Estuvo allí. Había andado toda la tarde con esa urgencia que impide contar los pasos que se van dando y, después de una breve visita al médico para que le diera palmaditas en la espalda, salió de la consulta sin saber hacia donde.
El expositor de la tienda le condujo al espejo y el espejo hacia las greñas. Se vio desaliñado, como un Fernando Rey enquijotado, quizás no tan loco ni tan enjuto, pero igual de solitario. A pocos pasos de allí estaba la barbería de siempre y se decidió a ir. Ya iba tocando devolverle a la vida la levedad con la que nos la rellena.
Todo estaba lo mismo que las tantas otras veces. Música lenta y somnolienta de Elvis, colorines en jaulas minúsculas y un aparato lleno de polvo con canto de pájaros que el barbero añadía a la banda sonora de su vida para enseñar a los jilgueritos que amaestraba. «Todo es una escuela», pensó mientras preguntaba por su turno.
«Enseguida, ahora viene mi hijo», respondió el hombre por debajo del bigote, amable siempre a pesar de su gesto serio. Un poco como él, como tantos, como todos, porque el contenido de las cosas no suele ajustarse bien al envase.
No transcurrió mucho, pues apenas le dio tiempo a pensar en otra cosa que en ella y en la llamada que estaba esperando, cuando le invitaron al asiento sacudiendo con energía el trapo que le iban a poner a modo de mandil. No hicieron falta palabras para que se sentara donde siempre se sentaba y se dejara hacer.
Luego, dos palabras y un asentimiento, «¿cómo siempre?», y se quedó mirándose a los ojos del espejo, sonriendo por dentro al darse cuenta de que la pregunta correcta era imposible, «¿cómo nunca?», recordando haber estado allí tantas veces, intentando no ver la película que le hacía retroceder el pelo en la frente mientras la blancura del cabello se iba apoderando de los recuerdos.
¡Qué ganas de fumar! La música le entornó los ojos y el cepillo redondo lleno de talco le despertó por la nuca. Una presión en los hombros le anunció que todo estaba visto para sentencia y se levantó del asiento dispuesto a pagar la faena.
Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.
Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.