La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

agosto2024 (Página 3 de 4)

¿Qué he hecho yo para no merecer esto?

Me despierto hambriento, después de no recordar lo que he soñado por la noche. Entonces, acecho al reloj escondido debajo de la almohada para no dejarlo saltar.

No hay café, no hay leche, no hay taza. Me levanto sin poder desayunar, sin poder tampoco hacer el desayuno, echando en falta el café que esperaba tomar. Pero no vendrá y no es extraño, es lo que siempre pasa.

El caso es que tengo la despensa llena, pero de telarañas. Nada puedo comer a media mañana, ni siquiera una cerveza para el aperitivo. Ni una tapa.

El frigorífico está completamente vacío. Ya no quedan en él ni siquiera palabras. Se me queda cerrado, herméticamente lejano, envuelto en el murmullo de un runrún doloroso, y nos da por discutir. Él se queja de que no lo abrí, yo de que no quiso abrirse, y a ninguno de los dos se nos ocurre volver a tirar del asa de la puerta.

A la hora de la comida, nada que llevarse a la boca. En la sobremesa, ni siquiera puedo comer noticias. Para la merienda, a veces unas migas. En la cena, toca acostarse sin postre, como un niño que ha sido malo y está castigado por sus padres.

En el congelador tengo un sinfín de cosas, una vida deseando calentarse y derretirse en otra piel. Tengo años de cosas envueltas y ordenadas por fechas, comidas hechas diario… Pero todas pican. Por más que se intenta colocarlas con alegría y poner en ellas algo propio, algo sincero… Todas pican o se estropean con el frío… y siempre se está a un tris de colocar lo que hayan cocinado otros o de no meter nada más.

No sé, quizás es que me puede el apetito, quizás me doblega la rabia del estómago vacío cuando sé que los otros cualquiera tienen libre acceso a la despensa y se les abre de par en par el frigorífico. Envidia, celos, gula, todo junto…

De tanto en tanto, cuando llega la noche y me acuesto hambriento y el hueco del estómago no me deja soñar ni me tranquiliza las mariposas, de tanto en tanto me pregunto que qué he hecho yo para no merecer esto.

Y sé que no he hecho nada, nada, que he hecho justamente todo lo contrario. Trasladarme de desierto, aceptar la limosna de los sueños imposibles, convertir migajas en manjares y empeñarme en ellos porque los horarios no dan para banquetes, transformar en síes las miradas atrás de quien sale huyendo… Tengo, en fin, hay que reconocerlo, lo que merezco.

Paso por delante de las tiendas, me gusta mirar escaparates, como a todo el mundo, y entiendo que lo que tengo que hacer para no merecer esto es salir a comprar con una lista en la mano. Pero me resisto, no puedo, porque lo que quiero comprar, y ya he preguntado varias veces, no está en venta.

Aunque, lo peor, lo que verdaderamente me tiene jodido, es que, aunque sigo colocando en este congelador todo lo que me atrevo a decir de lo que siento, hay quien sólo ve cuchillos en mi apetito.

Y ya sabes que no soy malo, ¿qué otro daño puedo hacernos sino el de volver a merecer lo que ya tengo?

Pasa el lunes…

Pasa el lunes y pasa el martes
y pasa el miércoles y el jueves y el viernes
y el sábado y el domingo,
y otra vez el lunes y el martes
y la gotera de los días sobre la cama donde se quiere
dormir,
la estúpida gota del tiempo cayendo sobre el corazón
aturdido,
la vida pasando como estas palabras.
lunes, martes, miércoles,
enero, febrero, diciembre, otro año, otro año, otra vida.
La vida yéndose sin sentido, entre la borrachera y la conciencia,
entre la lujuria y el remordimiento y el cansancio.

Encontrarse, de pronto, con las manos vacías,
con el corazón vacío,
con la memoria como una ventana hacia la obscuridad,
y preguntarse: ¿qué hice?, ¿qué fui?, ¿en donde estuve?
Sombra perdida entre las sombras,
¿cómo recuperarte, rehacerte, vida?

