¡Dichosa criatura!
La veía deambular a deshoras por la casa, a oscuras, confundiéndose con las sombras y dejando un leve rastro de impaciencia en el ambiente.
Se tumbaba en el sofá y se tapaba con la profundidad de la noche. Pero al rato de cerrar los ojos, los abría inmensamente, como dos lunas llenas heridas en el centro por un sueño redondo. Y entonces, la veía levantarse de nuevo como un martirio, con la angustia de un jersey de lana en mitad de agosto.
Iba a la cocina, pululaba como polilla en busca de la luz del frigorífico y se quedaba atrapada en ella mientras rebuscaba cualquier cosa, agua o un pensamiento fresco, que echarse a la boca. Volvía sobre sus pasos con el gesto inconsolable de quien no recuerda aquel lugar seguro en donde puso la felicidad que le sobraba.
Siempre se había llevado divinamente con la luna a fuerza de no verla más que en fotos. Y ahora, pobre, hay que ver como le retumba su claridad pálida entrando por la ventana. No puede soportarlo y huye descalza en una carrera en pos del helado. Y ve cómo se le escapa otra noche que no se acaba, doliéndole en las sienes pensar que también se le escapará la de mañana.
Y yo subía y me alejaba para no ser testigo, estremecido en otra carne, resuelto a encontrarle el remedio que nunca encontré para mí. Me apartaba la furia ajena con los dedos del teclado y me quedaba perplejo y enfadado.
Muy enfadado, con la rabieta de un niño grande y malcriado, enfadadísimo, indignado con la dichosa criatura. Ponte en mi lugar y verás que no es para menos: ¡me estaba quitando mi insomnio para quedarse con él!
No es justo. Si no recupera su sueño pronto, tendré que denunciar un robo y dejar que le caiga encima todo el peso de la ley.