La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

enero2025 (Página 2 de 4)

Fijémonos bien

Fijémonos, amor, en aquellos que vuelven juntos a la misma casa para cerrar la noche y olvidarla lisa, extendida apenas sobre una sábana de flores. Vuelven hablando de nada en particular, comiéndose la distancia con pasos cortos, desgastando la acera en fragmentos de una historia que no pasará de existir un instante en el aire.

Envidio sus ojos cuando se miran atravesando los mapas del presente y pasa el deseo como una canción olvidada por el espacio que dejan en silencio en el centro de la conversación.

Se limitan a ir rebañando migajas de la luz de las farolas que va escurriendo por las paredes mudas de calle, el sobresalto de los ruidos que salen de los portales, el pudor de las sombras que desnudan las tulipas de las lámparas en los dobleces de la ropa que van dejando colocada a los pies de la cama.

Entonces ocurre que, armados hasta los dientes de costumbre, se dan un beso fugaz y luego la espalda, carraspean, musitan cicatrices al oído de la almohada, encogen el corazón en el pecho, asesinan un sueño y dejan que el cansancio habite bajo las sábanas.

Vuelven juntos a la misma casa tan ordenados como sus nombres de solteros escritos a mano en la ventanita del buzón, del número nueve, segundo izquierda, portal dos, de una calle con nombre de santo o de poeta.

Fijémonos bien, amor, en aquellos que todas las noches vuelven juntos a nuestra misma casa, fijémonos en ellos, por si algún día los reconociéramos distantes mirando un escaparate, dormitando soledad de mesa camilla a media tarde o trasnochando lágrimas sobre un poema.

Poema sin terminar

No está terminado este poema,

los voy gestando lentamente,

vivo despacio si nadie me empuja,

ando distraído por las orillas del camino.

Voy y vengo varias veces, hago zigzag

en el trayecto y, posiblemente,

parezco no querer llegar cuando acometo

un nuevo recodo invisible, otra esquina

del siguiente rodeo, la próxima parada.

Este poema no está terminado.

Aún tienen que llegarle otros versos

que ya palpitan esperando

nuevamente tus ojos, otro encuentro,

desiertos nocturnos, palabras de tus labios,

renglones en los que puedas quedarte

y tu turno de palabra.

Tiempo largo

Me estoy enamorando. Todavía
me estoy enamorando. Ya lo sabes,
soy muy lento, la prisa no me gusta,
no es buena consejera: cuando quiero
una cosa, la miro, y, si es valiosa,
me acerco muy despacio, nunca escojo
el camino más fácil. Llegar antes
no sirve para nada, lo que quiero
es llegar para quedarme, llegar,
llegar sin contratiempo. Ya lo sabes,
todavía me estoy enamorando:
más lejos llegaré cuanto más tiempo
gaste en llegar, porque el tiempo gastado
ahora no será tiempo perdido.

@(José Carlos Rosales, Poemas a Milena, 2010)

Pepinitis

Eso dijo ella, aquello del pepino, aquello de la bacteria.

Se puso delante de un auditorio y lo dijo, sin más: en los pepinos españoles se ha encontrado la dichosa bacteria. Bueno, no lo dijo sin más, lo dijo en alemán. Sin querer conocer nada más, ni causas ni efectos, ni el resto de circunstancias que rodean a un pobre pepino y su proceso de conservación a través de distintos países, pues lo dijo.

En realidad, no lo dijo, fue mucho peor, lo insinuó. Lo dejó caer, lo dejó entrever, lo puso en el centro de una diana a la que no quiso disparar. Ocurre siempre, hay que salvar el culo y echarle el muerto al primero que se tambalea, pero sin echárselo, sin que lo parezca, que eso queda fatal.

Y, ¿sabes qué pasa? Que aunque todo pasa, todo queda. Da igual quien se ofenda ahora, nadie puede rectificar lo que «no se ha dicho», porque es indecible. No se puede evitar, el pepino español será para siempre, en la memoria de los alemanes, la mentira más verdadera y la que causó su crisis sanitaria.

No sé si ha sido tu pepino o el mío el causante de cada crisis que nos ocupa periódicamente. Pero habrá que superarla y no dejar que «todo quede»: que solo quede lo cierto y lo que se hizo de corazón, saliera bien o no.