Nadie puede vivir de cara a la verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos.
Porque la verdad es que somos débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y
afirmar.
No podemos vivir a la intemperie
en el solo minuto que nos es dado.
¡Qué hermosa palabra «Dios», larga
y útil al miedo, salvadora!
Aprendemos a cerrar los labios del corazón
cuando quiera decirla,
y enseñémosle a vivir en su sangre,
a revolcarse en su sangre limitada.

No hay más que esta ternura que siento hacia ti,
engañado,
porque algún día vas a abrir los ojos
y mirarás tus ojos cerrados para siempre.
no hay más que esta ternura de mí mismo
que estoy abierto como un árbol,
plantado como un árbol, recorriéndolo todo.

He aquí la verdad: hacer las máscaras,
recitar las voces, elaborar los sueños,
Ponerse el rostro del enamorado,
la cara del que sufre,
la faz del que sonríe,
el día lunes, y el martes, y el mes de marzo
y el año de la solidaridad humana,
y comer a las horas lo mejor que se pueda,
y dormir y ayuntar,
y seguirse entrenando ocultamente para el evento final
del que no habrá testigos.

(Jaime Sabines)

Sólo mis sueños crecen conmigo

En las fotografías que miro de un tiempo que ha dejado de ser tiempo para transformarse en una sensación, puedo palpar la verdad de los kilos, levantar acta de una historia de cabellos blancos y deshacer el enigma de los sitios.

Parece que soy yo quien cambia, pero lo cierto es que la vida cambia alrededor envejeciendo las pieles que acaricio, arrugando los labios que beso, deformando el pozo de los pechos a los que me asomo, destintando los cabellos en los que pierdo estas manos que ya no reciben como entonces la química del amor en los parques solitarios.

Sólo el insomnio permanece. La inconsciencia se ha vuelto decrepitud y nostalgia, los amigos son cada vez más tiernos que su recuerdo. No soy yo el que cambia, son ellos, es la vida la que cambia a mi alrededor como un torbellino que me arrastra hacia el acto final sin testigos.

Todo mengua lentamente: el espíritu, la rabia, la importancia de las cosas que se disuelve en el paso de los días rutinarios. La esperanza hace aguas, el tumulto se aclimata a unas pocas tardes de abril que me llegan en desbandada, como si huyeran hacia adelante.

Me falta aire, el espacio se me agota. Sólo mis sueños crecen conmigo cuando te metes en ellos no sé por qué resquicio, pero del resto del mundo todo me falta —la memoria, el presente, el desconcierto—, y todo me queda estrecho como un abrigo heredado a destiempo.

Parece que soy yo quien cambia, pero es la vida la que cambia a mi alrededor apretándome sobre mí mismo. Sólo mis sueños crecen conmigo, supongo que porque ocupan el lado de la cama en que no estás.

La ausencia

Cuando el amor se va,
parece que se inmensa.

¡Cómo le aumenta el alma
a la carne la pena!

Cuando se pone el sol
lo ahondan las estrellas.

(Juan Ramón Jiménez, Canción, 1936)

La suerte de esperar

Ha sido duro el invierno. El jardín apenas resistió los hielos, la falta de agua, el calor inesperado. La planta se había secado.

Quizás debí tomar medidas, protegerla de la intemperie, arroparla en las noches de frío siberiano y estar más atento a su riego. Siempre me pasa lo mismo, me dedico a lamentar lo que no hice y a buscar un motivo para la desidia.

Suelo encontrarlo. Porque quiero creer que todo tiene su tiempo, sus recursos, su propia manera de afrontar el azar de la meteorología. Porque cuando me precipito, todo sale al revés. Porque no sé todo lo que aparento saber, lo que los demás me hacen creer que sé. Porque aquello que no sobrevive al invierno, no merece disfrutar de la primavera.

