Bajó la cuesta dejando que la ley de la gravedad le moviera los pies y le pesara en la cabeza. Se fue con lo de siempre, con lo puesto, el móvil, las llaves y las gafas de no ver de lejos.

Llegó, sudando ya, hasta el río. La corriente del agua no pudo acallar el reloj palpitante que tenía injertado en el corazón. Como si de un viejo mantra se tratara, empezó a hablar en voz alta al notar que sus suelas pisaban tierra y no asfalto.

Vio los mismos árboles y, aunque el agua que oía correr entre sus palabras era distinta, el trayecto duró los mismos pasos que siempre. Cruzó el río por el mismo sitio, entornó los ojos en la boca del túnel de árboles y se sentó un momento en la misma piedra en la que siempre se sentaba.

La gente que se cruzaba era distinta, o quizá igual que la de otros días; no lo recuerda bien porque iba pendiente de su conversación incompleta y de no tropezar con sus propios molinos. Paró a beber agua en la misma fuente, para aliviar la misma sequedad que dejan en la boca las palabras amargas. Pero sí, el agua era otra aunque el efecto fuese el mismo.

Se perdió en sus pensamientos mientras sus pies continuaban la marcha. Su cabeza hizo viajes en el tiempo como si anduviese metido en los entresijos de un Cuento de Navidad. Hasta que, el ruido de coches le trajo desde el infinito y más allá, hasta el puente.

Y entonces lo supo. Dejó las palabras guardadas para cocerlas después en su tinta y se quedó en mitad de la metáfora, solo, respirando con la boca abierta, con los ojos un poco humedecidos por el convencimiento de que, quien recorre siempre el mismo camino, siempre llega al mismo sitio.

Para cambiar el punto de llegada, hay que variar el trayecto, elegir otro itinerario y recorrerlo. Y ni siquiera así se puede estar seguro de no acabar en el mismo puente que cruza el mismo río que siempre está hecho de diferente agua.