Desde el filo

Cuando era niño, fue a la piscina del pueblo para aprender a nadar. Cientos de otros niños reían a su alrededor, se ponían en círculo dentro del agua, se cogían de las manos y levantaban los pies del fondo para patalear y salpicarse burbujas rítmicamente.

El sabor del cloro del agua le inundaba la nariz y se le colaba por la garganta. ¡Qué tortura era odiar lo que a los demás les encantaba! Pero mal que bien, sacando mucho la cabeza del agua al bracear, aprendió el mecanismo de supervivencia y se defiende, con más voluntad que técnica, en las piscinas, en el mar o en aquellas albercas verdes de rana en las que, de niño, se refrescaba.

En aquellas clases multitudinarias, también tocaba tirarse del trampolín. Un trampolín ridículo, una tabla puesta a un palmo del agua, en el que bastaba, según el monitor, ir dejando caer el cuerpo hacia adelante hasta llegar al desequilibrio. Y entonces, saltar para levantar los pies y entrar en el agua con las manos por delante de la cabeza.

Lo intentó tantas veces que aún se acuerda del vértigo, del pestilente olor del agua, de las burlas y de los empujones de un monitor exasperado por su recelo ante lo que para todos era tan divertido. Aún se acuerda del ahogo de entrar en el agua, de la angustia de buscar el aire a brazadas, de los mocos que le chorreaban al sacar por fin la cabeza del agua.

Aún se acuerda del filo, de ese vacío en el vientre, de esa falta de aire anterior al salto, del miedo a no encontrar la salida.

Tanto se acuerda, dichosa y caprichosa memoria, que, desde entonces, no ha vuelto a tirarse nunca a una piscina. Se sienta, se deja resbalar por el borde con las manos apoyadas, se gira sujetándose con los brazos y va entrando en el agua lentamente, hasta que la gravedad ejerce su ley y hace el resto. Y justo en ese último momento, se tapa la nariz.

Ahora, casi cuarenta años después, escribe desde el filo para no oler el agua. Aunque el agua está ahí, esperando, y la gravedad ha puesto ya las leyes en marcha. Y nota el mismo vacío en el vientre y la misma falta de aire. Pero le ha perdido el miedo al agua.

Apártense, si no quieren que les salpique, o mírenlo caer desde el filo.

Spleen

A menudo equivoco el autobús,
cruzo a destiempo, bajo la escalera
que debiera subir, vacilo, voy
hilando incoherencia con la ciega
obcecación del triste que desliza
su ronco despertar a medianoche,
su tímida esperanza sin consuelo,
su billete borroso hacia otra parte;
y no es que los espejos se me rompan
al mirarlos de frente, ni que el tráfico
taladre este tesón con que persisto,
los afanes que finjo en un alarde
de acróbata que traza en el vacío
su torpe pirueta, yo no sé
si me explico, lo cierto es que tampoco
reconozco si voy o si regreso,
si parto el pan o tomo mi jarabe,
la tos que desayuno cada día,
es todo tan confuso, es tan difícil
decir que sí, que no, que todo lo contrario,
ganarle por la mano al día su confianza,
por eso mi bufanda me parece
la soga de un ahorcado y es así
como anudo mi lastre inconsolable,
derrocando la risa de los niños
con astucia de ingenuo derrotado,
aspirando a la tierra y al reposo,
prisionero de mí, ya sin ficciones.

@(Eduardo García, Horizonte o frontera, 2003)

Dos compasiones

En fila fueron entrando todas las personas por orden alfabético, que es un desorden tan arbitrario como cualquier otro. Las veía avanzar por el estrecho pasillo que dejaban las sillas colocadas a modo de auditorio, con pasos titubeantes o decididos, mirando al suelo o al infinito de la mesa que presidía la sala.

Llegaban de una en una, solas entre tanta gente, asoladas por una tarde de esas en que el verano se hace terrible, inquietas y nerviosas, con las manos llenas de dedos, el carnet de identidad en la mano y el corazón en la boca.

Yo las saludaba con su nombre en una pregunta y ellas, que debían sentirse en el centro de La vida de Brian, asentían como si hubiesen oído aquel «Crucifixion?… Good» de la película, a lo que nadie se atrevió a responder que no.

Y como en La vida de Brian, les fui indicando dónde tenían que depositar los papeles que resumen una vida, al tiempo que les entregaba un resguardo sellado en lugar de cruz, con el que alinearse a la izquierda mientras llegaba la siguiente.