Así que pensé cortarla de raíz. Pero… ¿qué poner en su lugar? Bueno, mientras lo pensaba, decidí esperar, dejarlo todo como estaba.

Largo tiempo el de la espera sin esperanza, el de retrasar la desesperación. Pero… ¿qué poner en su lugar? Tanto tiempo conmigo, tanto tiempo conmigo que ahora ¿cómo sustituirla? Las mismas dudas que mueven el mundo, también lo paran.

Y resignado a decidir, quise ver la planta por última vez, casi como despedida, cuando advertí por entre los claroscuros de la tarde, un cierto color verde en sus ramas. ¿Verde? Sí, estaba brotando por lugares señalados de su tronco seco.

Entonces me acordé de eso que me dijiste, no sé si con envidia, unas tardes después de los truenos: «Te sale bien esperar. Se ve que tienes suerte». Aunque no dijiste nada de lo que me cuesta.

Puedo ser un hombre con suerte, con la suerte de esperar, quizás tengas razón. Pero —porque el ser humano es incomprensible e incoherente—, quizás, precisamente a mí, que tengo la suerte de esperar, es a quien más le gustaría saborear la otra suerte, la de tener todo, eso que espero tanto, ya.

O, tal vez, la mala suerte de dejarlo todo intacto.

Keeping things whole

In a field
I am the absence
of field.
This is
always the case.
Wherever I am
I am what is missing.

When I walk
I part the air
and always
the air moves in
to fill the spaces
where my body’s been.

We all have reasons
for moving.
I move
to keep things whole.

(Mark Strand, Selected poems, 1979)

Los tiempos mejores

Vendrán tiempos mejores.

Del mismo modo que a cada calma

le antecede una tormenta,

sé que vendrán tiempos mejores.

Después de cada lluvia,

vienen días de cielo raso.

Después de cada invierno,

siempre llega alguna primavera.

Yo, que soy de naturaleza esperante,

sigo buscando ese momento perfecto

cuando, más allá del segundo acto,

hasta las hierbas de los cementerios

se llenan de flores y el camino

empieza a ser cuesta abajo.

Pero te recuerdo, aún sabiendo que tú

podrías rociarme con un espejo

que me volviese todo en contra,

que ésta es la lluvia que esperábamos

en mitad de aquel desierto,

que después del laberinto del invierno,

este mayo es el que tanto soñamos.

Vendrán tiempos mejores, se supone.

Pero esta palabra es, ahora,

la que rompe un silencio,

la que anuncia el siguiente

cuando sabemos que esta es la lluvia

y que toca mojarse.

Lluvia

hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor/
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la
mujer/
entra a la casa por la ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo/ pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho/
y me cuesta escribir la palabra amor/
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede explicar/
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que hay sol porque nacen y
mueren la misma noche en que amó/
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca
escribirá/
como el silencio que hay entre dos rosas/
o como yo/que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/

(Juan Gelman, Eso, 1983—84)

Devuélveme el color

Me devuelve la memoria aquellos rostros como una instancia fuera de plazo. Con ese olor a papel viejo, a tinta oxidada por la intemperie de los días deshojados.

Todo me llega con un ocre que embadurna los paisajes. Como en una vieja película de Hitchcock, la memoria colorea aquellos rostros en blanco y negro, con una historia que ahora parece ilimitada y que, en tanto que recordada, no pudo ser la verdadera.

Tú y yo deformamos con texturas diferentes el pasado, distintos tonos de esa misma melodía que silbamos las noches de luna llena, que suena tan irreconciliable en tus labios que dudo si pudo ser alguna vez que estuvieran paseándose largamente por entre los míos.

La memoria nunca devuelve intacto lo vivido, lo plancha, lo limpia, lo desangra. No estaría mal si también consiguiera hacerme olvidar que éste que aquí se lamenta de todos los finales repetidos, éste yo, precisamente éste, que carga en la espalda una maleta de lluvia desperdiciada, no soy más que otro de sus errores favorecidos.

