«¡Estúpido!», me dijo sin pensarlo, como un trueno, como un vómito adornado con trece años y un duro centellear de ojos.
No hubo ofensa sino recuerdo, lejano ya, de aquella misma náusea, de aquel mismo y apremiante sofoco.
No hubo ofensa sino certeza de que nos pasamos media vida moviendo los labios con palabras de otros. Y después, si es que por fin conseguimos pronunciar las nuestras propias —dolorosa broma que nos regala el destino—, siempre nos llegan tarde, cuando ya está todo dicho.
El día menos pensado
Sabes que no soy amigo de juramentos ni promesas
pero sí me has oído decir con insistencia
que el día menos pensado voy a procurar
olvidarme la inocencia y la ternura
sobre el mostrador de cualquier casa de empeño.
Pero jamás conseguí inquietarte, o así lo sospecho.
Porque sabes que soy terco y mucho más
en lo que concierne a mis defectos.
Entre esos dos aún sigo viviendo.(Santiago Montobbio, Hospital de inocentes, 1989)