Después instrucciones, recomendaciones, consejos y nervios hechos dudas. Incertidumbre es una palabra que puede verse en la agitación de las posturas, en el estómago de los ojos, en la timidez de las voces.

Cuando el escuadrón suicida del Frente del Pueblo Judaico atacó con sus preguntas: ¿por dónde hay que empezar el folio? ¿y si solo quiero escribir por una cara? ¿se pueden numerar los subapartados? Sentí dentro de una sonrisa nerviosa la primera compasión de haber estado en el otro lado.

¿Se puede tocar la flauta?, añadió una voz. La segunda compasión fue para mí, porque yo también soy presa de la incertidumbre, porque yo también soy parte de la casualidad que hará que muy pocas flautas suenen, mientras que la inmensa mayoría no.

Pero los últimos tiempos me han enseñado que hay que mirar siempre en el lado brillante de la vida. Por oscura que nos parezca cuando aprietan tribunales, calores de insomnio o despedidas.

Gestos

He estado por la mañana en una multitudinaria exposición de gestos; interesantísima porque, al fin y al cabo, de gestos estamos todos hechos.

Contamos con los dedos cuando intentamos recordar, nos damos golpecitos en la cabeza para empujarle a la memoria y abrimos los ojos hasta la redondez cuando conseguimos que llegue la palabra que teníamos en la punta de la lengua.

Movemos el pie incesantemente, nos aferramos a un bolígrafo para no caer al precipicio o movemos los labios sin hacer ruido, como hablándole al fantasma que llevamos dentro.

Tenemos gestos para todo: para los nervios, para el dominio, para la ira, para el amor, para la desesperación. Gestos aprendidos de quienes nos rodean, transformados por nuestra propia usanza, pero reconocibles.

Hay gestos para la mentira y para la verdad, para la conquista y para la risa, para levantar barreras que nos separen de los otros y hay gestos para bajarlas.

Adoro a la gente que te toca cuando te habla, a quienes siempre sonríen cuando no saben qué gesto adoptar. Me gustan quienes, cuando se asoman a una barandilla, echan todo su peso sobre una pierna mientras le enroscan la otra.

Me encantan los ojos que me miran cuando me hablan y los que no se apartan cuando yo les apunto con los míos. Me gusta la gente que, al enseñarte algo que tiene en las manos, las orienta con el dedo gordo hacia arriba. Disfruto viendo a quienes se hacen caracoles en el pelo para ahuyentar el desasosiego.

Cada persona que conozco tiene una sonrisa distinta, reconocible, como una marca de agua. Hay risas que reconocería en cualquier parte, ojos que se abren para iluminar una estancia y manos que bailan mientras me cuentan historias de otro mundo.

Abrazar durante seis segundos es el gesto de cuerpo entero que más agradezco. Besar a corazón abierto, también.

Piaget te ama

Cuando te veo, balbuceo, laleo. Mi pensamiento se vuelve sincrético, egocéntrico, animista. Soy incapaz de aceptar la permanencia de los objetos que se salen de mi campo visual, pero creo en el objeto del deseo como si fuese una llama que me va a quemar.

Vuelvo a la etapa sensorio-motora. Como una reacción circular secundaria, mi cuerpo repite acciones por el simple hecho de que me proporcionan un placer indescriptible. Y aquello que produce placer, siempre tiende a repetirse.

Por eso te busco la boca con los ojos y después acerco lo labios. Una electricidad que no sé de donde viene ni a donde va, circula por las lenguas que entrechocan. La caída del potencial puede que sea exponencial, pero la subida siempre es asintótica.

Me acomodo y te asimilo, el desequilibrio me doblega contra la pared, los esquemas se me parten en trocitos y para buscarlos tengo que hurgar con prisa por debajo de tu ropa.

Entonces me arden los dedos y entiendo por fin la diferencia entre causa y efecto. Me dejo envolver por el afecto y ya solo quiero transducir, pasar de lo concreto a lo concreto.

Intuyo que me dices, con lenguaje simbólico, cientos de preconceptos al oído. Y quiero entonces conocer la realidad y adentrarme en tus gemidos, pensar solo en lo que está dentro, en el mismo espacio, en el mismo tiempo, y alcanzar el número dos por descomposición de sus elementos.

