Me gustan las paradas de los autobuses. No suelo quedarme en ellas, simplemente miro a la gente y juego a adivinar sus vidas. Aquella habla por el móvil con la amiga que está a punto de ir a ver porque no sabe esperar, tal vez, porque necesita apretar aún más los lazos, quizás es que no puede soportar estar sola.
Allí un hombre nervioso que mira el reloj sin parar y se mesa los párpados con la incredulidad de quien despierta de una pesadilla. La señora mayor va de compras con su nuera impaciente que está deseando escapar del evento y pone todos los impedimentos que puede. Un chaval sentado más atrás tiene la mirada perdida y los oídos rellenos de música, como un fantasma que está habitando un castillo lejano.
Yo paso despacio y no sé si alguien jugará también a predecir mi vida mientras tanto. Pero no subo al autobús que acaba de frenar con un chirrido metálico y ruido de puertas. No todo el que está en la parada es un viajero. Ni todo el que pulula por un hospital está enfermo, ni todos los locos llevan camisa de fuerza, ni una corbata es sinónimo de virilidad.
No es el nombre del sitio en el que estamos el que nos da la medida de lo que somos, ni el paisaje que se vislumbra es el motor de lo que sucede dentro. No todo el que está en el museo mira las obras de arte, ni todo el que rechaza pasteles es diabético.
Nosotros le otorgamos esencia a los lugares en los que estamos. Que nos pongamos a comer sobre una mesa transforma la sala en restaurante. Que nos miremos desde sillones incómodos los convierte en diván. Que nos asustemos de los ruidos modifica el concepto de edificio hasta hacerlo coincidir con el de castillo.
El sitio, cualquier sitio en el que estamos a gusto, real o virtual, ese sitio, es un hogar. Aunque a los demás les parezca una parada de autobús y tengan la curiosa costumbre de querer adivinarnos la vida.