Pero tú, que lo viviste conmigo, devuélveme el calor de aquellos sueños, tráeme una luz que borre todas las sombras y una mano que me guie a través de este túnel sobre el que empieza a caer silenciosamente la claridad de lo perdido.

Y devuélveme el color, ese color que tiene la vida vista desde tus ojos cuando nos abrazamos un instante.

Por si luego no puedo

Voy a pronunciar «amor»,

por si luego no puedo, por si luego

una ceniza se me atraganta,

por si luego

la lengua se me llena de espinas

y se me parte en demonios.

Voy a pronunciar «vida»,

muchas veces, por si luego no puedo,

por si luego el corazón se me estriñe y los días

me pasan por encima como losas de marfil

o la memoria se me pierde en un instante

que no pudo ser el verdadero.

Voy a pronunciar «siempre»,

aun sabiendo que no llegara el día,

por si luego no puedo, por si luego

no es luego sino nunca,

por si luego

todo lo que quede de mí sea una mentira

tendida a la intemperie.

Voy a pronunciar «ven conmigo»,

en voz alta, muchas veces,

por si luego no puedo encontrar una llamada

que escuchar desde tus labios.

Y voy a pronunciar «lágrima»,

por si luego no sé, por si luego

la lluvia de sal me inunda

y sigo sin saber nada

de todo lo que dices que sé.

Poema doble del lago edem

…Quiero llorar porque me da la gana
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.

Quiero llorar diciendo mi nombre,
rosa, niño y abeto a la orilla de este lago,
para decir mi verdad de hombre de sangre
matando en mí la burla y la sugestión del vocablo…

(Federico García Lorca, Poeta en Nueva York)

Si las paredes hablaran

He borrado las señales evidentes, los errores plasmados, la vida escrita a desconchones sobre la pared. Se han ido también las huellas de todos los roces, las marcas verticales del tránsito cotidiano, los agujeros equivocados que tapaban los cuadros.

He pintado de blanco el pasado, tapando con pintura todas las historias contenidas en el polvo, cambiando de tono la luz que entra por la ventana. He estirado los brazos hasta que no ha quedado nada por alcanzar, porque pintar es escribir sobre lo escrito, combinar el pasado con un instante nuevecito y reluciente.

Tienen memoria la vida, el corazón y el papel. Todo les deja marca y por eso es imborrable lo que en ellos he escrito. Pero el yeso no, y yo ando pintando paredes blancas, llenando el suelo de estrellas enanas que llevan en sus entrañas un universo plano.

Y si tengo el corazón vacío y la vida baldía y el papel en blanco, si vivo encerrado entre estas cuatro paredes que cambian de color lentamente por el roce de mi mano, nada tengo que temer de la memoria del ladrillo. Si las paredes hablaran, las mías se taparían los oídos, como me los tapo yo para seguir vivo.

Si las paredes hablaran, estas cuatro paredes mías no sabrían qué más decirte.

El retorno

Las paredes tienen oídos,
vientre y sangre.
Pero que no lo sepa el aire,
que lo ignoren el invierno
y el vendedor de esponjas;
que no se enteren mis fotografías que hablan;
que mi amor, oh montañas, oh cielos,
no levante su voz como raíz dulcísima.

Las paredes tienen oídos,
dientes, venas.
Pero que yo nunca, fumando,
diga su breve nombre de madera.
Que yo nunca sonriendo, pronuncie
su verdad: la cálida verdad.

Porque las paredes, como los sótanos,
tienen grandes oídos de herrumbre y frío,
desesperanza y pavor,
desconsuelo y locura.

Que yo nunca, en voz baja,
diga que he vuelto a amar.

(Efraín Huerta, La rosa primitiva, 1950)

Algunos

Cuando ella las pronunció, en ese tipo de secuencia de plano contra plano que a veces parece simular que el espectador es un privilegiado contertulio de los protagonistas, sus palabras se me quedaron dentro de los oídos.