Y cuando se nos dispara la herencia, el ambiente se tersa, te acurrucas en mi pecho y el entorno social vuelve pesados los ojos hasta que te duermo y te envuelvo en mi sueño egocéntrico y preoperacional.

Sólo entonces entiendo la conservación de la cantidad, que no cambia aunque el continente cambie de forma y se vista, me acaricie la frente y me invite a (bal)bucear otra vez por debajo de su falda.

El tercer nivel de concreción siempre es un cruce de miradas

Amar la trama, pero esperar un desenlace.

El ser humano no sabe vivir el presente. Uno espera que esta noche, cuando cierre los ojos al sueño, que es como una muerte de juguete, no sea la última vez que los cierre.

En el primer nivel de concreción uno espera vivir, tener sueños que se cumplan, transgredir la frontera infranqueable del más tarde. Crecer y multiplicarse, dividir y vencer. La vida no pone normas, decía Benedetti, pero el paso del tiempo sí. El azar dicta órdenes y decretos inviolables, contra los que el desacato no sirve de nada. Sobrevivir es la principal ley orgánica.

El segundo nivel consiste en esperar que haya alguien al otro lado. Inventarlo con cuidado, definirlo en base a ciertos estereotipos aprendidos y manoseados por el ambiente. Se sopesan los pasos, las direcciones, los esfuerzos. Se vaticina lo imprevisto y, cuando no sucede, uno se empeña en volver a vaticinarlo. Agoreros todos, rebuscamos entre los otros a alguien que nos dé la razón, una razón, todas las razones… Sobre todo, para vivir.

Y entonces se hacen planes, se buscan objetivos, se rellena la agenda con menudencias y cuestiones laborales. Se progresa o no, se planifica y se incumplen los plazos. Mañana siempre es una parte de hoy, indisoluble, inseparable. Vivir necesita calendario.

En el tercer nivel hay que adaptarse al nivel madurativo de los acontecimientos, a las características del entorno, a los altibajos de la Gran Noria y a sus pellizcos en el estómago. Nos da por evaluarlo todo con criterios cambiantes, por programar la felicidad venidera y ponerle coto.

Nos proponemos actividades a corto plazo y tomamos café o salimos al encuentro del humo empaquetado. Se nos cierran los ojos con el ruido monótono del engranaje de los días y concluimos los ciclos sin haberlos saboreado.

En el tercer nivel, hay que estar muy despiertos para convencer al sueño, muy cansados para llamar a la calma, muy ajetreados para buscar un momento de sosiego.

En este tercer nivel en el que me hallo, como tutor de mí mismo y de quienes me rodean, propongo dejar de temporalizar la felicidad y disfrutarla cuando me llegue. Reír como instrumento y como meta, soñar como método y como estrategia, sentir como principio y como fin.

Y concluir con un poema, que eso siempre queda muy bien en las programaciones de cero a tres años que sólo ambicionan no aplazar el minuto de cielo que cada día me escondes, cruzado, entre tus manecillas.

Caricias cruzadas

Comencé una caricia el jueves por la tarde,
pero sonó el teléfono, llamaron a la puerta,
la caricia se quedó aplazada.

También otras caricias quedaron en suspenso
para seguir más tarde, después, al día siguiente:
las caricias se enredan, las que están acabando
con las que empiezan hoy, aquellas que se alargan
ocupando semanas con aquellas que duran
décimas de segundo.

Contigo las caricias empiezan, no se agotan,
nunca acaban, parecen
conversaciones que se cruzan,
palabras que nos llevan.

@(José Carlos Rosales, Poemas a Milena, 2010)

Literatura infantil

Todo empieza fuera del tiempo, fuera del espacio.

Lejanos países —lejanos ¿de dónde?— en los que había una vez, o muchas veces, criaturas desvalidas en manos de un autor sin escrúpulos.

Porque el autor, escondido detrás de una voz que narra impersonalmente, decide poner trabas y cuitas en la vida de los personajes. Se los inventa, les mata a los padres o los hace pobres, los mete en un castillo o en un choza, arbitrariamente, casi tan caprichosamente como el azar.

Luego los asusta con ogros, los impele a cometer fechorías o a soportar desgracias, los lanza sin red a un mundo en donde puede pasar cualquier cosa y en donde cualquier cosa que pasa viene como llovida de una tormenta. Los animales hablan con una dicción perfecta, con sabiduría o maldad, movidos por compasión o crueldad, por amor o por esa soberbia que sólo puede ser humana.

