Allí estaba, siempre se le aparecía inmóvil. Pálida y quieta, como el fantasma de un cadáver que regresa al punto de partida para dejar constancia de haber existido.
Cuando se sentaba en el sofá, ella se sentaba a su lado, pero siempre inexpresiva, con la mirada perdida, lánguida. Si se ponía de pie y huía al patio, ella se dejaba ver por detrás del humo del cigarro que les separaba.
Entonces él emprendía una loca carrera, un juego desesperado para intentar despistarla. Se refugiaba en el dormitorio, cerraba las ventanas y atrancaba la puerta para no dejarle resquicio por el que entrar. Pero ella, quizás envuelta en alguna luz dormida que explotaba en la oscuridad, se reflejaba en el espejo y desde el espejo se dejaba mirar.
Él estaba agobiado por su presencia, así que decidió salir de allí a toda costa. Cogió el teléfono y marcó todos los números que le vinieron a la memoria, excepto quizás, el definitivo. Se aferro a los lugares y a las horas y se arregló para salir.
Ella apareció en el vaho de la ducha, en la baranda de la escalera, debajo de la sombrilla del patio. Sólo al cerrar la verja por fuera, con el coche arrancado, dejó de notar su presencia y se sintió aliviado.
Entre charla y tocata, entre copa y risa, no la vio, pudo respirar tranquilo y se relajó un poco. Cuando, de madrugada, disfrazado de alcohol, a esas horas en las que parece pronto cualquier otra cosa que no sea regresar, volvió al coche y éste, a su vez, ocupó su puesto en el garaje.
Tapándose los ojos con esa neblina de la ginebra que se trajo puesta del bar y que no pudo quitarse con la ropa, se acostó en la cama desierta e intentó conciliar el sueño.
Pero notó de nuevo su presencia. Su soledad estaba ahí, esperando en la cómoda, pálida, inmóvil, secreta. Fantasmagórica y loca, se tumbó en la cama con él, aprovechando el parpadeo de desconsuelo que dio con el corazón y con los ojos.
Al lado de su soledad, no pudo evitar el insomnio. Su fuga fracasaba otra vez.