Sabía que, tarde o temprano, escribiría sobre ellas, que me iluminarían un trocito de pensamiento en los días siguientes y, aunque resultaran difíciles de asimilar sin poner algunas importantes objeciones, algo de ellas me llamaba.

«Algunos de los mejores momentos de la vida, fueron errores», decía Uma, clavándome su mirada azul sobre el sofá. Una contradicción, una paradoja, una frase comercial, un pensamiento inútil… quizás, sencillamente, una mentira.

Más tarde, cuando te hacen saber del ridículo que vino dos días después de haber sentido un alivio que tú hubieras vuelto a balbucear con alegría, piensas en los errores, en cuál es el motivo, la causa, que convierte el efecto positivo en negativo. En dónde está la línea que divide los errores de los aciertos y, sobre todo, en cuándo unos se transforman en otros.

Se me ocurre que los mejores momentos, esos que guardo dentro de una cajita del pecho, no son errores ni aciertos, y que nadie debería tener poder suficiente, ni siquiera uno mismo, para convertirlos en naufragios.

Porque no sabemos lo que sentiremos en el futuro, porque no sé lo que escribiré mañana, quiero mantener en la tinta de hoy y en el papel que atraviesa el tiempo las palabras que digo, para que me recuerden lo sentido antes de que la memoria y la luz de otros tiempos las conviertan en mentira.

Y, al respecto de la película, se me ha ocurrido modificar la frase para hacerla verdadera y escribir aquí, como contradicción, como paradoja, como frase comercial, como pensamiento inútil, quizás, como mentira, que algunos de mis mejores errores, primero fueron aciertos.

Aunque la verdad que nunca podrá ser mentira, el acierto que nadie trocará en equivocación, es que algunos de los mejores momentos de mi vida, los he vivido en ti, por ti, contigo.

Collage

Ligeras cruzan las edades, hay quien las cuenta en días,
y a través de su lluvia y su ceniza
cada vez más difícil resulta el resistirse
al perezoso vivir animal de la costumbre.
No sé por qué los versos que ahora escribo
parecen versos clásicos, y total para decir
que si después de tanto tiempo aún hoy
aprieto tu recuerdo entiendo que
estoy condenado
a naufragar todos los días
con la vejez que da el saber
que aunque me he equivocado en todo
esto es algo que especialmente he hecho
en lo que más quería.

(Santiago Montobbio, Ética confirmada, 1990)

Autobiografía

Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

(Luís Rosales, Rimas, 1951)

El dolor del pájaro

Piaba a saltos. En este calor de caerse los pájaros, le iba poniendo música a su miedo. Demasiado pequeño para volar, salió a la calle por debajo de la verja de la entrada.

Allí le vi irse escondiendo de todo entre los coches aparcados al sol de media tarde. De repente, su mundo se había venido abajo como quien despierta de un sueño y él huía por instinto de todo lo que se movía a su alrededor. Huía con un trino que, a pesar del desgarro, sonaba dulce, casi como una canción.

Quizás hubiera podido recogerlo, lanzarlo a la copa de algún árbol, protegerlo de los gatos burgueses del barrio, de los niños aristócratas que juegan con los rabos de las lagartijas. Quizás hubiera podido ponerlo a salvo del rodillo de los vehículos o de la sed que nace de la canícula.

Pero no lo hice. Huyó también de mí porque, cuando uno corre despavorido, no se reconocen más que enemigos en el trayecto, porque el continente no suele ajustarse al contenido de los seres, porque dejar de saltar cuando no se sabe volar aún, es como quedarse desafiando a la muerte.

Algunas noches escucho lo que ya había escuchado antes muchas veces; por detrás de los capialzados de las ventanas, gorgoritos solitarios a medianoche, de los pájaros que anidan, tal vez, en mi cabeza.

Los escucho y pienso en las llamadas que aquí escribo a saltos, mientras huyo despavorido hacia delante. Mis trinos saben dulces sin que nadie sepa del desgarro, sin que nadie sepa cual es el mundo que se me ha venido abajo, sin que nadie sepa de todo lo que me escondo.