Como habitantes de una teoría evolucionista, los personajes cambian, se adaptan al medio y desarrollan capacidades que no creían tener y afrontan desafíos, generalmente estúpidos, con el coraje de los héroes que no tienen nada que perder. Todos los buenos ganan —¿quiénes son los buenos y por qué?— y todos los cuentos acaban. Todos los buenos ganan y alcanzan la dichosa felicidad sin que nadie sepa exactamente en qué consiste; bueno, todos ganan excepto las perdices, naturalmente.

Pero hay cuentos especiales, cuentos chinos. Aquellos en los que el autor no consigue zafarse de su propia trama. Se inventa a sí mismo y a los otros personajes, se lo inventa todo y… se lo cree. De una mirada extrae un sentimiento, con una palabra erige un monumento al corazón o un abismo al que asomarse. Y pierde el control de los sucesos y se pregunta que cómo a él, a sus años.

Y los animales, las cosas, cobran vida y le hablan, durante las ausencias, del otro, de los otros. Se alternan las noches con estrellas y los días nublados, se toca el cielo y, al instante siguiente, un infierno que sólo el azar sabe de dónde ha salido, le quema el estómago y la sangre, le hace arder los nervios o supurar lágrimas de desencanto cuando el hechizo no llega a tiempo.

El amor es un cuento, literatura infantil hecha por niños y para niños. Por y para niños que aún no han perdido las alas y que buscan un polvo de hadas que les haga volar de nuevo. Autores y protagonistas confunden sus roles, el azar narra caprichos de los de érase una vez y cualquier cosa es posible.

Pero como todos los cuentos, el amor acaba. Porque un cuento no es cuento hasta que se cuenta, y como todos los cuentos, el amor acaba en lágrimas puestas en otro hombro, en la barra de un bar (o en la terraza, si es verano) o en otra cama. Y colorín colorado, hay muchos cuentos que acaban en un juzgado. Y no siempre de paz.

Las perdices, ya devoradas y digeridas, no están en condiciones de agradecer este tipo de finales. Y los niños, inmediatamente, ávidos de literatura, quieren empezar otro cuento, creyendo aún que existen esos cuentos de los de nunca acabar.

Dichosos aquellos niños que tienen todas las noches la literatura de un melodrama que llevarse a la cama, porque vivir sin cuentos es como hacer de un poema un simple ejercicio de escritura.

La forma de querer tú…

La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.

@(Pedro Salinas, La voz a ti debida)

El fabuloso mundo de las tortillas de patatas

Importante misión tengo encomendada, por el simple hecho de saber hacer una tortilla de patatas. El azar, como siempre, me ha echado una mano y en el gran sorteo paritario, mi bolita pesaba más.

Cien aspirantes a cocineros traen la suya hecha en casa y, durante diez horas al día, escucho pacientemente cómo eligieron las patatas, el modo epistemológico en que las pelaron, la fuente sociológica en que las dejaron reposar y las razones psicológicas que justifican el porqué fue así como las partieron.

Mención aparte merece el relato de cómo cascaron el huevo. Están aquellos que, fuertemente pertrechados de citas y dictámenes, batieron por separado las claras de las yemas, en feroz oposición al nutrido grupo que decidió mezclarlas tal y como cayeron en el plato.

Pero la verdadera fuente de la controversia es la cantidad y calidad de la sal con que aderezaron los ingredientes, la fuerza del fuego, el material con el que la sartén fue construida y, sobre todo, el punto de cocción en el que estaba la tortilla cuando le dieron la vuelta. Cosa que no se ve, ya que todos traen su obra hecha de casa, si bien es cierto que algunos traen un informe que valora positivamente lo bien que le dieron la vuelta sin ayuda de plato, se supone.

Y aquí estoy yo, en el fabuloso mundo de las tortillas de patatas, con tres kilos de más, cuatro horas menos de sueño, el colesterol por las nubes y las almorranas en pie de guerra. Aquí estoy yo, con un flemón y sin poderme lavar los dientes, soportando digestiones espesas y un derrame de mala leche.

Futuros chefs de toda la geografía nacional vienen aquí, a que yo pruebe sus tortillas. ¡No es genial! Así se comerá en los restaurantes durante los próximos años, a mi gusto.

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