Dicen quienes me conocen que aparento más edad de la que tengo. Imagino que las canas, la barba sin afeitar y este aire de despiste que me da el humor absurdo con que contesto, no me favorecen mucho. Podría decir que me da igual parecer más viejo, pero no es completamente cierto, porque no todos los ojos me importan lo mismo.

Dicen, quienes no me conocen, que la edad está en los ojos y yo estoy casi de acuerdo, porque lo digo pensando en la curiosidad que se encierra en la mirada, aunque ellos se fijan más bien en las arrugas que hay alrededor. Otros opinan que son las manos o el cuello las partes del cuerpo que delatan el lento o rapidísimo paso de los años.

Cuando me mira el del espejo, ese nunca me habla de la edad que represento, será que no entiende de tragicomedias. Pero me recuerda, especialmente en las mañanas de invierno, cuando la luz no sirve nada más que para encandilarme los ojos recién arrancados de un sueño que siempre se vuelve secreto, que no he vivido tanto como quisiera, que aún me queda hueco en el que colocar arrugas, manchas y palabras de las que dejan marca.

Por eso será que me suceden cosas extrañas. Como que, algunas veces —no sé qué imaginación recurrente o que memoria remota me engaña—, cuando entro en un ascensor, de repente, vuelvo a tener quince años, puede que sólo durante un instante, lo que tarda un beso en regalarse y huir borrando las huellas.

Y cuando salgo del ascensor y me enfrento a la cruda realidad de las matemáticas y las tareas de la cocina, no puedo evitar estar de acuerdo con quienes me conocen y acabo por confesarme que en marzo aparentaré más del triple de la edad que tengo.

Ya me lo dijo ella en aquella tarde sin arrugas de noviembre, me lanzó un sortilegio de despedida como si lanzara un cuchillo envenenado: «¡No madurarás nunca!».

Se ve que le hice caso.

Adolescente fui…

Adolescente fui en días idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo busco,
que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy. Perder placer es triste
como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;
aquél fui, aquél fui, aquél he sido;
era la ignorancia mi sombra. Ni gozo ni pena; fui niño
prisionero entre muros cambiantes;
historias como cuerpos, cristales como cielos,
sueño luego, un sueño más alto que la vida. Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías, como en la adolescencia
ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.

(Luis Cernuda, Donde habite el olvido, 1932—33)