Cuando meto mi vida en la mochila y aprieto el paso para no perder el autobús, siempre tengo la sensación de que se me olvida algo.

No elijo detenidamente sino que tomo las cosas sin depurar, a puñados, con prisa, y las aprieto dentro por si tuviera que meter algo más. Mientras camino hacia la parada voy haciendo una cuenta mental de lo que no llevo. Y, efectivamente, llego al acuerdo conmigo mismo de que no me hace falta.

Al principio me pesa en el hombro llevar la vida a cuestas y resulta incómodo, pero uno se acostumbra pronto a la tirantez de la correa. También es corto el periodo en que uno se hace a las dimensiones extra y consigue girarse sin estamparle a nadie en la cara el cambio de trayecto.

La vida en una mochila, como si siempre se estuviera de viaje y no se supiera en dónde parar ni qué esperar. Ahora ya sólo espero que mañana sea otro día, un día nuevo, un día distinto. Porque todos los futuros me aguardan, todos, cualquiera, y no se me da nada bien planificar.

Antes yo no era así. Todo se transforma. Siempre vivimos en tránsito.