura medianoche
que siempre antecede a las despedidas,
cualquiera que conozca el ruido de las persianas
cuando se cierran las tiendas por vacaciones.
Por eso, algunas veces, las tormentas
pueden ahogarse en risa y el letargo de los días lentos
derretirse en haces de luz caligrafiada
con esa extraña ortografía rugosa
de los caprichos del azar.
Algunos días tristes y solitarios,
incluso en la más profunda de las derrotas,
traen escondidas travesuras cifradas
para que a los náufragos de las botellas
les sonrían de medio lado
las mejillas del porvenir.
Que el cielo y el infierno son vecinos
ya se sabe;
que cada día dan en el barrio una fiesta
a la que todos estamos invitados,
como cualquiera sabe,
a reír llorando y viceversa.