Tal vez haya quienes me leen como si me rescataran, quienes me escuchan investigando, quienes me miran tratando de averiguar cual es el sueño del que he despertado. Y quieren protegerme de los niños aristócratas, de los gatos burgueses, del rodillo de los días solitarios o de la sed que llevo en la boca.

Habrá quien al leerme sienta el dolor del pájaro, quien crea que escribo para ponerle música a mi miedo. Habrá quien me lea lo pequeño que soy para volar y quien me vea escapar con metáforas titubeantes por debajo de la verja de la entrada.

En este calor de caerse los pájaros, la literatura, la geografía y mi biografía siempre van piando a saltos en estos renglones. Es cierto, aunque no todo es cierto, aunque no puedo negar que no todo es falso, aunque no todo sucede ese mismo día.

Pero si aquí dijera toda la verdad, seguramente, me mentiría.

Aforismos

Hay vidas que consisten en que por las mañanas tienes mucho que hacer y por las noches no tienes nada que recordar.

La nostalgia, ese moho de la memoria, esa oscura envidia de uno mismo. La nostalgia es el opio de los tristes, es una droga alucinógena que te hunde a la vez que te alivia, te hace sonreír mientras te clava en la espalda sus pretéritos perfectos e imperfectos.

Hablamos de los planes como si fueran un manual de instrucciones, pero sólo son un libro en blanco.

Sólo existen dos maneras de ser feliz: hacerse el idiota o serlo.

Perderse es inventar otro camino.

Cuando el deseo se cumple, el sueño se rompe.

(Benjamín Prado, Mala gente que camina, 2006)

Playa

Al borde de estar mojado, en el límite de la tierra adentro, donde el horizonte raya el agua como un sueño lejano que se interpone entre el mar y el cielo, pisábamos el contorno de la sombra que distingue la luz con otro brillo.

En la linde que separa la vigilia del sueño, jugando sobre el borde que delimita un cuerpo tendido y abierto a la blandura del espacio, una piel divisoria que se dilata hasta el margen de otro cuerpo vertical y rígido de normas, hablábamos sobre la orilla de una memoria que distingue el presente con otra luz.

Estábamos en ese confín en donde se encuentran el principio de una desnudez agradecida con el final de las vestiduras rotas, en esa misma duda que separa tu mano diurna de la nocturna constelación de mis lunares, donde la sal se acumula en contra de todo sol que nos vuelve desierta la sed de la vista y el hambre del deseo.

Estuvimos allí, sin saberlo, donde un puñado de arena que se escapa de las manos se enfrenta con la metáfora de un reloj que se detiene, en donde un aceite hierve de frontera y, poco a poco, desaparece en las mismas pieles que separa, entre la toalla y el suelo.

Allí estuvimos, sin sospecharlo, en ese punto en el que confluyen todos los límites, al borde de todo y nada, en el contorno de una vida que nos rehuye y se nos escapa, en el punto difuso donde el mundo concurre al mismo tiempo que escurrimos, cuando se pueden tomar todas las direcciones que no van a conducirnos a ninguna parte.

Y aunque no regresamos intactos porque es un tiempo que se nos tatúa, te miro el cuerpo, me miro los sueños y no nos descubro quemaduras. Tal vez sobrevivamos a todas las playas que aún nos quedan que pisar.

Esta imagen de ti

Estabas a mi lado
y más próxima a mí que mis sentidos.

Hablabas desde dentro del amor,
armada de su luz.
Nunca palabras
de amor más puras respirara.

Estaba tu cabeza suavemente
inclinada hacia mí.
Tu largo pelo
y tu alegre cintura.
Hablabas desde el centro del amor,
armada de su luz,
en una tarde gris de cualquier día.

Memoria de tu voz y de tu cuerpo
mi juventud y mis palabras sean
y esta imagen de ti me sobreviva.

(José Ángel Valente)

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