Serían las ganas de salir de debajo de la tierra, el estrés de ir con el tiempo justo, la despreocupación de haber hecho lo más difícil o la inquietud de una tarde de frío en la vejiga.

Sería el odio ancestral de las columnas, la luz mortecina de los subterráneos o el espanto de que el regalo inútil que buscaba costaba sesenta euros.

El caso es que antes de entrar por la puerta contraria, repase mentalmente la maniobra que tenía que hacer; y era sencilla, lo difícil había sido meter el vehículo en donde lo metí.

Sería que se me fue el demonio al cielo pensando que había perdido el tiempo, sería que vivo en otra vida por dentro de la cabeza, pero el caso es que aquello sonó a desastre y a rozadura.

En realidad no importa por lo que fue ni de quien es la culpa. Dos mil quinientos kilómetros después de comprarlo, he estrenado el coche en una columna anónima que, por supuesto, no quiero ni volver a ver.

Nada grave. Pintura roja y tirar de seguro. No te lo cuento para darle importancia a un hecho que no la tiene, ni para echarte la culpa por ocuparme la cabeza hasta en los desaparcamientos, sino para explicar con un ejemplo una sensación que hace mucho tiempo que tengo.

Cuando la columna se posó en la puerta, paré el coche ante ese pequeño ruido y miré por el retrovisor. Entonces comprendí la situación: la otra columna, el coche de al lado, las dimensiones del vehículo…

Entendí que, hiciera lo que hiciera, maniobrase de cualquier manera, iba a hacer algún estropicio en alguno o en todos los lados. Y es muy difícil moverse sabiendo que vas a hacer daño.

Pero salí. Con la dentera que da ir arañando la puerta al moverse, salí. Salí confiando en mi abuela, porque todo tiene apaño, menos la muerte.